La Odisea. Homer

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La Odisea - Homer

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y plácido viento. Gozoso desplegó las velas el divinal Ulises y, sentándose, comenzó á regir hábilmente la balsa con el timón, sin que el sueño cayese en sus párpados, mientras contemplaba las Pléyades, el Bootes, que se pone muy tarde, y la Osa, llamada el Carro por sobrenombre, la cual gira siempre en el mismo lugar, acecha á Orión y es la única que no se baña en el Océano; pues habíale ordenado Calipso, la divina entre las diosas, que tuviera la Osa á la mano izquierda durante la travesía. Diez y siete días navegó, atravesando el mar, y al décimo octavo pudo ver los umbrosos montes del país de los feacios en la parte más cercana, apareciéndosele como un escudo en medio del sombrío ponto.

      282 El poderoso Neptuno, que sacude la tierra, regresaba entonces de Etiopía y vió á Ulises de lejos, desde los montes Solimos, pues se le apareció navegando por el ponto. Encendióse en ira la deidad y, sacudiendo la cabeza, habló entre sí de semejante modo:

      286 «¡Ah! Sin duda cambiaron los dioses sus propósitos con respecto á Ulises, mientras yo me hallaba entre los etíopes. Ya está junto á la tierra de los feacios donde es fatal que se libre del cúmulo de desgracias que le han alcanzado. Creo, no obstante, que aún habrá de sufrir no pocos males.»

      291 Dijo; y, echando mano al tridente, congregó las nubes y turbó el mar; suscitó grandes torbellinos de toda clase de vientos; cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Soplaron á la vez el Euro, el Noto, el impetuoso Céfiro y el Bóreas que, nacido en el éter, levanta grandes olas. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Ulises; y el héroe, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:

      299 «¡Ay de mí, desdichado! ¿Qué es lo que, por fin, me va á suceder? Temo que resulten verídicas las predicciones de la diosa, la cual me aseguraba que había de pasar grandes trabajos en el ponto antes de volver á la patria tierra, pues ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Júpiter el anchuroso cielo! Y ha conturbado el mar; y arrecian los torbellinos de toda clase de vientos. Ahora me espera, á buen seguro, una terrible muerte. ¡Oh, una y mil veces dichosos los dánaos que perecieron en la vasta Troya, luchando para complacer á los Atridas! ¡Así hubiese muerto también, cumpliéndose mi destino, el día en que multitud de teucros me arrojaban broncíneas lanzas junto al cadáver del Pelida! Allí obtuviera honras fúnebres y los aqueos ensalzaran mi gloria; pero dispone el hado que yo sucumba con deplorable muerte.»

      313 Mientras esto decía, vino una grande ola que desde lo alto cayó horrendamente sobre Ulises é hizo que la balsa zozobrara. Fué arrojado el héroe lejos de la balsa, sus manos dejaron el timón, llegó un horrible torbellino de mezclados vientos que rompió el mástil por la mitad, y la vela y la entena cayeron en el ponto á gran distancia. Mucho tiempo permaneció Ulises sumergido, que no pudo salir á flote inmediatamente por el gran ímpetu de las olas y porque le apesgaban los vestidos que le había entregado la divinal Calipso. Emergió, por fin, despidiendo de la boca el agua amarga que asimismo le corría de la cabeza en sonoros chorros. Mas, aunque fatigado, no se olvidó de la balsa; sino que, moviéndose con vigor por entre las olas, la asió y sentóse en medio para evitar la muerte. El gran oleaje llevaba la balsa de acá para allá, según la corriente. Del mismo modo que el otoñal Bóreas arrastra por la llanura unos vilanos, que entre sí se entretejen espesos; así los vientos conducían la balsa por el piélago, de acá para allá: unas veces el Noto la arrojaba al Bóreas, para que se la llevase, y en otras ocasiones el Euro la cedía al Céfiro á fin de que éste la persiguiera.

      333 Pero vióle Ino Leucotea, hija de Cadmo, la de pies hermosos, que antes había sido mortal dotada de voz y entonces, residiendo en lo hondo del mar, disfrutaba de honores divinos. Y como se apiadara de Ulises, al contemplarle errabundo y abrumado por la fatiga, transfiguróse en mergo, salió volando del abismo del mar y, posándose en la balsa construída con muchas ataduras, díjole estas palabras:

      339 «¡Desdichado! ¿Por qué Neptuno, que sacude la tierra, se airó tan fieramente contigo y te está suscitando numerosos males? No logrará anonadarte por mucho que lo anhele. Haz lo que voy á decir, pues me figuro que no te falta prudencia: quítate esos vestidos, deja la balsa para que los vientos se la lleven y, nadando con las manos, procura llegar á la tierra de los feacios, donde el hado ha dispuesto que te salves. Toma, extiende este velo inmortal debajo de tu pecho y no temas padecer, ni morir tampoco. Y así que toques con tus manos la tierra firme, quítatelo y arrójalo en el vinoso ponto, volviéndote á otro lado.»

      351 Dichas estas palabras, la diosa le entregó el velo y, transfigurada en mergo, tornó á sumergirse en el undoso ponto y las negruzcas olas la cubrieron. Mas el paciente divinal Ulises estaba indeciso y, gimiendo, habló de esta guisa á su corazón magnánimo:

      356 «¡Ay de mí! No sea que alguno de los inmortales me tienda un lazo, cuando me da la orden de que desampare la balsa. No obedeceré todavía, que con mis ojos veo que está muy lejana la tierra donde, según afirman, he de hallar refugio; antes procederé de esta suerte por ser, á mi juicio, lo mejor: mientras los maderos estén sujetados por las clavijas, seguiré aquí y sufriré los males que haya de padecer, y luego que las olas deshagan la balsa me pondré á nadar; pues no se me ocurre nada más provechoso.»

      365 Tales cosas revolvía en su mente y en su corazón, cuando Neptuno, que sacude la tierra, alzó una oleada tremenda, difícil de resistir, alta como un techo, y llevóla contra el héroe. De la suerte que impetuoso viento revuelve un montón de pajas secas, dispersándolas por este y por el otro lado; de la misma manera desbarató la ola los grandes leños de la balsa. Pero Ulises asió uno de los tablones y se puso á caballo en él; desnudóse los vestidos que la divinal Calipso le entregara, extendió prestamente el velo debajo de su pecho y se dejó caer en el agua boca abajo, con los brazos abiertos, deseoso de nadar. Vióle el poderoso dios que sacude la tierra y, moviendo la cabeza, habló entre sí de semejante modo:

      377 «Ahora, que has padecido tantos males, vaga por el ponto hasta que llegues á juntarte con esos hombres, alumnos de Júpiter. Se me figura que ni aun así te parecerán pocas tus desgracias.»

      380 Dicho esto, picó con el látigo á los corceles y se fué á Egas, donde posee ínclita morada.

      382 Entonces Minerva, hija de Júpiter, ordenó otra cosa. Cerró el camino á los vientos, y les mandó que se sosegaran y durmieran; y, haciendo soplar el rápido Bóreas, quebró las olas hasta que Ulises, de jovial linaje, librándose de la muerte y de las Parcas, llegase á los feacios, amantes de manejar los remos.

      388 Dos días con sus noches anduvo errante el héroe sobre las densas olas, y su corazón presagióle la muerte en repetidos casos. Mas, tan luego como la Aurora, de hermosas trenzas, dió principio al tercer día, cesó el vendaval, reinó sosegada calma y Ulises pudo ver, desde lo alto de una ingente ola y aguzando mucho la vista, que la tierra se hallaba cerca. Cuan grata se les presenta á los hijos la vida de un padre que estaba postrado por la enfermedad y padecía graves dolores, consumiéndose desde largo tiempo á causa de la persecución de infesto numen, si los dioses le libran felizmente del mal; tan agradable apareció para Ulises la tierra y el bosque. Nadaba, pues, esforzándose por asentar el pie en tierra firme; mas, así que estuvo tan cercano á la orilla que hasta ella hubiesen llegado sus gritos, oyó el estrépito con que en las peñas se rompía el mar. Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma; pues allí no había puertos, donde las naves se acogiesen, ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Ulises; y el héroe, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:

      408 «¡Ay de mí! Después que Júpiter me concedió que viese inesperada tierra, y acabé de surcar este abismo, ningún paraje descubro por donde consiga salir del albo mar. Por defuera hay agudos peñascos á cuyo alrededor braman las olas impetuosamente, y la roca se levanta lisa; y aquí es el mar tan hondo que no puedo afirmar los pies para

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