El Beso de un Extraño. Barbara Cartland
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Era imposible pensar que dos personas pudieran ser más felices de lo que lo habían sido el Honorable James Lynd y su bella esposa Doreen.
Se habían casado tras muchos meses de oposición por parte de sus respectivas familias y, no obstante todas las predicciones acerca de que se iban a arrepentir, fueron muy dichosos.
James era el tercer hijo de un noble empobrecido que tenía una finca improductiva en Gloucestershire.
El caballero había ahorrado para que su primogénito pudiera ingresar en el mismo Regimiento donde él había servido.
Su segundo hijo era inválido de nacimiento y resultaba una carga muy onerosa.
Lo único que le pudo ofrecer al tercer hijo, James, fue una Iglesia en su finca, con un estipendio tan pequeño que casi era ofensivo.
Pero James y Doreen decidieron que lo único que importaba era lo que sentían el uno por el otro, así que se fueron a vivir a la pequeña e incómoda Vicaría y la llenaron de amor.
Cuando Shenda nació, tuvieron que volverse un poco más prácticos y James se fue a ver al Obispo, quien le ofreció la parroquia de Arrowhead.
El Prelado le explicó que el Conde de Arrowhead podía pagar un buen sueldo.
James y Doreen quedaron encantados con su nuevo hogar, una bonita casa Isabelina, pequeña pero en buenas condiciones.
Como James era no sólo un caballero, sino también un buen jinete, fue bien recibido en el condado y el futuro parecía sonreírles.
Después se desató la guerra y todo cambió.
Durante el armisticio de 1802, las cosas mejoraron un poco, pero las hostilidades comenzaron de nuevo y surgieron más problemas, hubo menos dinero y todo encareció.
Doreen murió de neumonía durante el invierno.
Para Shenda, todo sucedió con la fugacidad de un relámpago. En un momento su madre estaba allí, riendo y charlando con ellos, y al siguiente la llevaban al cementerio con toda la aldea llorando detrás.
Y ahora, Shenda llevaba ya dos años luchando para que su padre estuviera cómodo, pero cada día resultaba más difícil, debido a las dificultades económicas.
Además, su padre no podía evitar el ser generoso con quienes tenían problemas.
–El Amo se quitaría la camisa si alguien se la pidiera –había dicho uno de los criados a Shenda.
La joven sabía que esto era cierto, pero aunque reconvenía por ello a su padre, él no le prestaba atención.
–¡No puedo dejar que ese pobre hombre se muera de hambre!– replicaba cuando ella lo presionaba mucho.
–No es Ned quien se va a morir de hambre, sino tu y yo, Papá.
–Estoy seguro de que saldremos adelante, Querida.
Y el Vicario no tardaba en ayudar a otra persona con lo poco que tenían.
Shenda estaba preocupada por él, pues últimamente padecía una tos persistente que lo mantenía despierto casi toda la noche.
Le preparaba la tisana de miel y hierbas que su madre solía hacer, pero no parecía mejorar. Sin duda necesitaba tres buenas comidas al día, mas esto era algo que no podían costear.
–Cuando venga el nuevo Conde– le había dicho Shenda a Martha, la única sirvienta que quedaba en la Vicaría–, quizá se dé cuenta de que es necesario aumentar los sueldos para que estén de acuerdo con los precios. Papá ya no puede salir adelante con lo que recibe.
–Si el Conde no viene hasta que no termine la guerra, para entonces ya todos estaremos en la tumba, sin nadie que nos llore. ¡La culpa es de ese maldito Boney!
Shenda pensaba que, en efecto, Napoleón Bonaparte –Boney, como lo llamaban con desprecio en Inglaterra – tenía la culpa de cuanto les estaba sucediendo.
Culpa suya era que dos hombres regresaran heridos a casa, uno sin una pierna y el otro sin un brazo, culpa suya, que la despensa estuviese vacía.
"Si no puedo pedirle ayuda a Papá, ¿dónde podré encontrar a un hombre que me ayude?" se preguntaba la joven, angustiada por la suerte de su perrito Rufus.
Afortunadamente, antes de llegar al lindero del bosque, vio que un jinete se acercaba por entre los árboles.
Corrió a su encuentro y, al acercarse, observó que era bastante joven y vestía a la moda, con el sombrero ladeado y el cuello de la camisa rozando el mentón.
–¡Ayúdeme!– le rogó, casi sin aliento por la carrera–. ¡Por favor..., venga pronto! ¡Mi perro ha caído en una trampa!
El caballero, que se había detenido arqueó las cejas ante el apremio con que la muchacha le hablaba. Ella, sin esperar, respuesta, exclamó,
–¡Sígame!– y echó a correr por el camino cubierto de musgo hasta donde se hallaba Rufus.
Éste permanecía quieto, pero gimiendo de una manera lastimosa. Al arrodillarse junto a él, Shenda vio que el caballero la había seguido y estaba desmontando.
Después el hombre se le acercó y dijo,
–Tenga cuidado, el perro puede morderla.
Eran las primeras palabras que pronunciaba y ella las acogió con una réplica indignada,
–¡Rufus no me mordería jamás! ¡Por favor, abra esa horrible trampa! ¡A quién se le ocurriría ponerla!
Mientras hablaba, se inclinó para sujetar a Rufus y el caballero abrió la trampa.
Rufus lanzó un aullido de dolor y Shenda lo levantó en sus brazos como si se tratara de un bebé.
–Bien, calma, ya pasó todo...– le decía con cariño–. Has sido muy valiente, pero ya no sufrirás más, pobrecito...
Y lo acariciaba detrás de las orejas, cosa que a Rufus le gustaba mucho.
Mientras tanto, el caballero había sacado su pañuelo para venderle la pata a Rufus.
–¡Gracias, muchas gracias!– exclamó ella–. ¡Le estoy muy agradecida! Me preguntaba dónde iba a encontrar un hombre que me ayudara.
–¿Es que no hay hombres en la aldea?– preguntó él haciendo una mueca ligeramente burlona.
–No a esta hora del día– respondió Shenda–. Todos están trabajando.
–Entonces me alegro de haber podido ayudarle.
–No entiendo cómo puede alguien poner una trampa así en el bosque... Nunca habíamos encontrado ninguna.
–Supongo que es una manera de deshacerse de las alimañas.
–Una manera muy cruel. Cuando un animal queda atrapado,