Historia sencilla de la filosofía. Rafael Gambra Ciudad

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Historia sencilla de la filosofía - Rafael Gambra Ciudad Historia y Biografías

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lo mismo que sea una o que sean cien. Se trata ya de sustancias diferentes, realizadas en materia, individualizadas por ella.

      Tratemos de llegar a ver qué es esto que Aristóteles llama materia prima. Si preguntamos al carpintero, nos dirá que «su materia prima» es la madera, y si al herrero, que el hierro; sin embargo, esto no es todavía la materia prima filosófica, porque hierro y madera son también sustancias existentes que tienen una forma, lo que diferencia la madera del hierro. Materia prima será el sustrato común de ambas cosas, un algo indeterminado, incognoscible por principio, que penetrándose con la forma, depara al ser que existe su concreción individual.

      Materia y forma son las dos primeras causas del ser, que Aristóteles enumera; explicar un ser —dice— es dar cuenta de las causas que han intervenido en su existencia. Estas son cuatro: causa material, formal, eficiente y final. Imaginemos una estatua de Julio César. Podemos decir que depende o es efecto de estas cosas: de la idea de Julio César que el escultor poseía y que imprimió al mármol (causa formal); del mármol mismo, sin el cual no habría estatua (causa material); de la acción del escultor, que con su cincel y su martillo sacó de su indeterminación a la materia (causa eficiente), y del fin que el escultor se propuso al hacer la estatua (agradar a César, ganar dinero, realizar la belleza...) (causa final). A las dos primeras causas les llamó Aristóteles intrínsecas porque actúan desde dentro, penetrándose, para la producción del ser; las otras dos son extrínsecas: la eficiente es la acción —causa impulsiva— de que es capaz el ser ya existente; la final se opera a través de la mente del que obra, que conoce el término de la acción y en vista de él —atractivamente— obra.

      Esta causa final no se da solo, según Aristóteles, en la acción del ser inteligente, sino que también se halla impresa en la naturaleza. La forma de los seres tiende en ellos a su propia perfección, abriéndose paso a través de la limitación, de la imperfección, que le imponen la materia y la individualidad. Por ello, los seres poseen tendencias naturales y unos tienden hacia otros, ya que, así como todos tienen una primera fraternidad en el ser, poseen otras afinidades que los hacen mutuamente perfectibles, por una ley universal de armonía que preside al Cosmos. Unos tienden a su fin ciegamente, como acontece en las afinidades químicas de los cuerpos, por ejemplo; otros instintivamente, como los animales, conociendo su objeto, pero no la razón de apetecerlo; otros, en fin —los hombres—, racionalmente, libremente, conociendo la razón de apetibilidad y pudiendo, al no estar determinados por los objetos mismos, apartarse de su cumplimiento en razón de otros motivos inferiores. De aquí que la finalidad no sea solo un modo de apetecer y de obrar los seres dotados de conocimiento, sino que está impresa en las formas mismas (entelequias) y en el orden general del Universo.

      Complementa a esta teoría de las causas del ser otra sobre los principios del devenir universal, sobre el movimiento en general. Recordemos que los dos problemas primeros que movieron al hombre a filosofar fueron la pluralidad de los seres y el movimiento, esto es, el cambio, la caducidad de las cosas. La teoría de la materia y la forma respondía al primero de estos problemas; la que vamos ahora a ver, al segundo. Trátase de la teoría de la potencia y el acto, que es central en el pensamiento de Aristóteles.

      Parménides, como recordamos, no admitía el movimiento, porque oponía el ser al no-ser y rechazaba este por impensable. Pero entre el ser y el no-ser hay más que mera oposición, hay contrariedad; cabe entre ambos un tercer término: el ser en potencia. Lo que no es todavía, pero puede llegar a ser, la capacidad de ser. La potencia es ser comparado con la nada; no-ser, en comparación con el ser. Pues bien, todos los seres de la naturaleza contienen una mezcla de potencia y acto; poseen un ser actual —acto— y multitud de disposiciones —potencias— que serán, o no, actuadas (realizadas) durante su existencia. El movimiento es, precisamente, el tránsito de la potencia al acto, la actualización de potencias.

      Y el movimiento —el cambio— es el modo de existir de todas las cosas naturales por razón de su mismo ser, que es mezcla de acto y de potencias que han de ser actualizadas sucesivamente, en el tiempo. Supuesto que la materia es por sí inerte y no puede moverse a sí misma, este mundo en movimiento ha de ser movido por un primer motor inmóvil —acto puro—, que es lo que Aristóteles entiende por Dios. Por este camino filosófico llegó Aristóteles al conocimiento de un solo Dios (monoteísmo), acto puro y ser necesario, que tanto se aproxima al Dios del Cristianismo. Alguien le llamó por esto «cristiano preexistente». Claro que el Dios de Aristóteles es solo un Dios filosófico que nada sabe del Dios personal cristiano, ni siquiera del concepto de creación en el tiempo —pues suponía al mundo existente desde siempre, aunque dependiendo de Dios—, ni mucho menos de la idea de providencia.

      A la luz de esta teoría del acto y la potencia puede Aristóteles dar una respuesta a los tropos u objeciones de Zenón de Elea contra la posibilidad del movimiento. Aquiles sí puede moverse porque la distancia que ha de recorrer solo potencialmente es divisible en infinitos puntos; en acto no existe tal infinito, sino solo un segmento limitado y concreto. Aquiles adelantará, si se lo propone, a la tortuga porque en aquel razonamiento, al suponer una e infinitas veces el punto a donde llegará para afirmar así que la tortuga habrá avanzado más, descompongo el movimiento en infinitas situaciones inmóviles y el espacio en infinitos puntos, pero ni este es divisible más que en potencia, ni el movimiento se compone de inmovilidades, sino que es un modo de ser distinto e irreductible; el tránsito de la potencia al acto. Y, comparados movimientos, puede uno muy bien superar a otro.

      Procede después Aristóteles a hacer una división del ser en grandes grupos, lógicamente trazados, en los que se distribuya toda la realidad. A esta división dio el nombre de categorías. Divídense, ante todo, las cosas en sustancia y accidente. Es sustancia lo que existe en sí, accidente lo que requiere de otro para existir en él. Así, una mesa, un árbol, son sustancias; pero el color blanco, la bondad, el reír, son accidentes porque no se dan solos, aislados, sino en otro, en algo que es blanco, que es bueno o que ríe. Los accidentes se dividen a su vez en cantidad, cualidad, relación, acción, pasión, lugar; tiempo, posición y estado. Si a ellos se antepone la sustancia tendremos las diez categorías aristotélicas, que son como grandes casilleros en los que entran todas las cosas. Sírvanos de ejemplo esta frase descriptiva. El gran (cantidad) caballo (sustancia) castaño (cualidad) de Alejandro (relación) está (posición o pasión) comiendo (acción) ensillado (estado) por la mañana (tiempo) en el patio (lugar).

      Más allá de estas categorías o géneros supremos de las cosas no se puede alcanzar más que un concepto más general, que los abarca de un modo especial: el concepto de ser. Este concepto ha de captarse con una gran finura conceptual, pues solo así puede hacérsele compatible con esa nuestra doble experiencia cognoscitiva, y con el dualismo que requiere el hecho de que seamos libres para obrar. La noción que, según Aristóteles, debe tenerse del ser nos servirá para recapitular sobre el planteamiento que del problema metafísico hicieron Heráclito y Parménides.

      Según su modo de aplicarse, un término (que es la expresión del concepto) puede ser unívoco, equívoco o análogo. Unívoco es aquel término que se emplea siempre en el mismo sentido; cuando digo reloj, por ejemplo, significo siempre lo mismo. Es equívoco, en cambio, aquel otro que se emplea en sentidos totalmente diversos. Así, el término vela, que puede aplicarse a la vela de un barco o a una bujía de cera. Es análogo, en fin, aquel que se refiere a cosas diversas, pero no totalmente heterogéneas, sino derivadas de una significación original. El término alegre, por ejemplo, si lo aplico a un paisaje quiero decir que produce alegría; si a un rostro, que expresa alegría; si a un carácter, que es alegre; cosas todas diversas, pero emparentadas entre sí, análogas.

      Pues bien, la noción de ser no debe concebirse como unívoca ni como equívoca, sino como análoga. «Ser —dice Aristóteles— se dice de muchas maneras». No se dice lo mismo de la sustancia que del accidente, de la potencia que del acto, de Dios que de las cosas naturales.

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