Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes

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Páginas escogidas - Armando Palacio  Valdes

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confusión fué muy grande en el primer instante. Ricardo y uno de los marineros se habían echado al agua y nadaban vigorosamente para salvar la corta distancia que la falúa había recorrido antes de que se diera el grito de alarma. Ricardo, que iba delante, se sumergió, y a los pocos segundos tornó a aparecer con la niña entre los brazos. La falúa ya estaba cerca de ellos, y pudo coger la beta que le echaban, y en seguida el carel de la lancha, viéndose suspendido por una porción de brazos que los metieron dentro. D. Mariano, en los pocos momentos que esto duró, forcejeaba con D. Máximo y otras personas, pugnando por arrojarse al agua. Cuando vió a su hija en la embarcación faltó poco para que la ahogase contra su pecho.

      Martita se había desmayado. Varias señoras se apresuraron a desatarle el corsé y a sacudirla fuertemente para que soltase el agua que había tragado. Después la extendieron en uno de los asientos de popa, y Ricardo, tomando un frasco de éter que D. Máximo había traído, se lo aplicó a la nariz. No tardó en abrir los ojos, y al ver el demudado semblante del joven inclinado sobre ella sonrió dulcemente, y le dijo de modo que nadie lo oyó más que él:

      —Gracias, señor marqués... ¡No se estaba tan mal allá abajo!

      Así que llegaron a El Moral se enjugaron en casa de unos amigos, que allí estaban tomando baños, y se echaron encima la primer ropa que les dieron. Después emprendieron de nuevo la marcha y tocaron en el muelle con una hora de noche, cuando ya las respectivas familias empezaban a inquietarse por su tardanza.

       Índice

      EL pueblecito costero que sirve de escenario a esta novela fué para mí un paraíso en los años juveniles. Allí gocé como en ninguna otra parte de los encantos de la mar que era mi pasión en aquella época. Nunca me sentí más feliz que entonces. Aquellos bravos y sencillos pescadores me acogieron con tanta cordialidad que despertaron en mí el deseo de compartir su vida y sus trabajos.

      Durante un verano no fuí más que un pescador. Me levantaba del lecho antes de la aurora como ellos, me vestía con la clásica blusa y la boina y me lanzaba a la mar en uno de sus barquichuelos cuyos nombres y propiedades conocía como si fuesen seres vivientes.

      Horas de dicha aquéllas que viví surcando la mar con los aparejos tendidos para anzolar el bonito y la caballa o soltando la red para aprisionar la sardina. Cuando el viento encalmaba nos recostábamos sobre los bancos y yo escuchaba con deleite su inocente plática. Allí conocí a José, a Gaspar, a Bernardo: todos fueron mis amigos y nunca los he tenido después en la vida más afectuosos. Al apretarme la mano cuando me separé de ellos vi sus ojos entristecidos. Uno me dijo: “¡Qué lástima, D. Armando, hubiera usted sido un buen marinero!”

      Tenía razón. Yo hubiera sido un buen marinero y también un buen aldeano. Todo menos un buen diplomático.

      Al publicarse esta novela no sé quién la hizo llegar a sus manos. Viéndose retratados se sintieron contentos y orgullosos. Llevaban mi libro a la mar y allí tendidos sobre los paneles en las horas de calma uno leía en voz alta y los otros escuchaban.

      Y después venían los interminables comentarios. Todo lo querían descifrar:—“Este es Fulano, esta doña Zutana.—Yo fuí quien puse la piedra en el anzuelo para engañarte.—A ti fué a quien tiró el golpe de mar cuando fuíste a desarbolar del medio...”

      Muchos años han transcurrido desde entonces. En medio de las miserias y resquemores de la vida cortesana mi pensamiento ha volado más de cien veces hacia aquellos nobles y valerosos amigos y he comprendido por qué nuestro buen Jesús ha buscado sus discípulos más amados entre humildes pescadores.

       Índice

      Don Fernando, segundón de la casa de Meira, nunca fué rico. Ultimamente había llegado a la indigencia. Sus ínfulas aristocráticas no por eso disminuían. Cuanto más pobre más orgulloso se hallaba de su prosapia. Era una manía, casi una locura. En el pueblecillo de Rodillero se le miraba por los pescadores con una mezcla de respeto, de compasión y de burla. Uno de estos pescadores, José, tenía relaciones amorosas con Elisa hija de la señá Isabel, fabricante de escabeche. José era pobre. La señá Isabel se oponía furiosamente a estos amores. Don Fernando, con orgullo quijotesco, los protegía. Acosado por el hambre, el desgraciado hidalgo se había visto precisado a vender lo último que le quedaba, su viejo y desmantelado palaciote. Con generosidad caballeresca ofreció una parte de la exigua cantidad que por él le habían dado a José para que comprando una lancha pudiera casarse.

      POCOS días después, don Fernando de Meira se personó en casa de José, muy temprano, cuando éste aún no había salido a la mar.

      —José, necesito hablar contigo a solas. Ven a dar una vuelta conmigo.

      El marinero pensó que llegaba en demanda de socorro, aunque hasta entonces jamás se lo había pedido directamente. Cuando el hambre más le apuraba, solía llegarse a él, diciendo:

      —José, a Sinforosa se le ha concluído el pan, y no quisiera tomárselo a la otra panadera... Si me hicieses el favor de prestarme una hogaza...

      Mas para que a esto llegase, era necesario que el caballero estuviese muy apurado. De otra suerte, ni directa ni indirectamente se humillaba a pedir nada. No obstante, José lo pensó así, porque no era fácil pensar otra cosa. Y tomando el puñado de cuartos que tenía y metiéndolos en el bolsillo, se echó a la calle en compañía del anciano.

      Guióle don Fernando fuera del pueblo. Cuando estuvieron a alguna distancia, cerca ya de la gran playa de arena, rompió el silencio diciendo:

      —Vamos a ver, José, tú debes de andar algo apuradico de dinero, ¿verdad?

      José pensó que se confirmaba lo que había imaginado; pero le sorprendió un poco el tono de protección con que el hidalgo le hacía aquella pregunta.

      —Ps..., así, así, don Fernando. No estoy muy sobrado...; pero, en fin, mientras uno es joven y puede trabajar, no suele faltar un pedazo de pan.

      —Un pedazo de pan es poco... No sólo de pan vive el hombre—manifestó el señor de Meira sentenciosamente. Y después de caminar algunos instantes en silencio, se detuvo repentinamente, y encarándose con el marinero le preguntó:

      —Tú te casarías de buena gana con Elisa, ¿verdad?

      José quedó sorprendido y confuso.

      —¿Yo?... Con Elisa no tengo nada ya... Todo el mundo lo sabe...

      —Pues sabe una gran mentira, porque estás en amores con Elisa; me consta—afirmó el caballero resueltamente.

      José le miró asustado, y empezaba a balbucir ya otra negación cuando don Fernando le atajó diciendo:

      —No te molestes en negarlo, y dime con franqueza si te casarías gustoso.

      —¡Ya lo creo!—murmuró entonces el marinero bajando la cabeza.

      —Pues te casarás—dijo el señor de Meira ahuecando la voz todo lo posible y extendiendo las manos

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