Una Vez Desaparecido . Блейк Пирс
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Ahogó un sollozo.
“Tengo miedo, Bill”, dijo. “Tengo mucho miedo. Todo el tiempo. De todo”.
Bill sintió su corazón hundirse al verla así. Se preguntó a dónde se había ido la Riley de antes, la única persona en la que siempre podría confiar ser más fuerte que él, la roca a la que siempre podía acudir cuando tenía problemas. La echaba de menos.
“Está muerto, Riley”, dijo en el tono más seguro que pudo. “Ya no puede lastimarte”.
Negó con la cabeza.
“No sabes eso”.
“Sí lo sé”, respondió. “Encontraron su cuerpo después de la explosión”.
“No pudieron identificarlo”, dijo.
“Sabes que era él”.
Su cara se cayó hacia adelante y la cubrió con una mano mientras lloraba. Tomó su otra mano.
“Este es un nuevo caso”, dijo. “No tiene nada que ver con lo que te sucedió”.
Negó con la cabeza.
“No importa”.
Lentamente, mientras lloraba, subió la mano y le entregó el archivo, alejando la mirada.
“Lo siento”, dijo, mirando hacia abajo, sosteniéndolo con una mano temblorosa. “Creo que debes irte”, añadió.
Bill, sorprendido y triste, tomó nuevamente el archivo. Jamás en un millón de años habría esperado este resultado.
Bill se quedó sentado allí por un momento, luchando contra sus propias lágrimas. Finalmente, le dio unas palmaditas suaves a su mano, se levantó de la mesa y caminó por la casa. April todavía estaba sentada en la sala de estar, sus ojos cerrados, su cabeza moviéndose al ritmo de la música.
Riley se quedó llorando sola en la mesa de picnic, después de que Bill se fuera.
Pensé que estaba bien, pensó.
Y realmente quería estar bien para Bill. Y pensó que realmente podía hacerlo. Sentada en la cocina hablando de trivialidades había estado bien. Luego habían salido y cuando vio el archivo, había pensado que estaría bien, también. Mejor que bien, realmente. Estaba siendo atrapada por él. Fue reavivado su deseo de trabajar, quería volver al campo. Estaba dividiendo todo en compartimientos, por supuesto, pensando en esos asesinatos casi idénticos como un rompecabezas a resolver, casi abstracto, un juego intelectual. Eso también estuvo bien. Su terapeuta le había dicho que tendría que hacer eso si tenía la esperanza de volver al trabajo.
Pero luego, por alguna razón, el rompecabezas intelectual se convirtió en lo que realmente era: una monstruosa tragedia humana en la que dos mujeres inocentes habían muerto en la agonía de dolor y terror inconmensurable. Y de repente se preguntó: ¿Fue tan malo para ellas como lo fue para mí?
Su cuerpo ahora estaba inundado de pánico y miedo. Y de vergüenza y pena. Bill era su compañero y su mejor amigo. Ella le debía tanto. Había estado a su lado durante las últimas semanas cuándo nadie más lo había hecho. No podía haber sobrevivido su tiempo en el hospital sin él. Lo último que quería era que la viera reducida a un estado de indefensión.
Oyó a April gritar desde la puerta trasera.
“Mamá, tenemos que comer ahora o llegaré tarde”.
Sintió ganas de gritar, “¡Prepárate tu propio desayuno!”
Pero no lo hizo. Ya estaba bastante agotada de sus peleas con April. Había renunciado a pelear.
Se levantó de la mesa y caminó hacia la cocina. Jaló una toalla de papel del rollo y lo utilizó para limpiar sus lágrimas y sonarse la nariz, y luego se preparó para cocinar. Trató de recordar las palabras de su terapeuta: Incluso realizar las tareas rutinarias tomará un gran esfuerzo consciente, al menos por un tiempo. Tuvo que conformarse con hacer las cosas poco a poco.
Primero era sacar las cosas del refrigerador, el cartón de huevos, el tocino, la mantequilla, la mermelada, porque a April le gustaba la mermelada. Y así fue hasta que colocaba seis tiras de tocino en un sartén en la cocina, y luego prendió la estufa debajo del sartén.
Se tambaleó hacia atrás al ver las llamas amarillas y azules. Cerró sus ojos, y todo vino a ella.
Riley estaba en un pequeño sótano de poca altura debajo de una casa, en una pequeña jaula improvisada. La antorcha de propano era la única luz que vio. El resto del tiempo transcurrió en completa oscuridad. El piso del sótano de poca altura era de tierra. Los tablones encima de ella eran tan bajos que apenas podía agacharse.
La oscuridad era total, incluso cuando él abría una pequeña puerta y se deslizaba en el sótano de poca altura con ella. No podía verlo, pero podía oír su respiración y sus gruñidos. Él abría la jaula y se metía adentro.
Y entonces encendía esa antorcha. Podía ver su rostro cruel y feo por la luz. Se burlaba de ella con un plato de comida miserable. Si trataba de alcanzarlo, le empujaba la llama hacia ella. No podía comer sin quemarse…
Abrió los ojos. Las imágenes eran menos intensas con los ojos abiertos, pero no podía sacudir los recuerdos. Continuó haciendo el desayuno como un robot, su cuerpo entero lleno de adrenalina. Apenas estaba poniendo la mesa cuando la voz de su hija gritó otra vez.
“Mamá, ¿cuánto falta?”
Saltó, y el plato se resbaló de su mano y cayó al suelo, rompiéndose.
“¿Qué pasó?” April gritó, apareciendo a su lado.
“Nada”, dijo Riley.
Limpió el desorden, y ella y April se sentaron a comer juntas, la hostilidad silenciosa era palpable, como de costumbre. Riley quería terminar el ciclo, poder acercarse a April, decirle, April, soy yo, tu mamá, y te amo. Pero lo había intentado demasiadas veces, y sólo empeoró las cosas. Su hija la odiaba, y no podía entender el por qué, o cómo terminarlo.
“¿Qué vas a hacer hoy?” le preguntó a April.
¿Qué crees?” April dijo con desdén. “Ir a clase”.
“Quiero decir después de eso”, dijo Riley, manteniendo su voz calmada y compasiva. “Soy tu mamá. Quiero saberlo. Es normal”.
“Nada en nuestra vida es normal”.
Comieron en silencio por unos momentos.
“Nunca me dices nada”, dijo Riley.
“Tú tampoco”.
Eso detuvo cualquier esperanza de que conversaran de una vez por todas.
Eso es justo, Riley pensó amargamente. Es más cierto de lo que incluso sabía April. Riley nunca le había hablado de su trabajo, de sus casos; nunca le había hablado sobre su cautiverio o su tiempo en el hospital, o por qué ahora estaba “de