El ocaso del antiguo régimen en los imperios ibéricos. Margarita Rodríguez
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Lo que no se puede negar es que la expulsión masiva de peninsulares y criollos adictos a la Corona creó serios desajustes a nivel de la administración burocrática, la operatividad de la Iglesia, y el comercio y abasto de la ciudad de Lima (Hall, 1971, p. 240). Esto a pesar de que se seguían introduciendo productos a través de los buques mercantes, aunque la afluencia de los mismos y el volumen de la carga que transportaban debió reducirse ostensiblemente. Además, a partir de 1820 se observó un incremento en el precio de algunos productos de consumo básico, como el azúcar (Haitin, 1983, pp. 153-154). En diciembre de 1821, por ejemplo, en el puerto del Callao se registró la llegada de embarcaciones procedentes de Guayaquil, conduciendo vinos, cacao, arroz, sombreros y madera85. El mismo mes arribaron desde Pisco cargamentos de aguardiente, mientras que desde Valparaíso ingresaron envíos de trigos y harinas, y procedentes de Huacho entraron tabaco y sal, todo a cuenta del Estado86. Pero las condiciones habían cambiado, y no es extremo afirmar que la élite —o su remanente— ya daba indicios de atravesar por un proceso de descomposición, y el Perú por un dislocamiento político y económico.
3. Río de Janeiro, una escala estratégica para los peninsulares desterrados
Si bien se ha señalado que los emigrados que salieron del Perú en el contexto de la Independencia tomaron las rutas de Guayaquil, hacia el norte, y Valparaíso, hacia el sur, un punto de llegada que no aparece necesariamente en los registros, pero que fue receptor de numerosos peninsulares que abandonaron el territorio peruano, fue la ciudad de Río de Janeiro, en el imperio de Brasil. La travesía desde Lima parece haber demorado alrededor de tres meses, entre las posibles escalas y el mal tiempo87. Es interesante constatar, por ejemplo, que entre los primeros emigrados que salieron del Perú y arribaron a las costas fluminenses estuvo nada menos que el mismísimo virrey depuesto, don Joaquín de la Pezuela, quien llegó el 20 de agosto de 1821 a bordo de la corveta inglesa «Braun», acompañado de sus edecanes: el coronel Alejandro González Villalobos, y el marqués de Ceres, don José de Peralta y Astraudí, noble titulado natural de Galicia, aunque de familia arequipeña. Su esposa, la limeña Isabel Panizo y Remírez de Laredo, se embarcó, por su lado, en la fragata norteamericana «Constitution», para darle el encuentro a su marido en Río de Janeiro (Hall, 1971, p. 226; Rizo Patrón Boylan, 2001, p. 413). Pezuela permaneció en Río de Janeiro varios meses, esperando que le llegaran, desde Lima, su equipaje y sus papeles personales. Finalmente, luego de cuatro meses de estancia en tierras fluminenses, se embarcó el 12 de diciembre de 1821 en una nave inglesa con rumbo a Plymouth, donde arribó el 9 de febrero de 1822. Solo dos días después de su llegada continuó viaje a Lisboa, donde permaneció un par de meses hasta que se dirigió finalmente a Madrid, donde llegó el 20 de mayo de 1822 (Marks, 2007, p. 336). Es decir, la travesía, con escalas, le tomó algo más de cinco meses.
En el artículo de Jesús Ruíz Gordejuela Urquijo (Gordejuela Urquijo, 2006)88, sobre la salida de la élite virreinal del Perú durante la Independencia, se presenta un cuadro que menciona el nombre de varios funcionarios que abandonaron el virreinato, señalándose el lugar de exilio de los mismos, mas no la ruta que siguieron para, en su gran mayoría, regresar eventualmente a España. Así, de dieciocho funcionarios que registra el estudio de Ruiz Gordejuela, es posible comprobar que cinco de ellos siguieron la ruta de Río de Janeiro, adonde llegaron en 1822 (no en 1820 como consigna el autor); y, además, desde la capital brasilera, y a través del Consulado de España, a cargo de Antonio Luis Pereira, redactaron sendos informes acerca de la situación por la que estaba atravesando el Perú, ahora en manos de San Martín y su ministro Monteagudo.
Algunos de los funcionarios reales que hicieron escala en Río de Janeiro para luego continuar viaje hacia Lisboa, teniendo como destino final Madrid, fueron los siguientes (Gordejuela Urquijo, 2006, p. 465):
1. Manuel Genaro de Villota, regente de la Audiencia de Charcas y oidor de la de Lima.
2. Juan Bazo Berry, oidor de la Audiencia de Lima.
3. El conde (consorte) de Valle-Hermoso y Casa Palma y marqués de Casa Xara, don Manuel Plácido Berriozábal y Beitia, oidor de las Audiencias de Charcas y Cuzco y alcalde del crimen de Lima.
4. Diego Miguel Bravo de Rivero, marqués de Castelbravo de Rivero, oidor de la Audiencia de Lima.
5. Además de don Manuel José Pardo Rivadeneyra y González, regente de la Audiencia del Cusco.
A estas autoridades que identifica el trabajo de Ruiz Gordejuela habría que agregar la presencia de don José Pareja y Cortés, fiscal de la Audiencia de Lima y dueño de una extensa hacienda y próspera mantequería en la capital (Anna, 1979, p. 37), de don José Ruybal y de don Luis de la Torre y Urrutia, que aparecen en la lista de exiliados registrados en el Consulado de España en Río de Janeiro89. Para todos ellos, como señalamos, Río de Janeiro les significó un lugar de paso, en su afán por observar, desde cierta cercanía, la correlación de fuerzas que se daba en el Perú, albergando todos ellos la esperanza de que, si la suerte cambiaba a favor de los realistas, podrían volver a asumir los cargos políticos que habían estado ejerciendo hasta antes de la Independencia. Así, don Juan de Bazo y Berry, el exiliado oidor de la Audiencia de Lima, además de enfatizar el «estado infeliz» en que había llegado a Río de Janeiro, solicitaba auxilio para «continuar viaje o regresar a Lima, si es reconquistada»90. Bazo y Berry también agregó que él y sus compañeros de travesía «eligieron el partido de abandonar nuestros destinos y sufrir toda clases de incomodidades, antes que faltar a nuestro honor y a la fidelidad tan debida a nuestro soberano».
Pero no fueron solo funcionarios reales los que llegaron a Río de Janeiro. El arzobispo de Lima, don Bartolomé María de las Heras, también hizo su arribo al Brasil, acompañado de dos capellanes, para luego de una breve estancia, continuar viaje a Lisboa. Ya establecido en la capital lusitana, se le proporcionó alojamiento en el monasterio de los Benedictinos, poniéndose en evidencia que el arzobispo contaba escasamente con los medios necesarios para poder trasladarse a Madrid, como era su deseo. Don Bartolomé María de las Heras, nacido en Carmona, Sevilla, era caballero de la Gran Cruz de la real y distinguida orden de Carlos III y de la orden americana de Isabel la Católica; asimismo formaba parte del Consejo de su Majestad como su capellán de honor. En el Perú había servido en 1787 el obispado de Huamanga, y el 14 de diciembre de 1789 fue nombrado para servir la sede del Cusco, de la cual se retiró el 24 de setiembre de 1806 para tomar bajo su cargo la sede de Lima metropolitana. En dicho puesto se encontraba al entrar en la capital San Martín y el Ejército Libertador en julio de 1821: de las Heras abandonaría la capital peruana un par de meses después, en calidad de emigrado.
De acuerdo a un documento oficial sobre la situación política de Lima, fechado en Río de Janeiro el 26 de diciembre de 1821, para esas fechas el señor arzobispo había arribado al Brasil, habiéndole tomado la travesía desde Lima 42 días de navegación. Adicionalmente, se consigna que San Martín había despojado a de las Heras de 30 000 pesos que este tenía depositados en el Consulado de Lima y que, después de muchas súplicas, el Protector le había entregado 8000 pesos para sus gastos de viaje, «ordenándole que no volviese más a Lima». Se agrega que el Arzobispo estaba preparándose para salir hacia su destierro, cuando se presentó en su vivienda «el mulato vil ministro de Estado Monteagudo» y le dijo que tenía que abandonar el Perú en veinticuatro