La Odisea. Homer
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66 Así dijo; pues dióle vergüenza mentar las florecientes nupcias á su padre. Mas él, comprendiéndolo todo, le respondió de esta suerte:
68 «No te negaré, oh hija, ni las mulas ni cosa alguna. Ve, y los esclavos te aparejarán un carro alto, de fuertes ruedas, provisto de tablado.»
71 Dichas tales palabras, dió la orden á los esclavos, que al punto le obedecieron. Aparejaron fuera de la casa un carro de fuertes ruedas, propio para mulas; y, conduciendo á éstas, unciéronlas al yugo. Mientras tanto, la doncella sacaba de la habitación los espléndidos vestidos y los colocaba en el pulido carro. Su madre púsole en una cesta toda clase de gratos manjares y viandas; echóle vino en un cuero de cabra; y cuando aquélla subió al carro, entrególe líquido aceite en una ampolla de oro á fin de que se ungiese con sus esclavas. Nausícaa tomó el látigo y, asiendo las lustrosas riendas, azotó las mulas para que corrieran. Arrancaron éstas con estrépito y trotaron ágilmente, llevando los vestidos y á la doncella que no iba sola, sino acompañada de sus criadas.
85 Tan pronto como llegaron á la bellísima corriente del río, donde había unos lavaderos perennes con agua abundante y cristalina para lavar hasta lo más sucio, desuncieron las mulas y echáronlas hacia el vorticoso río á pacer la dulce grama. Tomaron del carro los vestidos, lleváronlos al agua profunda y los pisotearon en las pilas, compitiendo unas con otras en hacerlo con presteza. Después que los hubieron limpiado, quitándoles toda la inmundicia, tendiéronlos con orden en los guijarros de la costa, que el mar lavaba con gran frecuencia. Acto continuo se bañaron, se ungieron con pingüe aceite y se pusieron á comer en la orilla del río, mientras las vestiduras se secaban á los rayos del sol. Apenas las esclavas y Nausícaa se hubieron saciado de comida, quitáronse los velos y jugaron á la pelota; y entre ellas Nausícaa, la de los níveos brazos, comenzó á cantar. Cual Diana, que se complace en tirar flechas, va por el altísimo monte Taigeto ó por el Erimanto, donde se deleita en perseguir á los jabalíes ó á los veloces ciervos, y en sus juegos tienen parte las ninfas agrestes, hijas de Júpiter que lleva la égida, holgándose Latona de contemplarlo; y aquélla levanta su cabeza y su frente por encima de las demás y es fácil distinguirla, aunque todas son hermosas: de igual suerte la doncella, libre aún, sobresalía entre las esclavas.
110 Mas cuando ya estaba á punto de volver á su morada unciendo las mulas y plegando los hermosos vestidos, Minerva, la de los brillantes ojos, ordenó otra cosa para que Ulises recordara del sueño y viese á aquella doncella de lindos ojos, que debía llevarlo á la ciudad de los feacios. La princesa arrojó la pelota á una de las esclavas y erró el tiro, echándola en un hondo remolino; y todas gritaron muy fuertemente. Despertó con esto el divinal Ulises y, sentándose, revolvía en su mente y en su corazón estos pensamientos:
119 «¡Ay de mí! ¿Qué hombres deben de habitar esta tierra á que he llegado? ¿Serán violentos, salvajes é injustos, ú hospitalarios y temerosos de los dioses? Desde aquí se oyó la femenil gritería de jóvenes ninfas que residen en las altas cumbres de las montañas, en las fuentes de los ríos y en lugares pantanosos cubiertos de hierba. ¿Me encuentro, por ventura, cerca de hombres de voz articulada? Ea, yo mismo probaré de salir é intentaré verlo.»
127 Hablando así, el divinal Ulises salió de entre los arbustos y en la poblada selva desgajó con su fornida mano una rama frondosa con que pudiera cubrirse las partes verendas. Púsose en marcha de igual manera que un montaraz león, confiado de sus fuerzas, sigue andando á pesar de la lluvia ó del viento, y le arden los ojos, y se echa sobre los bueyes, las ovejas ó las agrestes ciervas, pues el vientre le incita á que vaya á una sólida casa é intente acometer al ganado; de tal modo había de presentarse Ulises á las doncellas de hermosas trenzas, aunque estaba desnudo, pues la necesidad le obligaba. Y se les apareció horrible, afeado por el sarro del mar; y todas huyeron, dispersándose por las orillas prominentes. Pero se quedó sola é inmóvil la hija de Alcínoo, porque Minerva dióle ánimo y libró del temor á sus miembros. Siguió, pues, delante del héroe sin huir; y Ulises meditaba si convendría rogar á la doncella de lindos ojos, abrazándola por las rodillas, ó suplicarle, desde lejos y con dulces palabras, que le mostrara la ciudad y le diera con que vestirse. Pensándolo bien, le pareció que lo mejor sería rogarle desde lejos con suaves frases: no fuese á irritarse la doncella si le abrazaba las rodillas. Y á la hora pronunció estas dulces é insinuantes palabras:
149 «¡Yo te imploro, oh reina, seas diosa ó mortal! Si eres una de las deidades que poseen el anchuroso cielo, te hallo muy parecida á Diana, hija del gran Júpiter, por tu hermosura, por tu grandeza y por tu aire; y si naciste de los hombres que moran en la tierra, dichosos mil veces tu padre, tu veneranda madre y tus hermanos, pues su espíritu debe de alegrarse intensamente cuando ven á tal retoño salir á las danzas. Y dichosísimo en su corazón, más que otro alguno, quien consiga, descollando por la esplendidez de sus donaciones nupciales, llevarte á su casa por esposa. Que nunca se ofreció á mis ojos un mortal semejante, ni hombre ni mujer, y me he quedado atónito al contemplarte. Solamente una vez vi algo que se te pudiera comparar en un joven retoño de palmera, que creció en Delos, junto al ara de Apolo (estuve allá con numeroso pueblo, en aquel viaje del cual habían de seguírseme funestos males): de la suerte que á la vista del retoño quedéme estupefacto mucho tiempo, pues jamás había brotado de la tierra un tallo como aquél; de la misma manera te contemplo con admiración, oh mujer, y me tienes absorto y me infunde miedo abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado por un pesar muy grande. Ayer pude salir del vinoso ponto, después de veinte días de permanencia en el mar, en el cual me vi á merced de las olas y de los veloces torbellinos desde que desamparé la isla Ogigia; y algún numen me ha echado acá, para que padezca nuevas desgracias, que no espero que éstas se hayan acabado, antes los dioses deben de prepararme otras muchas todavía. Pero tú, oh reina, apiádate de mí, ya que eres la primer persona á quien me acerco después de soportar tantos males y me son desconocidos los hombres que viven en la ciudad y en esta comarca. Muéstrame la población y dame un trapo para atármelo alrededor del cuerpo, si al venir trajiste alguno para envolver la ropa. Y los dioses te concedan cuanto en tu corazón anheles: marido, familia y feliz concordia: pues no hay nada mejor ni más útil que el que gobiernen en casa el marido y la mujer con ánimo concorde, lo cual produce gran pena á sus enemigos y alegría á los que los quieren, y son ellos los que más aprecian sus ventajas.»
186 Respondió Nausícaa, la de los níveos brazos: «¡Forastero! Ya que no me pareces ni vil ni insensato, sabe que el mismo Júpiter distribuye la felicidad á los buenos y á los malos, y si te envió esas penas debes sufrirlas pacientemente; mas ahora, que has llegado á nuestra ciudad y á nuestro país, no carecerás de vestido ni de ninguna de las cosas que por decoro debe obtener un mísero suplicante. Te mostraré la población y diréte el nombre de sus habitantes: los feacios poseen la ciudad y la comarca, y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, cuyo es el imperio y el poder en este pueblo.»
¡Yo te imploro, oh reina, seas diosa ó mortal!
(Canto VI, verso 149.)
198 Dijo; y dió esta orden á las esclavas, de hermosas trenzas: «¡Deteneos, esclavas! ¿Á dónde huis, por ver á un hombre? ¿Pensáis acaso que sea un enemigo? No existe ni existirá nunca un mortal terrible que venga á hostilizar la tierra de los feacios, pues á éstos los quieren mucho los inmortales. Vivimos separadamente y nos circunda el mar alborotado; somos los últimos de los hombres, y ningún otro mortal tiene comercio con nosotros.