Páginas escogidas. Armando Palacio Valdes

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Páginas escogidas - Armando Palacio  Valdes

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se hallaba don Fernando, era una verdadera locura. Le bullía el deseo de acometer el asunto, pero no sabía de qué manera comenzar. Tres o cuatro veces tuvo la palabra en la punta de la lengua, y otras tantas la retiró por no parecerle adecuada. Finalmente, viéndose ya cerca de tierra, no halló traza mejor para salir del aprieto que sacar los diez mil reales del bolsillo y presentárselos al caballero, diciendo algo avergonzado:

      —Don Fernando..., usted, por lo que veo, no está muy sobrado de dinero... Yo le agradezco mucho lo que quiere hacer por mí, pero no debo tomar esos cuartos haciéndole falta...

      Don Fernando, con ademán descompuesto y soltando chispas de indignación por los ojos, le interrumpió gritando:

      —¡Pendejo! ¡Zambombo! ¡Después que te hice el honor de confesarte mi ruina, me insultas! Guarda ese dinero ahora mismo, o lo tiro al agua.

      José comprendió que no había más remedio que guardarlo otra vez. Y así lo hizo después de pedirle perdón por el supuesto insulto. Formó intención, no obstante, de vigilar para que nada le faltara y devolvérselo en la primera ocasión favorable.

      Saltaron en tierra y se separaron como buenos amigos.

       Índice

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      CUANDO salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo, envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre... ¡Quién había de sospechar!...

      En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero. Arranquémosle la careta: era un piso quinto.

      Las escaleras me fatigan casi tan o como los dramas históricos. A veces prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no lo llevaba, vino a buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible incertidumbre. Dí algunos paseos en el portal y eché todos los cálculos que un hombre serio tiene el deber de echar en tales ocasiones. De un lado, del lado de la calle, la consiguiente mojadura; del lado de la escalera, la fatiga consiguiente. Por otra parte, los amigos estarían ya reunidos en el café despellejando a alguno, ¡tal vez a mí! Además, el café, según los datos que me ha suministrado una persona muy versada en estas cosas, debe tomarse inmediatamente (cuidado con ello), inmediatamente después de las comidas. Al fin adopté una resolución violentísima. Me remangué los pantalones y salí a la calle.

      ¡Pues qué! Yo que he aguantado sin pestañear noches enteras todas las leyendas de la Edad Media que el Sr. Velarde y otros ilustres mosquitos líricos de su misma familia han dejado caer desde la tribuna del Ateneo, ¿flaquearía ahora ante unas miserables gotas de agua? No en mis días. Si la faz no ha empalidecido, si el corazón no ha temblado ante ningún poeta legendario, por cruel que se haya mostrado, las alteraciones atmosféricas no prevalecerán contra mi heroísmo.

      En esta admirable disposición de espíritu atravesé casi toda la calle del Arenal. Sin embargo, no quiero ser hipócrita: declaro que fuí todo el tiempo pegado a las casas, con lo cual evité que me cayese una tercera parte de agua de la que por clasificación me correspondía. Antes de llegar a la Puerta del Sol eché una mirada al cielo, mirada escrutadora que me hizo ver sombra arriba y sombra abajo. Esta mirada dió por resultado además el que tropezase con un guardia municipal, que me preguntó con severidad dónde tenía los ojos. Yo, lleno de respeto y sumisión hacia el poder ejecutivo, le contesté, procurando ablandar su corazón con una sonrisa—: Donde usted guste—. La verdad es que estuve demasiado humilde, casi rastrero, porque el guardia no llevaba la acera, ¡pero la idea de la Prevención ejerce tal ascendiente sobre mí!... Me contenté con volverme y echarle una mirada terrible, que cayó sobre su capote de hule y resbaló por encima como el agua resbalaba en aquel instante.

      Las nubes no cejaban. La lluvia, en vez de ir disminuyendo gradualmente, para satisfacer el ideal de todo el que, como yo, no llevase paraguas, gradualmente iba aumentando. Al entrar en la Puerta del Sol, cruzaba muy poca gente. Algunos carruajes, cuyos aurigas parecían envoltorios de paño pardo; algunas mujeres remangando, con la coquetería que permitían las circunstancias, sus blancas enaguas, y dejando ver esbozos de pies fantásticos y perfiles de pantorrillas reales. Pero en aquel momento yo me preocupaba más de mis pantorrillas que de las ajenas, como era, después de todo, mi deber. El agua y el barro me salpicaban hasta las narices; los canalones vomitaban en las aceras torrentes, que procuraba salvar apelando a mis recuerdos gimnásticos.

      Poco a poco, de un modo insidioso y solapado, tendiéndome sus redes en silencio y asegurando sus pasos con cautela, fué penetrando en mi corazón el temor del reumatismo. En el espacio que media entre la calle del Arenal y la del Carmen, casi se enseñoreó de él por completo. Sombrías perspectivas de fiebres catarrales, dolores en las articulaciones y fricciones de aguardiente alcanforado, se ofrecieron ante mi vista. Y con la visión intensa y terrible del alucinado, me vi metido en unos calzoncillos de bayeta amarilla.

      Y temblé. Y eché una cobarde mirada en torno buscando un simón vacío. Los pocos que pasaban iban alquilados. Pero aún quedaban los portales. ¡Ah, los portales! Los portales me parecían un recurso de mala ley, indigno de ser tomado en consideración por el momento. Para estar metido en un portal viendo caer la lluvia, más valía haberse quedado en casa. Además, los portales estaban llenos de canalla, vagos de profesión, aventureros de la calle, gente sin hogar y sin paraguas. ¡Quién va a exponerse a que le roben el reloj o le secuestren!

      Esto lo pensaba al cruzar por la calle del Carmen. Pues bien, al cruzar por delante de la de la Montera, ya pensaba otra cosa. Y es que las ideas del hombre se van modificando insensiblemente al través de la existencia. Las convicciones más profundas se desarraigan de nuestro espíritu cuando menos lo esperamos, la antigua fe deja paso a la nueva, y el entusiasmo se enfría y se calienta incesantemente durante nuestra peregrinación por la tierra. Cogidos de la mano, con fuego en el corazón, alta la frente y la pupila clavada en lo porvenir, hemos partido muchos para recorrer los campos de la política. A los pocos pasos, ya se ha desprendido uno, a quien el temor o la utilidad han solicitado, más allá otro, más allá otro: al poco tiempo la caravana se ha disuelto, y cada cual corre a refugiarse donde más le conviene. Esta es la vida. Una verdad innegable he sacado, no obstante, de su experiencia, y es que cuando llueve, todo el mundo se cobija.

      Yo también claudiqué en aquella ocasión refugiándome en un portal, aunque con circunstancias atenuantes, pues era el de una fotografía. Las paredes estaban cubiertas de retratos: señoras bonitas, haciendo resaltar sus gracias con actitudes lánguidas, dirigiendo una sonrisa insinuante a todos los timadores y fosforeros que se paraban a contemplarlas; varones con los ojos extáticos, en muda y eterna admiración de algo que nadie sabe. Algunos caballeros estaban disfrazados. Había uno vestido de fraile haciendo oración entre las malezas de una sierra, con su calavera y todo al lado. Me dijeron que era un muchacho de la nobleza que había renunciado al mundo por desengaños de amor. Bien se le conocía al pobre, a pesar de su vestimenta eremítica, que había tirado muchos tiros al pichón. Había otro con traje de doctor, con las cejas fruncidas

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