El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez

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El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos - Margarita  Rodríguez

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una conspiración (Guerrero Bueno, 1994, p. 19).

      Si bien la experiencia traumática de acorralamiento a la que fue sometida la élite de Lima se produjo durante la administración de Bernardo de Torre Tagle, su «ofensiva y cruel ejecución» se atribuyó exclusivamente a Bernardo de Monteagudo (Hall, 1971, p. 263). Fue la persecución sistemática que el mencionado ministro promovió y encabezó la que, de acuerdo al consenso, provocó el éxodo masivo de peninsulares, que retornaron a España directamente o haciendo escalas, pagando altas cifras por sus pasaportes, o se acantonaron en busca de resguardo en los Castillos del Callao o la fortaleza del Real Felipe (Anna, 1979; 1972, p. 660). En este sentido, es posible observar que con el objetivo de extremar la política antipeninsular se desestimaron, en primer lugar, los lazos de parentesco que habían establecido numerosos españoles en el virreinato peruano y, en segundo lugar, el hecho de que muchos de ellos habían llegado en su temprana juventud al Perú, al cual consideraban su país adoptivo. Como observaba Mathison: «Allí se habían casado, habían levantado familias con niños, habían establecido amistades y adquirido propiedad...» (Mathison, 1971, p. 307).

      2. Política del Protectorado frente a los peninsulares

      No obstante, para el momento de su expatriación, tanto los funcionarios reales como los comerciantes, mineros y hacendados peninsulares habían visto decaer su economía y deteriorarse sus propiedades. Inclusive aquellos que poseían alguna propiedad remanente «imaginaron que era prudente vivir como si no poseyeran ninguna...» (Mathison, 1971, p. 294). Esta actitud respondía al impacto que alcanzó el decreto de fines de 1821 en el cual se disponía la confiscación de la mitad de los bienes de los peninsulares, medida que luego se hizo extensiva a la totalidad de sus propiedades. Para julio de 1822, la ruina de los españoles era, de acuerdo a Basil Hall, casi completa y, como señalaba el londinense Alexander Caldcleugh, «los españoles son ahora casi todos criollos, pues los chapetones (nacidos en España) han salido del país en su mayoría». El mismo Caldcleugh —quien con antelación había estado en Río de Janeiro, Buenos Aires y Chile— se refería al Perú, en 1821, como un país «en estado deplorable: la agricultura, que es la verdadera riqueza del país, está enteramente destruida, las minas dejadas de mano, la nación sin capital y la gente que está a la cabeza, sin talento para gobernar y sin influencia para ejercer control» (Caldcleugh, 1971, p. 195). Adicionalmente, el erario público daba señales de haber tocado fondo, y la escasez de moneda se hacía cada vez más evidente (Flores Galindo, 1984, p. 215).

      Dos caminos les quedaban a los peninsulares que querían permanecer en el Perú: el primero era naturalizarse peruanos; el segundo, contraer matrimonio con mujeres locales (O’Phelan Godoy, 2001, p. 385). Con este fin, las cartas de naturalización se comenzaron a otorgar sostenidamente entre octubre y noviembre de 1821. Entre los primeros en optar por la nacionalidad peruana estuvieron don Isidro Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, casado, natural de Oñate en las provincias vascongadas; y don José de Boqui, viudo, natural de Parma. Ambos obtuvieron la carta de naturalización el 4 de octubre. Diariamente, durante el último tercio de mes de octubre y, con menor intensidad en noviembre, entre tres y ocho peninsulares —o extranjeros en general— optaron por la nacionalidad peruana. Entre ellos habían vascos (como Vicente Algorta, Francisco Xavier de Iscue, Manuel de los Heros, Manuel Antoniano), catalanes (como Pasqual Roig, Felis Batlle, Felix de la Roza), navarros (como Miguel Antonio y Pedro Antonio de Vértiz, Joaquín Asín), gallegos (como Bernardo Dovalo, Francisco Moreira, Manuel Iturralde, Nicolás Baullosa), andaluces (como José de Sologuren, José Feit) y genoveses (como Antonio Dañino, Esteban Guilfo)77. Por ejemplo, en noviembre de 1821, don Juan Francisco Clarich, español, soltero, vecino de Lima, solicitó ser tenido como natural del Perú, «y juró sostener con su vida, honor y propiedad su independencia de toda dominación extranjera»78. Hubo incluso militares peninsulares que se acogieron a la carta de naturaleza, como es el caso del teniente letrado don Francisco Pezero, quien pertenecía al cuerpo de inválidos del ejército realista79. De acuerdo a Pruvonena, «los españoles naturalizados no debían ser considerados como tales españoles y si como peruanos, por haberse ya separado, en virtud de su juramento, de la dominación de España» (Pruvonena, 1858, I, p. 55). También se nacionalizaron algunos ingleses como Roberto Parquez quien, como comprobamos, incluso tradujo su nombre, que debió ser originalmente Robert Parker. Italianos de Roma como Felis Devoti, y otros que no precisaron su ciudad de origen, como Pedro José Payeri o Alejandro Agustín Acusiosi, también apelaron a la nacionalidad peruana80.

      Es interesante constatar que si bien en enero de 1822 se expidió el decreto de que todo español soltero que no hubiese adquirido la nacionalidad peruana debía abandonar el Perú en término perentorio (Guerrero Bueno, 1994, p. 19; Anna, 1979, pp. 183-184), la parroquia del Sagrario de la Catedral de Lima solo registró doce matrimonios de extranjeros ese año. Esto en contraste con los veinte enlaces matrimoniales que se formalizaron un año antes, en 1821. Así, de los doce extranjeros que se casaron en 1822, seis eran peninsulares, tres ingleses, uno norteamericano, uno portugués y uno genovés. Entre los peninsulares se encontraba el prominente comerciante navarro don Martín de Osambela, quien desposó, el 14 de enero, a doña Ana Ureta y Bermudes81. Los ingleses que se acogieron a la medida, tomando como esposas a mujeres locales, fueron Julian Jervig, Tomás Gill y Juan Roch82. Vale señalar que tanto Martín de Osambela como el antes mencionado Isidro Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, eran importantes comerciantes peninsulares de ultramar con solventes empresas que acreditan su prestigio social; su porfía por quedarse en el Perú es una demostración de que sus intereses económicos y familiares estaban enraizados en su país adoptivo y que, a pesar del cambio de gobierno, estaban dispuestos a tomar medidas con el fin de permanecer en territorio peruano.

      En 1821, el año de la declaración de la independencia, de los veinte matrimonios registrados, diecinueve correspondieron a peninsulares y solo uno a un italiano nativo de Milán. De los peninsulares que decidieron contraer matrimonio, tres eran originarios de Cádiz, el principal puerto comercial de la metrópoli, y tres declararon ser naturales de Sevilla, ciudad vecina al puerto gaditano. Entre estos últimos estuvo don Bartolomé de Salamanca, ex intendente de Arequipa e intendente interino de Lima, quien se casó el 15 de agosto con doña Petronila O’Phelan y Recavarren, arequipeña, hija de padre irlandés83. Para 1823 la parroquia del Sagrario registró siete matrimonios de extranjeros, número que descendió en 1824 a cuatro. En la mayoría de los casos, las mujeres que se tomaron preferentemente como esposas, fueron naturales de Lima. Aquellas que no habían nacido en la capital procedían de provincias o poblados del interior del Perú, como Cajamarca, Hualgayoc, Arequipa, Pasco y Huancayo84. Es decir, ciudades relacionadas a la producción minera y sus circuitos comerciales.

      Sin embargo, a pesar de haber optado por la nacionalización o por el matrimonio, para muchos peninsulares la situación seguía siendo incierta, como lo evidenció a su paso por Lima Basil Hall. Así, el viajero escocés observó que los peninsulares residentes en la capital estaban «tristemente perplejos» ante los sucesos políticos. De acuerdo a su parecer, «si se manifestaban contrarios a la opinión de San Martín, sus personas estaban sujetas a confiscación, si accedían a sus condiciones se convertían en culpables ante su propio gobierno, que era posible volviese a visitarlos con igual venganza... muchos dudaron de la sinceridad de San Martín; muchos de su poder para cumplir sus promesas» (Hall, 1971, p. 240). Por ejemplo, es interesante el caso de doña Isabel de los Ríos, que trae a colación Pruvonena. A pesar de ser ella criolla y de que su esposo, el peninsular don Pedro Manuel de Bazo, con cincuenta años de residencia en Lima, se naturalizó peruano el 14 de noviembre de 1821, esto no impidió que sus propiedades les fueran confiscadas (Pruvonena, 1858, p. 57). En este sentido se hace difícil compartir el criterio de que debido a la derrota política y a la ruina económica a la aristocracia no le quedó otra alternativa que huir (Flores Galindo, 1984, p. 215). En todo caso, la impresión que se obtiene a través de los testimonios es que a muchos peninsulares prácticamente se les forzó a emigrar, muy en contra de sus propias intenciones e intereses (O’Phelan Godoy, 2001, p. 387).

      En el recuento de Pruvonena sobre los acontecimientos de 1821 se afirma que uno de los primeros afectados por la expropiación de bienes fue don Francisco

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