Historia sencilla de la filosofía. Rafael Gambra Ciudad
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Parménides de Elea fue ligeramente posterior a Heráclito y, contra el pensamiento de este, que identifica con el vulgo imprudente y ciego, construye su propia concepción del Universo. «Para que algo fluya —comienza sentando— es preciso que haya antes ese algo, es decir, un sustrato permanente, un ser en sí. La razón me pone en contacto con ese algo, con la inmutabilidad de las ideas, pero, ante todo, con una idea que es la base de las demás: la idea de ser, por la que me hago cargo de todo lo que es. Posteriormente conozco otras ideas; la de hombre, caballo, triángulo, justicia, etc. Y, después, los sentidos me informan de un mundo de individuos todos diferentes, cambiantes, perecederos...
Pero ¿es esto posible? Para que todas estas posteriores realidades puedan existir será necesario que el ser, lo más inmediata y seguramente conocido, tenga unos límites posibles, porque donde algo es ilimitado no cabe nada más. Y ¿con qué limitará el ser? ¿Con el ser? En este caso no limitaría, porque nada limita consigo mismo. ¿Con el no ser? A esto responde Parménides: el no ser, no es; es imposible, impensable. Si yo obtengo la idea de ser de cuanto hay, ¿con qué derecho hablaré de algo desconocido, incognoscible? Luego el ser no limita ni con el ser, ni con el no-ser; lo que vale como decir que no limita, que es ilimitado, infinito. Pero si es infinito, es uno, porque no hay lugar para otro. Es, además, eterno, porque ¿qué le precederá?, ¿qué le seguirá? ¿El ser?, ¿el no ser?... Es, asimismo, inmutable, porque ¿de dónde vendría?, ¿a dónde iría?... Y este ser uno, infinito, eterno, inmutable, es lo que el filósofo de Elea llama Dios; fuera de él nada hay.
De este modo Parménides cae en el panteísmo: cuanto existe es parte, manifestación, de una sola sustancia, de un solo ser, que es Dios. La existencia de individuos y la mutación de las cosas son mera apariencia, engaño de «los ojos ciegos, los oídos sordos, la lengua que es solo un eco», propios del vulgo.
Un discípulo de Parménides —Zenón de Elea— ilustró la tesis de su maestro con unos cuantos ejemplos prácticos que han pasado al dominio popular y perdurado en él hasta nuestra época: Aquiles, el de los pies ligeros, el mejor corredor del Ática, no adelantará nunca a la tortuga en su carrera. Supongamos que la tortuga le precede en una cierta distancia. Cuando Aquiles llegue al punto donde se encuentra la tortuga, esta, como por principio no está inmóvil, habrá andado algo, por poco que sea. Y cuando Aquiles llegue al nuevo punto, tampoco estará en él la tortuga, por la misma razón. Y así sucesivamente, el argumento nunca quebrará. Pero, aún más, Aquiles no puede moverse: imaginemos que debe recorrer un reducido sector de espacio. Para llegar al cabo del mismo tiene que pasar por el punto medio, y para llegar a este tendrá que pasar por el punto medio de esta mitad, etc., etc. Habría de recorrer infinitos puntos para alcanzar su objeto y, como el infinito no se puede recorrer en un tiempo limitado, Aquiles no puede moverse. El movimiento es imposible, racionalmente contradictorio.
Cuéntase que mientras Zenón exponía sus tropos —o dificultades— contra la posibilidad de movimiento, otro filósofo, Diógenes, se levantó y anduvo ante los circunstantes, de donde toma origen la frase vulgar: el movimiento se demuestra andando. Pero Zenón hubiera contestado fácilmente que eso era mostrar el movimiento, no demostrarlo. La contradicción entre la experiencia sensible y la inteligible subsiste, y en la duda Zenón, con su maestro Parménides, se decidía por la segunda, porque el reino de la razón es el reino de la evidencia.
Así, pues, en la contradicción radical que movió a los hombres a filosofar, Heráclito resolvió a favor del mundo de los sentidos, negando la razón, y Parménides a favor de la razón, negando la experiencia sensible. Ambos abocan a dos actitudes ante la vida que son esencialmente opuestas al espíritu heleno y occidental; el escepticismo en Heráclito, el quietismo contemplativo en Parménides. Ello exigía del genio filosófico griego otras más profundas soluciones capaces de recomponer la integridad del hombre y, con ella, su armonía y actividad.
Podemos observar cómo en este período de iniciación (preático o presocrático) de la filosofía griega, el pensamiento humano ha ascendido ya a través de los grados de abstracción de que hemos hablado. Los primeros filósofos cosmólogos, con su búsqueda de un principio material de todas las cosas, representaban el primer grado de abstracción: la abstracción física. Pitágoras y su escuela, a su vez, ascendieron al segundo grado o abstracción matemática: el número. Heráclito y Parménides, primeros filósofos metafísicos, alcanzaron, por fin, el tercer y último grado, la abstracción metafísica: el ser.
LOS SOFISTAS Y SÓCRATES
Entre el V y el IV se sitúa el Siglo de Oro de la filosofía griega. Es el período ateniense, que producirá, además de a Sócrates, a las dos figuras quizá más grandes de la filosofía de todos los tiempos: Platón y Aristóteles. Una característica fundamental señala el límite de su comienzo: el espíritu reflexiona sobre sí mismo, y abandona, por el momento, el estudio del mundo exterior. ¿Para qué conocer el mundo —se pregunta Sócrates— si no me conozco a mí mismo? ¿Qué soy yo mismo y qué mi razón, ese instrumento de que me valgo para conocer? Tal es el problema para este período, que se ha llamado humanístico, de la filosofía griega.
En la iniciación de esta nueva época hay que destacar un fenómeno de carácter social, que es lo que se conoce en la historia con el nombre de sofística. Sofista no quiere decir en sí más que sabio o maestro de sabiduría, y así era empleada esta palabra en aquella época. El sentido peyorativo y hasta injurioso que hoy tiene (hábil falsario en el discurso) procede de lo que realmente llegaron a ser los sofistas.
Grecia no tuvo unidad política hasta los tiempos de Alejandro, que son los de su decadencia. Se gobernaba por ciudades (polis) independientes, y en forma democrática, con la espontánea democracia de los pequeños grupos sociales. En el ágora se administraba justicia públicamente, y cada ciudadano defendía su propia causa. En estas condiciones puede comprenderse la inmensa importancia que para todos tenía el saber exponer brillantemente y convencer a los jueces. Pues bien, los sofistas fueron precisamente maestros dedicados a la enseñanza de retórica y dialéctica, esto es, del arte de exponer, defender y persuadir públicamente. Lo que hasta esa época había sido el libre y desinteresado ejercicio de la más noble dedicación, convirtióse entonces en una actividad mercantil; este fue el primer sentido peyorativo que, en la época, adquirió la palabra sofista: el que cobra por enseñar o, mejor aún, enseña por cobrar.
Pero es otro y más profundamente peyorativo el sentido que la palabra adquirió a lo largo de la historia, y ello se deriva del vicio intelectual en que fueron a dar los sofistas con el ejercicio de su función. A fuerza de enseñar a defender todas las causas, y aun de lograr que sus alumnos triunfasen a veces con causas injustas, casi indefendibles, se extendió entre ellos un espíritu escéptico, irónico hacia el concepto de verdad, y una fe ciega en el poder humano de convicción y en su habilidad dialéctica. Uno de los sofistas que registra la historia, Protágoras (485-411), expresó esta convicción en su conocido principio «el hombre es la medida de todas las cosas». Lo que vale tanto como decir que el conocimiento es algo del sujeto, algo que se da en su mente, por lo que el hombre puede crearlo y presentarlo como mejor le acomode; es cuestión de habilidad.
Este movimiento social fue la ocasión de que el espíritu griego se apartase de los temas objetivos —metafísicos o cosmológicos— para polarizarse en la contemplación de lo interior, del hombre mismo y su intelecto. ¿Qué es la verdad, eso que los sofistas ponen en entredicho? ¿Qué es la razón, eso que nos sirve para el descubrimiento de la verdad?