La bodega. Висенте Бласко-Ибаньес

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La bodega - Висенте Бласко-Ибаньес

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con puertas de cristales guardaba alineados en compactas filas miles y miles de pequeños frascos, cuidadosamente tapados, cada uno con su etiqueta, en la que se consignaba una fecha. Esta aglomeración de botellas era como la historia de los negocios de la casa. Cada frasco guardaba la muestra de un envío; la referencia de un líquido fabricado con arreglo al deseo del consumidor. Para que se repitiera la remesa no tenía el cliente más que recordar la fecha, y el encargado de las referencias buscaba la muestra, elaborando de nuevo el líquido.

      La bodega de embarque contenía cuatro mil botas de distintos vinos para las combinaciones. En un cuarto lóbrego, sin otra luz que un ventanillo cerrado por un vidrio rojo, estaba la cámara oscura. Allí el técnico examinaba, al través del rayo luminoso, la copa de vino del barril recién abierto.

      Con arreglo a las referencias o a la nota enviada del escritorio, combinaba el nuevo vino con los diversos líquidos y después marcaba con clarión en las caras de los toneles el número de jarras que había que extraer de cada uno para formar la mixtura. Los arrumbadores, mocetones fornidos, en cuerpo de camisa, arremangados y con la amplia faja negra bien ceñida a los riñones, iban de un lado a otro con sus jarras de metal, trasegando los vinos de la combinación al tonel nuevo del envío.

      Montenegro conocía desde su niñez al técnico de la bodega de embarque. Era el empleado más antiguo de la casa. Había alcanzado a ver en su niñez al primer Dupont, fundador del establecimiento. El segundo le había tratado como a compañero, y al actual jefe, a Dupont el joven, lo había tenido en sus brazos, uniéndose al tuteo de la confianza paternal el miedo que le inspiraba don Pablo con su carácter imperioso de dueño a estilo antiguo.

      Era un viejo que parecía hinchado por el ambiente de la bodega. Su piel, surcada por las arrugas, tenía el brillo de una eterna humedad, como si el vino volatilizado penetrase por todos sus poros y se escurriese por el borde de su bigote en forma de lágrimas.

      Aislado en su bodega, obligado al silencio por los largos encierros en la cámara oscura, sentía la comezón de hablar cuando se presentaba alguno del escritorio, especialmente Montenegro, que, lo mismo que él, podía tenerse por hijo de la casa.

      —¿Y tu padre?—preguntó a Fermín.—Siempre en la viña, ¿eh?... Allí se está mejor que en esta cueva húmeda. De seguro que vivirá más años que yo.

      Y al fijarse en el papel que le ofrecía Montenegro, hizo un mohín de disgusto.

      —¡Otro encarguito!—exclamó irónicamente.—¡Vino combinado para el embarque!... Bien van los negocios, señor Dios. Antes éramos la primera casa del mundo, la única, por nuestros vinos y nuestras soleras del país. Ahora fabricamos mejunjes, vinos de extranjería, el Madera, el Oporto, el Marsala, o imitamos el Tintillo de Rota y el Málaga. ¡Y para esto cría Dios los caldos de Jerez y da fuerza a nuestras viñas! ¡Para que neguemos nuestro nombre!... ¡Vamos, que siento un deseo de que la filoxera acabe con todo para no aguantar más falsificaciones y mentiras!...

      Montenegro conocía las manías del viejo. No le presentaba una nota de embarque que no prorrumpiese en maldiciones contra la decadencia de los vinos de Jerez.

      —Tú no has alcanzado la buena época, Ferminillo—continuó;—por esto tomas las cosas con tanta pachorra. Tú eres de los modernos, de los que creen que las cosas marchan bien porque vendemos mucho cognac como cualquier casa de esos países extranjeros, cuyas viñas sólo producen porquería, sin que Dios les conceda la menor cosa que se parezca al Jerez... Dime, tú que has corrido mundo, ¿dónde has visto nuestra uva de Palomino, ni la de Vidueño, ni el Mantuo de Pila, ni el Cañocaso, ni el Perruno, ni el Pedro Ximénez?... ¡Qué has de ver! Eso sólo se cría en esta tierra: es un regalo de Dios...; y, con tanta riqueza, fabricamos cognac o vinos de imitación porque el Jerez, el verdadero Jerez ya no está de moda, según dicen esos señores del extranjero! Aquí se acaban las bodegas. Esto son licorerías, boticas, cualquier cosa, menos lo que fueron en otro tiempo y ¡vamos!, que me dan ganas de echar a volar para no volver, cuando os presentáis con esos papelillos, pidiéndome que haga otra falsificación.

      El viejo se indignaba oyendo las respuestas de Fermín.

      —Son exigencias del comercio moderno, señor Vicente; han cambiado los negocios y el gusto del público.

      —Pues que no beban, ¡porra!, que nos dejen tranquilos, sin exigirnos que disfracemos nuestros vinos; los guardaremos almacenados para que envejezcan tranquilamente, y estoy seguro de que algún día nos harán justicia viniendo a buscarlos de rodillas... Esto ha cambiado mucho. La Inglaterra debe de estar perdida. No necesito que me lo digas; demasiado lo veo yo aquí recibiendo visitas. Antes venían menos ingleses a la bodega; pero los viajeros eran gentes de distinción: lores y loresas, los que menos. Daba gloria ver con qué aire de señorío se apimplaban. ¡Copa de aquí, para hacer un pedido! ¡copa de allá, para comparar!, y así iban por la bodega, serios como sacerdotes, hasta que a la salida tenían que tumbarlos en el calesín para llevarles a la fonda. Sabían catar y hacer justicia a lo bueno... Ahora, cuando toca en Cádiz barco de ingleses, llegan en manada, con un guía al frente; prueban de todo porque se da gratis y, si compran algo, se contentan con botellas de a tres pesetas. No saben emborracharse con señorío: gritan, arman camorra y se van por la calle haciendo eses para que rían los zagales. Yo creía antes que todos los ingleses eran ricos, y resulta que estos que viajan en cuadrilla son cualquier cosa; zapateros o tenderos de Londres que salen a tomar el aire con los ahorros del año... Así marchan los negocios.

      Montenegro sonreía escuchando las incoherentes lamentaciones del viejo.

      —Además—continuó el bodeguero—en Inglaterra, lo mismo que aquí, se pierden las costumbres antiguas. Muchos ingleses no beben más que agua, y, según me han dicho, ya no es elegante, después de comer, que las señoras se vayan a charlar a un salón, mientras los hombres se quedan bebiendo, hasta que los criados se toman el trabajo de sacarlos de bajo de la mesa. Ya no necesitan por la noche, como gorro de dormir, un par de botellas de Jerez que costaban un buen puñado de chelines. Los que aún se emborrachan para demostrar que son unos señores, usan lo que llaman bebidas largas—¿no es esto, tú que has estado allá?—porquerías que cuestan poco y permiten beber y beber antes de apimplarse; el wischy con soda y otras mixturas asquerosas. La ordinariez los domina. Ya no piden Xerrrez como cuando vienen aquí y lo encuentran gratis. El Jerez únicamente sabemos apreciarlo los de la tierra; dentro de poco sólo lo compraremos nosotros. Ellos se emborrachan con cosas baratas, y así marchan sus asuntos. En el Transvaal casi los revientan. El mejor día les pegarán en el mar con todas sus guapezas. Decaen: ya no son los mismos de aquellos tiempos en que la casa Dupont era una bodega poco más grande que una barraca, pero enviaba sus botellas y hasta sus barricas al señor Pitt, al señor Nelson, al señor Velintón y a otros caballeros cuyos nombres figuran en las soleras más antiguas de la bodega grande.

      Montenegro seguía riendo al oír estas lamentaciones.

      —Ríe, muchacho, ríe. Todos sois lo mismo: no habéis conocido lo bueno y os extraña que los viejos encontremos tan malo lo presente. ¿Sabes a cómo se pagaba antes la bota de treinta y una arrobas? Pues llegó a valer 230 pesos; y ahora se ha vendido en algunos años a 21 pesos. Pregúntale a tu padre, que aunque menos viejo que yo, también ha conocido los tiempos de oro. El dinero circulaba en Jerez lo mismo que el aire. Había cosecheros que usaban calañés y vivían en un casucho de las afueras como pobres, alumbrándose con un velón; pero al pagar una cuenta tiraban de un saco que tenían debajo de la mesilla de pino como si fuese un saco de patatas, y ¡eche usté onzas! Los trabajadores de las viñas cobraban de treinta a cuarenta reales de jornal, y se permitían la fantasía de ir al tajo en calesín y con zapatos de charol. Nada de periódicos, ni de soflamas, ni de mítines. Allí donde se reunía la gente sonaba la guitarra, soltándose

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