La bodega. Висенте Бласко-Ибаньес
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Don Pablo se exaltaba al recordar la hermosura de la fiesta; le brillaban los ojos, humedecidos por la emoción, y aspiraba el aire como si aún percibiera el olor de la cera y del incienso, el perfume de las flores que su jardinero había puesto en el altar.
—¡Y qué bien se siente el alma después de una fiesta así!—añadió con delectación.—Ayer fue uno de los días mejores de mi vida. ¿Puede haber cosa más santa? La resurrección de los buenos tiempos, de las sencillas costumbres: el señor comulgando con sus servidores. Ahora ya no hay señores como en otros tiempos: pero el rico, el gran industrial, el comerciante, debe imitar el antiguo ejemplo y presentarse ante Dios seguido de todos aquellos a quienes da el pan.
Pero pasando de la ternura a la cólera, con su vehemencia de impulsivo, se fijó en Fermín, como si hasta entonces, hablando de la fiesta, se hubiese olvidado de él.
—¡Y tú no viniste!—exclamó rojo de indignación, mirándole duramente.—¿Por qué?... Pero no hables: no mientas. Te advierto que lo sé todo.
Y siguió hablando a Montenegro en tono amenazador. Tal vez era de él la culpa, ya que toleraba desobediencias en su escritorio. Tenía dos empleados herejes, un francés y un noruego encargados de la correspondencia extranjera, los cuales, con el pretexto de no ser católicos, daban el mal ejemplo no asistiendo a las fiestas del domingo. Y Fermín, porque había viajado, porque había vivido en Londres y leído unos libracos venenosos para su alma, se creía con derecho a imitarles. ¿Acaso era él extranjero? ¿No lo habían bautizado al nacer? ¿O es que por haber ido a Inglaterra, a costa del bolsillo de su difunto padre, se creía superior a los demás?...
—Esto se acabará—continuó Dupont, exaltándose con sus propias palabras.—Si esos extranjeros no van a la iglesia como los demás, los despediré: no quiero que den en mi casa malos ejemplos y que te sirvan de pretexto para echarlas de hereje.
A Montenegro no le infundían temor estas amenazas. Las había oído muchas veces: después de un domingo de gran fiesta, el amo hablaba siempre de despedir a los extranjeros; pero luego sus conveniencias comerciales le hacían aplazar la resolución, en vista de los buenos servicios que prestaban en el escritorio.
Pero cuando Fermín se alarmó fue al ver que don Pablo, cambiando de gesto y con una frialdad irónica, le preguntaba repetidas veces dónde había pasado el día anterior.
—¿Tú crees que no lo sé?...—continuó.—Nada de excusas, Fermín: no mientas. Yo lo sé todo. Un amo cristiano debe preocuparse no sólo de la vida de sus dependientes, sino de su alma. No contento con huir de la casa de Dios has pasado el día con ese Salvatierra, que acaba de librarse del presidio, donde debía seguir por todo el resto de sus días.
Montenegro se indignó ante el tono despectivo con que hablaba Dupont de su maestro. Palideció de cólera, estremeciéndose como si acabase de recibir un latigazo, y miró de frente con cierta arrogancia a su jefe.
—Don Fernando Salvatierra—dijo con voz trémula, haciendo esfuerzos por contener su indignación—fue mi maestro y le debo mucho. Además, es el mejor amigo de mi padre, y yo sería un desagradecido sin entrañas si no fuese a verle después de sus desgracias.
—¡Tu padre!—exclamó don Pablo.—¡Un bobalicón que nunca aprenderá a vivir!... ¡Que nadie le toque a su antiguo cabecilla! Y yo le preguntaría qué sacó de ir por los montes y por las calles de Cádiz disparando tiros por su República Federal y su don Fernando. Si mi padre no le hubiese apreciado por su sencillez y hombría de bien, seguramente que habría muerto de hambre, y tú, en vez de ser un señorito, estarías cavando en las viñas.
—Pues su padre de usted, don Pablo—dijo Fermín,—también fue amigo de don Fernando Salvatierra y más de una vez acudió a él pidiéndole apoyo en aquella época de pronunciamientos y cantones.
—¡Mi padre!—contestó Dupont con cierta indecisión.—También era como era: hijo de una época de revueltas y un poco tibio en lo que más debe importarle al hombre: la religión... Además, Fermín, los tiempos han cambiado; aquellos republicanos de entonces eran muchos de ellos personas extraviadas, pero de excelente corazón. Yo he conocido algunos que no podían pasar sin su misa y eran unos santos varones que odiaban a los reyes, pero respetaban a los sacerdotes de Dios. ¿Tú crees, Fermín, que a mí me asusta la República? Yo soy más republicano que tú; yo soy un hombre moderno.
Y con ademanes descompuestos, golpeándose el pecho, hablaba de sus convicciones. Él no tenía simpatía alguna por los gobiernos actuales; al fin, todos eran unos ladrones, y en punto a fe religiosa unos hipócritas que fingían sostener el catolicismo porque lo consideraban una fuerza. La monarquía era una bandera social, como decía su amigo el padre Urizábal: conforme; pero él se fijaba poco en banderas y colores; lo importante era que Dios estuviese sobre todo, que reinase Cristo con monarquía o con república, y los gobernantes fuesen hijos sumisos del Papa. A él no le infundía miedo la República. Miraba con gran simpatía algunas de la América del Sur, pueblos ideales y felices donde la Purísima Concepción era capitana generala de los ejércitos y el Corazón de Jesús figuraba en las banderas y en los uniformes de los soldados, formándose los gobiernos bajo la sabia inspiración de los Padres de la Compañía. Una república de esta clase podía venir, por él, cuando quisiera. Daría por su triunfo la mitad de su fortuna.
—Te digo, Fermín, que soy más republicano que tú y que de todo corazón estaría con aquellos buenos señores que conocí de niño, a los que miraba la gente como unos descamisados, siendo excelentes personas... ¡Pero el Salvatierra de ahora! ¡Y todos vosotros, los jovenzuelos que le escucháis, mequetrefes que os parece poco ser republicanos y habláis de la igualdad, y de repartirlo todo, y decís que la religión es cosa de viejas!...
Dupont abría sus ojos desmesuradamente para expresar el asombro y la repugnancia que le inspiraban los nuevos rebeldes.
—Y no creas, Fermín, que yo soy de los que me asusto por lo que ese Salvatierra y sus amigos llaman reivindicaciones sociales. Ya sabes que no riño por cuestiones de dinero. ¿Que piden los trabajadores unos céntimos más de jornal o un nuevo rato de descanso para echar otro cigarro? Pues si puedo, lo doy, ya que gracias al Señor, que tanto me protege, lo que menos me falta es dinero. Yo no soy como esos otros amos que viviendo en perpetuo ahogo regatean el sudor del pobre. ¡Caridad, mucha caridad! Que se vea que el cristianismo sirve de arreglo para todo... Pero lo que me revuelve la sangre es que se pretenda que todos seamos iguales, como si no existiesen jerarquías hasta en el cielo; que se hable de Justicia al pedir algo, como si favoreciendo yo a un pobre no hiciese más que lo que debo y mi sacrificio no significase una buena acción. Y, sobre todo, esa infernal manía de ir contra Dios, de quitar al pobre sus sentimientos religiosos, de hacer responsable a la Iglesia de todo lo malo que ocurre, y que no es más que obra del maldito liberalismo...
Don Pablo se indignaba al recordar la impiedad de la gente rebelde. En esto no transigía. Salvatierra y cuantos fuesen contra la religión le encontrarían enfrente. En su casa, todo menos eso. Aún temblaba de cólera recordando cómo despidió, dos semanas antes, a un tonelero, un mentecato adulterado por la lectura, al que había sorprendido haciendo alarde de incredulidad ante sus compañeros.
—Figúrate que decía que las religiones son hijas del miedo y la ignorancia: que el hombre, en sus primeros tiempos, no creyó en nada sobrenatural, pero que ante el rayo y el trueno, ante el incendio y la muerte, no pudiendo explicarse tales misterios, había inventado a Dios. ¡Vamos, no sé cómo me contuve y no le di de bofetadas! Aparte de estas locuras, un buen muchacho que sabía su oficio: pero buena penitencia lleva, pues en Jerez nadie le ha dado trabajo por no molestarme, viéndolo expulsado de mi casa, y ahora