Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes

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Páginas escogidas - Armando Palacio  Valdes

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Si te movieses ahora me harías mucho daño...

      La gran mancha de plata se extendía cada vez más por el ámbito del Océano, pero empezaba a palidecer. El sol caminaba velozmente hacia el horizonte con serenidad majestuosa, sin una nube que lo escoltara, anegado en un vapor de oro y grana que se filtraba hasta perderse enteramente en el azul claro del firmamento. La peña donde se hallaban extendía también su sombra sobre el agua, cuyo verde oscuro se iba trocando poco a poco en negro. Los rugidos de las olas se amortiguaban y la brisa soplaba dulcemente como el hálito perezoso del que se prepara a dormir. Un silencio augusto y conmovedor empezaba a elevarse del seno de las aguas. En las cavernas de la roca Marta dejó de percibir el grito acongojado que la asustara, y los truenos y ronquidos se habían ido cambiando lentamente en un glu glu suave y lánguido.

      —¿No te duermes?—volvió a preguntar Ricardo.

      —Ya te he dicho que no quiero dormirme... ¡Me encuentro tan bien despierta!... El que duerme no padece, pero tampoco goza... Sólo es bueno dormir cuando se sueñan cosas lindas, y yo no las sueño casi nunca... Ahora me parece que estoy durmiendo y soñando... ¡Te veo de un modo tan raro!... Estoy viendo el cielo debajo y el mar encima. Tu cabeza está bañada por un vapor azul... Cuando la mueves parece que oscila la bóveda que nos cubre; cuando hablas, tu voz parece que sale de lo profundo del mar... ¡No cierres los ojos, por Dios, que me haces sufrir!... Se me figura que estás muerto, y que me has dejado aquí sola. ¿No ves los míos qué abiertos están? Nunca tuve menos deseos de dormir que ahora. Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos?

      Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que el agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos de Martita, cuando volvió el rostro hacia ella, brillaba con fuego malicioso y singular.

      —Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.

      —Espera un poquito... tengo que decirte una cosa... Te la voy a decir muy bajo para que no se entere nadie... nadie más que tú... Ricardo, me alegraría que el mar subiese ahora de pronto y nos sepultase para siempre... Así estaríamos eternamente en el fondo del agua, tú sentado y yo apoyada en tu regazo con los ojos abiertos... Entonces sí, me dormiría a ratos y tú velarías mi sueño, ¿no es verdad? Las olas pasarían sobre nuestra cabeza y nos vendrían a contar lo que sucedía en el mundo... Esos peces blancos y azules que los marineros pescan con los anzuelos vendrían silenciosamente a visitarnos y nos permitirían pasar la mano por sus escamas de plata... Las algas se enredarían a nuestros pies formando cojines blandos, y cuando el sol saliera le veríamos al través del cristal del agua más grande y más hermoso, filtrando sus rayos de mil colores por ella y deslumbrándonos con su esplendor... Dí, ¿no te gusta?

      —Calla, Martita; estás delirando... Vámonos, que el agua sube.

      —Espera un momento... Hace una hora que estamos aquí y el viento no ha conseguido enfriarme las mejillas... tengo cada vez más calor en ellas. No importa... me encuentro bien... ¿Quieres hacerme un favor?... Sóplame en la cara a ver si me pasa esta sofocación... ¡Así, así!... ¡Qué amable eres!... Por algo dice todo el mundo que eres muy simpático... Tienes el genio un poco vivo... Oye; necesito pedirte perdón.

      —¿De qué?

      —De un susto que te he dado el otro día. ¿Te acuerdas cuando hicimos juntos un ramo de flores en el jardín?... Después quisiste hacerme una caricia y fuí tan necia que lo llevé a mal y me eché a llorar... ¡Qué sorpresa y qué disgusto habrás tenido!... Confieso que soy una tonta y que no merezco que nadie me quiera... Sin embargo, bien puedes creerme que no estaba enfadada contigo... Lloré de sentimiento... sin saber por qué... ¡Qué motivo tenía yo para llorar! Tú no querías hacerme ningún daño... no querías más que besarme las manos, ¿verdad?

      —Nada más, hermosa.

      —Pues yo tengo mucho gusto en que las beses, Ricardo... Tómalas...

      La niña extendió hacia arriba sus lindas manos que se agitaron en el aire alegres y cándidas como dos palomitas recién salidas del nido. Ricardo las besó con efusión repetidas veces.

      —No basta eso—prosiguió la niña riendo.—Antes me besabas en la cara siempre que me encontrabas o te despedías... ¿Por qué has dejado de hacerlo? ¿Me tienes miedo?... Yo no soy una mujer... soy una niña todavía... Hasta que me ponga de largo tienes derecho a besarme... Después ya será otra cosa... Anda, dame un beso en la frente...

      —Ahora dame uno en cada mejilla... Aún sigue el calor ¿no es cierto?... Ahora quiero que beses las trenzas de mi pelo... Aguarda... déjame sacarlas que estoy acostada sobre ellas... A ti no te gusta el cabello negro... ya lo sé... pero eres muy amable y lo besarás por darme gusto...

      Ricardo iba besando tiernamente los sitios que le señalaba. Al fin se detuvo y se puso a jugar con las trenzas negras, azotando con ellas suavemente el rostro de la niña. En los ojos de ésta seguía luciendo el mismo fuego malicioso. Sintióse levemente turbado y trató de fijar los suyos en el mar, pero ella le dijo sonriendo:

      —Si no te enfadases te pediría otro aquí—y señaló a sus labios rojos y húmedos.

      El rostro del joven marqués se tiñó de carmín. Quedó un instante inmóvil, y bajando al fin la cabeza unió sus labios a los de la niña con prolongado beso.

      Un fuerte soplo de viento había despertado el Océano cuando se preparaba a dormir: agitóse un instante en su inmenso lecho de arena, cual si cambiase de postura, y dejó escapar un sordo murmullo de disgusto. Las olas tornaron a rodar a lo lejos hinchadas y azules: las de la playa clamaron de nuevo con extrañas voces. Apagáronse las luces que ardían en sus crestas y se desvaneció la esplendorosa ebullición de los tesoros submarinos. La mancha de plata iba adquiriendo los tristes reflejos del acero bruñido.

      Cuando Ricardo separó sus labios de los de la niña, lo primero que hizo fué pasear una mirada inquieta por los contornos de la peña. Estaban ya cercados por el agua. Levantóse bruscamente y sin decir nada cogió a Marta entre sus brazos con la misma facilidad que si fuese una cervatilla, y dando un prodigioso salto cayó de bruces sobre la peña vecina, lastimándose un poco en una mano. Marta quedó ilesa y contempló la herida del joven: después, sacando su fino pañuelo de batista, lo ató silenciosamente sobre ella y echó a andar con paso rápido. Ricardo la siguió. Los dos marchaban callados. La distancia que los separaba se fué haciendo cada vez mayor, porque Marta ya no andaba, corría. El joven marqués sentía vago malestar y una turbación extraña que le impedían apretar el paso. Estaba enojado consigo mismo. Cuando entraron en el agujero del túnel que conducía al bosquecillo de pinos, perdió enteramente de vista a su amiga y hasta dejó de escuchar el ruido de sus botitas por el suelo. Al hallarse en medio de la cueva sumido en las tinieblas, creyó oir muy confusamente el eco de un sollozo y sintió aún más oprimido su corazón. Después de salir a la luz, empezó a encontrarse mejor.

      Cuando llegaron a la casa supieron que se habían expedido ya varios criados a buscarlos, pues hacía rato que todo estaba dispuesto para el regreso. La tarde avanzaba y no era muy del gusto de las señoras que las sorprendiese la noche en el mar. Recibiéronlos, pues, con muestras de satisfacción, y todo el mundo se apresuró a acomodarse nuevamente en las falúas, que con el oleaje no estaban quietas un instante, como los caballos enjaezados, esperando al jinete al pie de la cuadra.

      Izáronse las velas y dando largas bordadas para aprovechar el viento, hicieron rumbo hacia El Moral. Marta, al entrar en la lancha, había perdido los vivos colores de las mejillas.

      El sol se acercaba cada vez con más prisa al horizonte.

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