El Beso de un Extraño. Barbara Cartland
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–Matar a un animal no está bien, a menos que sea necesario alimentar a alguien.
–Veo que es usted una reformadora, pero los animales se matan unos a otros. Las zorras, si no son cazadas, matan a los conejos que a usted, seguramente, le parecerán muy bonitos.
Shenda se dio cuenta de que el caballero se burlaba, y un leve rubor teñía sus mejillas cuando dijo,
–La naturaleza tiene su propio orden, mucho mejor que el nuestro. ¡No soporto la idea de una zorra sufriendo horas de tortura antes de morir!
–Ese es un punto de vista netamente femenino– opinó el caballero–, y si uno desea conservar a los animales, entonces habrá que vigilar también a los cazadores de aves.
Shenda pensó que sería inútil discutir con él, así que dijo,
–Para mí, este bosque siempre ha sido un lugar mágico. Si ahora las trampas y la crueldad me alejan de él, será como si me expulsaran del paraíso.
Hablaba para sí, más que para el caballero y, temerosa de que éste se riera de ella, con mucho cuidado se puso de pie, sosteniendo a Rufus en sus brazos.
–Una vez más, muchas gracias por su ayuda, Señor. Ahora debo llevar a Rufus a casa para lavarle la pata y evitar que se infecte.
Miró la trampa y añadió,
–Me pregunto si podrá usted hacerme otro favor.
–¿De qué se trata?– preguntó el caballero.
–Un poco más allá hay un estanque mágico. Si usted arroja esa trampa al fondo, nunca volverá a hacerle daño a alguien.
–¿No piensa que el dueño de la trampa pueda no estar de acuerdo?
–Él nunca sabrá lo que ocurrió. Además, se lo tiene merecido.
El Caballero se echó a reír.
–¡Muy bien! Se ha convertido usted en juez y verdugo, así que el acusado habrá de pagar el precio de su crimen.
Cogió la trampa por la cadena que la sujetaba al suelo y preguntó,
–Bien, ¿dónde está ese estanque mágico?
–Yo le mostraré el camino– dijo Shenda y echó a andar delante.
Cuando llegaron al estanque, le pareció que estaba más bello que nunca. Una gran variedad de flores, lo rodeaba y los rayos del sol se reflejaban en sus aguas.
Alrededor, los árboles se elevaban oscuros y misteriosos, como si escondieran secretos pertenecientes a los dioses.
El caballero se dirigió a la orilla del estanque y lo contempló. Después se volvió para mirar a Shenda, que se encontraba junto a él.
Contra el fondo de los árboles y con la luz del sol en su cabello, la joven parecía el modelo ideal para un cuadro que a cualquier artista le hubiera gustado pintar.
El caballero observó que sus ojos no eran azules, como cabía esperar por sus cabellos dorados, sino grises.
En algunos momentos adquirían cierta tonalidad violeta, característica peculiar en la familia de su madre.
Con su piel muy blanca, poseía una belleza etérea, muy diferente a lo que se consideraba la "clásica rosa inglesa".
Por un momento, ambos se miraron en silencio.
Él pensó que la joven era increíblemente bella, casi divina, y a Shenda le pareció sumamente atractivo, incluso magnético.
Su piel era morena, como si hubiera pasado mucho tiempo al sol, y sus facciones estaban muy bien delineadas.
Sin embargo, a pesar de ser tan bien parecido, había algo duro e imperioso en él, algo que hacía pensar que estaba demasiado acostumbrado a dar órdenes.
Parecía tener una fuerza que provenía no sólo de su cuerpo atlético, sino también de su mente.
De pronto, como si quisiera romper el encanto que los mantenía en silencio, él preguntó,
–¿Quiere que arroje la trampa al centro del estanque?
–Creo que es el punto más profundo.
Él columpió la trampa por la cadena y después la soltó. Al caer, el hierro hizo elevarse por un momento el agua y enseguida todo volvió a la quietud.
Shenda suspiró profundamente.
–Muchas gracias– dijo–. Ahora debo llevar a Rufus a casa.
Miró al estanque nuevamente, se volvió y echó a andar por donde había llegado.
Él tomó a su caballo de la rienda y dijo,
–Como tiene usted que cargar con el perro, será mejor que la lleve a su casa en mi caballo.
Sin reparar en la sorpresa de ella, la alzó y la montó en la silla. Después, guiando al caballo por la brida, inició la marcha.
Caminaron en silencio hasta que, al llegar al lindero del bosque y ver el jardín de la Vicaría, Shenda pensó que sería un error que alguien de la aldea la viera con un extraño o se supiera que Rufus había caído en una trampa.
Temerosa de los comentarios, dijo,
–Por favor, Señor.... como mi casa se encuentra ya muy cerca, me gustaría seguir a pie.
Él detuvo su caballo, volvió a tomar a Shenda por la cintura y la bajó con la misma facilidad que la había subido.
La muchacha era muy ligera y su cintura tan pequeña, que las manos de él casi la abarcaban por completo.
–Gracias una vez más– dijo Shenda–. Le estoy muy reconocida y jamás olvidaré su bondad.
–¿Cuál es su nombre?– preguntó él.
–Shenda– respondió la joven con naturalidad.
Él se quitó el sombrero.
–Entonces, hasta luego, Shenda. Estoy seguro de que ahora podrá regresar a su mundo mágico, pues eliminó lo malo que había en él.
–Espero que así sea– respondió ella.
–Si realmente me está agradecida por el pequeño favor que le he hecho, creo que debería recompensarme de algún modo, ¿no le parece?
Shenda lo miró sin entender, y él con la mayor calma, le puso una mano bajo el mentón, le levantó la cara y la besó en los labios con delicadeza.
Shenda quedó tan aturdida que no acertaba ni a moverse.
Cuando al fin