Agente Cero . Джек Марс

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Agente Cero  - Джек Марс La Serie de Suspenso De Espías del Agente Cero

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Un momento, por favor”, Yuri agitó un dedo a sus musculosos escoltas. Uno de ellos forzó los brazos de Reid a sus costados, mientras que el otro lo revisó. Primero él encontró la Beretta, metida en la parte trasera de sus jeans. Luego hurgó en los bolsillos de Reid con dos dedos, sacó el fajo de euros y el teléfono desechable, y le entregó los tres a Yuri.

      “Esto te lo puedes quedar”, el Serbio le devolvió el dinero. “Estos, sin embargo, nos aferraremos a ellos. Seguridad. Tú entiendes”. Yuri metió el celular y la pistola en el bolsillo interior de su chaqueta de gamuza, y por un breve momento, Reid vió la empuñadura marrón de una pistola.

      “Entiendo”, dijo Reid. Ahora estaba desarmado y sin ninguna forma de pedir ayuda si lo necesitaba. Debería correr, él pensó. Sólo comienza a correr y no mires atrás…

      Uno de los matones forzó su cabeza baja y la empujó hacia adelante, dentro de la parte trasera del todoterreno. Ambos entraron luego de él y Yuri los siguió, tirando la puerta detrás de él. Se sentó junto a Reid, mientras que los matones encorvados, casi hombro con hombro, se sentaron en un asiento orientado hacia atrás opuesto a ellos, justo detrás del conductor. Una partición de color oscuro los separaba del asiento delantero del auto.

      Uno del par tocó la partición del conductor con dos nudillos. “Otets”, dijo bruscamente.

      Un pesado y revelador clic cerró las puertas traseras, y con ello llegó la compresión de que lo Reid había hecho. Se había metido en un carro con tres hombres armados sin idea a donde iba y con muy poca idea de quién se suponía que era. Engañar a Yuri no había sido del todo difícil, pero ahora estaba siendo llevado a algún jefe… ¿acaso ellos sabían que él no era quién decía que era? Luchó contra el impulso de saltar hacia adelante, abrir la puerta y salir del auto. No había escape de esto, al menos no por el momento; tendría que esperar hasta que llegaran a su destino y esperar que pudiera salir en una pieza.

      El todoterreno rodó hacia adelante por las calles de París.

      CAPÍTULO SEIS

      Yuri, quién había sido muy hablador y animado en el bar Francés, estuvo inusualmente silencioso durante el paseo en automóvil. Abrió un compartimiento junto a su asiento y sacó un libro muy gastado con una tapa desgarrada — El Príncipe Maquiavelo. El profesor en Reid quería burlarse en voz alta.

      Ambos matones se sentaron silenciosamente en frente de él, con los ojos dirigidos hacia adelante como si trataran de mirar agujeros a través de Reid. Él rápidamente memorizó sus características: El hombre en su izquierda era calvo, blanco, con un oscuro bigote de manubrio y ojos pequeños y brillantes. Tenía una TEC-9 debajo de su hombro y una Glock 27 metida en una funda de tobillo. Una cicatriz pálida dentada sobre su pestaña izquierda sugería un mal trabajo de parche (no del todo diferente de lo que Reid tenía que hacer una vez que su intervención de súper pegamento se curara). No podía sabe la nacionalidad del hombre.

      El segundo matón era unos tonos más oscuro, con una barba descuidada, llena y una considerable panza. Su hombro izquierdo parecía estar ligeramente hundido, como si estuviese favoreciendo su cadera opuesta. Él también tenía una pistola automática medida en un brazo, pero ninguna otra arma que Reid pudiera notar.

      El pudo, sin embargo, ver la marca en su cuello. La piel de ahí estaba arrugada y rosada, levantada ligeramente por ser quemada. Era la misma marca que había visto en el bruto Árabe en el sótano de París. Un glifo de algún tipo, estaba seguro, pero ninguno que reconociera. El hombre con el mostacho no parecía tener una, aunque su cuello estaba oculto mayormente por su camisa.

      Yuri no tenía una marca tampoco — al menos no una que Reid pudiera ver. El cuello de la chaqueta de gamuza del Serbio surcaba alto. Podría ser un símbolo de estatus, pensó. Algo que debía ser ganado.

      El conductor guió el vehículo a la A4, dejando atrás París y dirigiéndose al noreste hacia Reims. Las ventanas teñidas hicieron la noche toda más oscura; una vez dejaron la Ciudad de las Luces, a Reid le resultó difícil distinguir puntos de referencia. Tenía que confiar en los letreros y señales para saber a dónde se estaban dirigiendo. El paisaje cambio lentamente de un brillo urbano local a una topografía vaga y buhólica, la carretera con una pendiente suave, con la disposición de la tierra y las granjas que se extendían en ambos lados.

      Después de una hora de manejo en completo silencio, Reid aclaró su garganta. “¿Está mucho más lejos?” preguntó.

      Yuri puso un dedo en sus labios y luego sonrió. “Oui”.

      Las fosas nasales de Reid se ensancharon, pero no dijo nada más. Él debió preguntar qué tan lejos lo llevarían; por todo lo que sabía, iban claramente a Bélgica.

      La ruta A4 se volvió A334, que a su vez se convirtió en A304 mientras subían cada vez más al norte. Los arboles que marcaban el campo pastoral se hacían más gruesos y cercanos, abetos anchos como paraguas que tragaban las tierras de cultivo abiertas y se convertían en bosques indistinguibles. La inclinación del camino incrementó a medida que las colinas inclinadas se convirtieron en pequeñas montañas.

      Él conocía este lugar. Mejor dicho, conocía la región y no por ninguna visión destellante o memoria implantada. Nunca había estado aquí, pero lo sabía por sus estudios que había llegado a las Ardenas, un estrecho montañoso boscoso compartido entre el noreste de Francia, el sur de Bélgica y el noreste de Luxemburgo. Fue en las Ardenas donde el ejército Alemán, en 1944, trató de lanzar sus divisiones armadas a través de la región densamente forestada en un intento de capturar la ciudad de Amberes. Fueron frustrados por fuerzas Estadounidenses y Británicas cerca del río Mosa. El conflicto que siguió fue apodado la Batalla del Bulge, y fue la última gran ofensiva de los Alemanes en la Segunda Guerra Mundial.

      Por alguna razón, a pesar de lo grave que era o podría llegar a ser su situación, él encontró algo de consuelo pensando sobre la historia, su vida anterior, y sus estudiantes. Pero luego sus pensamientos transitaron de nuevo a sus niñas solas y asustadas sin tener ninguna idea de dónde estaba o en qué se había metido.

      Bastante seguro, Reid pronto vio una señal que advirtió el acercamiento a la frontera. Belgique, se lee en el letrero, y debajo de eso, Belgien, België, Belgium. A menos de dos millas más tarde, el todoterreno redujo la velocidad hasta detenerse en un pequeño puesto con un toldo de concreto en lo alto. Un hombre en un saco grueso y una gorra tejida de lana miró hacia el vehículo. La seguridad fronteriza entre Francia y Bélgica estaba muy lejos de lo que la mayoría de los Estadounidenses estaban acostumbrados. El conductor bajó la ventana y le habló al hombre, pero las palabras fueron silenciadas por la partición cerrada y las ventanas. Reid echó un vistazo a través del tinte y vio que el brazo del conductor se extendía, pasándole algo al oficial fronterizo — un billete. Un soborno.

      El hombre con el gorro les hizo señas.

      A solo unas pocas millas por la N5, el todoterreno salió de la carretera y entró a un camino estrecho paralelo a la vía principal. No había señal de salida y la carretera estaba apenas pavimentada; era un camino de acceso, probablemente uno creado para vehículos madereros. El coche empujó sobre los surcos profundos de tierra. Los dos matones chocaron uno contra otro en frente de Reid, pero todavía continuaban mirando fijamente hacía él.

      Comprobó el reloj barato que había comprado en la farmacia. Habían estado viajando por dos horas y cuarenta y seis minutos. La noche anterior había estado en los Estados Unidos, luego se despertó en París, y ahora estaba en Bélgica. Relájate, su subconsciente lo persuadió. En ningún lugar que no hayas estado antes. Sólo presta

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