Guerra y Paz. Leon Tolstoi

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Guerra y Paz - Leon Tolstoi страница 18

Guerra y Paz - Leon  Tolstoi Biblioteca de Grandes Escritores

Скачать книгу

era tan desordenada como ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometría y anhelosamente abrió la carta. Era de su íntima amiga de la infancia, Julia Kuraguin, la misma que había asistido a la fiesta de los Rostov.

      Julia escribía:

      «Querida y excelente amiga:

      «¡Qué terrible y desconsoladora es la ausencia! ¿Por qué no puedo, como ahora hace tres meses, encontrar nuevas fuerzas morales en tu mirada, tan dulce, tan tranquila y tan penetrante, mirada que yo amo tanto y que me parece ver ante mí cuando te escribo?»

      Al terminar de leer este pasaje, la princesa María suspiró y se miró en el espejo que tenía a su derecha. Vio en él reflejado su cuerpo sin gracia, mezquino, su delgado rostro. «Me halaga», pensó. Y apartando los ojos del espejo continuó la lectura. Sin embargo, Julia no halagaba a su amiga. En efecto, los ojos de la Princesa, grandes, profundos, a veces fulgurantes como si proyectasen rayos de un ardiente resplandor, eran tan bellos que frecuentemente, a pesar de la fealdad de toda su cara, sus ojos eran mucho más atractivos que cualquier otra belleza. No obstante, la Princesa no había visto nunca la expresión de sus ojos, la expresión que adquirían cuando no pensaba en sí misma. Como el rostro de todos, el suyo adquiría una expresión artificial cuando se miraba al espejo. Continuó leyendo.

      «En Moscú no se habla sino de la guerra. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero, y el otro en la Guardia que se dirige a la frontera. Además de llevarse a mis hermanos, me ha privado esta guerra de una de mis más entrañables amistades. Hablo del joven Nicolás Rostov, que, lleno de entusiasmo, no ha podido soportar la inactividad y ha dejado la Universidad para alistarse en el ejército. Bien, querida María. Te confesaré que, a pesar de ser muy joven, su ingreso en el ejército me ha producido un gran dolor. Este muchacho, de quien te hablaba este verano, posee tal nobleza de corazón, tan verdadera juventud, que difícilmente se encuentran personas como él en este mundo en que vivimos rodeados de viejos de veinte años. Sobre todo, es tan franco y tan bondadoso, posee un espíritu tan puro y poético, que mis relaciones con él, por pasajeras que fuesen, han sido una de las más dulces satisfacciones para este pobre corazón mío que ha sufrido tanto. Te contaré un día nuestra separación y lo que hablamos al marcharse. Ahora, todo esto es demasiado reciente. ¡Ah, querida mía! ¡Que feliz eres no conociendo estas alegrías y estas punzantes penas! Eres feliz porque, generalmente, las penas son más fuertes que las alegrías. Sé muy bien que el conde Nicolás es demasiado joven para que pueda ser alguna vez para mí algo más que un amigo. Pero esta dulce amistad, estas relaciones tan poéticas y tan puras, han sido una necesidad para mi corazón. Pero no hablemos más. La gran noticia del día, que corre de boca en boca por todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezukhov y su herencia. Imagínate que las tres princesas no han heredado casi nada, que el príncipe Basilio nada en absoluto y que Pedro lo ha heredado todo y ha sido reconocido como hijo legítimo. Por consiguiente, él es el actual conde Bezukhov, dueño de la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el príncipe Basilio ha desempeñado un papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy aplanado a San Petersburgo.

      «Te confieso que entiendo muy poco de todas estas cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que desde que el joven que todos conocíamos con el nombre de monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde Bezukhov y propietario de una de las más grandes fortunas de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de tacto de las mamás cargadas de hijas casaderas, e incluso de aquellas mismas señoritas que se encuentran en análogas condiciones, con respecto a este sujeto, que, entre paréntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre. Como quiera que hace dos años que se entretiene la gente adjudicándome prometidos que muchas veces ni yo siquiera conozco, la crónica matrimonial de Moscú me ha hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propósito de matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tía Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial con respecto a ti. Se trata ni más ni menos que del hijo del príncipe Basilio, Anatolio, a quien querrían situar casándolo con una persona rica y distinguida. A lo que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No sé cómo tomarás todo esto, pero me parece que tenía la obligación de avisarte. Dicen que es un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto puedo decirte referente a él.

      «Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que la acompañe a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy. Lee el libro religioso que te envío. Aquí se ha puesto de moda; aún cuando en él hay cosas difíciles de comprender para la débil concepción humana, es un libro admirable y su lectura calma y eleva el espíritu.

      «Adiós. Saluda respetuosamente a tu padre de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te abraza de todo corazón tu amiga,

      Julia»

      «P. S. Dame noticias de tu hermano y de su simpática esposa.»

      La Princesa quedó un instante pensativa. De pronto se levantó, se dirigió al escritorio y comenzó a escribir rápidamente la respuesta a la carta de Julia.

      XIX

      El viejo criado hallábase sentado en su lugar de costumbre y escuchaba los ronquidos del Príncipe. En el gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa, podían oírse, a través de las puertas cerradas, los pasajes difíciles de la Sonata de Dussek repetidos por vigésima vez.

      En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el príncipe Andrés saltó del carruaje. Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la puerta del gabinete de trabajo, que el Príncipe dormía, y cerró la puerta rápidamente. Tikhon sabía que ni la llegada del hijo ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuese, podía trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el príncipe Andrés lo sabía tan bien como el criado. Consultó el reloj como para comprobar si los hábitos de su padre habían cambiado desde que hubo dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se dirigió a su esposa.

      – Despertará dentro de veinte minutos – le dijo -. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa María.

      La pequeña Princesa había engordado mucho durante los últimos tiempos, pero sus ojos y el labio sonriente sombreado por un ligero bozo elevábase de la misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a hablar.

      – ¡Pero si esto es un palacio! – dijo a su marido, mirándolo con aquella expresión que se adquiere para felicitar a un huésped por la magnificencia del baile que celebra -. Vamos deprisa, deprisa.

      Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido y al criado que les acompañaba.

      –Sin duda, María está haciendo escalas. No hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.

      El príncipe Andrés subía tras ella con una expresión tierna y triste.

      – Te has hecho viejo, Tikhon – dijo, al pasar, al viejo criado que le besaba la mano.

      Al encontrarse ante la habitación donde sonaba el clavecín, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecía loca de alegría.

      – ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho-dijo-. Voy a avisarla.

      – No, no, hágame el favor. Es usted mademoiselle Bourienne; ya la conocía por la amistad que mi cuñada le profesa – repuso la Princesa besando a la señorita de compañía -. No tiene ni idea de que estamos aquí.

      Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual oíase el pasaje que se repetía incesantemente. El príncipe Andrés se detuvo e hizo un gesto como si escuchara algo desagradable. La Princesa entró.

Скачать книгу