Guerra y Paz. Leon Tolstoi
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– ¡Ah, Excelencia! – intervino Jerkov, sin separar la vista de los húsares pero conservando su tono inocente que no permitía distinguir si hablaba en serio o no -. ¡Ah, Excelencia! ¿Cómo dice usted enviar dos soldados tan sólo? ¿Quién nos daría entonces la Cruz de Vladimir? Más vale que se pierdan todos y que se proponga a todo el escuadrón para la recompensa, porque todos tendremos entonces una condecoración. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.
– ¡Ah! – dijo el oficial de la escolta -. Ya ametrallan – y señalaba a los cañones puestos en funcionamiento y que avanzaban pesadamente.
Del lado de los franceses donde se encontraban los cañones se levantó una columna de humo, y casi simultáneamente una segunda y una tercera, y, mientras llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Después oyéronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la tercera.
– ¡Oh, oh! – dijo Nesvitzki, como si hubiera sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la escolta por un brazo -. Mire, ya ha caído el primero. Mire.
– Y me parece que también el segundo.
– Si fuese rey, no haría nunca la guerra – dijo Nesvitzki volviendo la cabeza.
Los cañones franceses se cargaban de nuevo apresuradamente. La infantería de los capotes azules corría hacia el puente; la humareda apareció de nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla, estrellándose sobre el puente. Esta vez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo que ocurría. Lo cubría todo un humo espeso. Los húsares habían conseguido prender fuego y las baterías francesas tiraban contra ellos no para impedirlo, sino porque los cañones estaban cargados y no sabían contra quiénes tirar. Los franceses pudieron tirar tres veces antes de que los húsares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la metralla pasó por encima de los húsares, pero la tercera cayó en medio del grupo y derribó a tres.
Rostov se detuvo en medio del puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien atacar de la forma en que él había imaginado que eran los combates, y no podía ayudar a incendiar el puente porque no había cogido brasa ninguna, como hicieron los demás soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto, algo chocó contra el puente con gran estrépito y uno de los húsares más cercanos a él cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con los demás. Alguien gritó: «¡Camilla!» Cuatro hombres cogieron al húsar y lo levantaron.
–¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios, dejadme!-gritó el herido.
Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El cielo le pareció magnífico. ¡Era tan azul, tan sereno, tan profundo…! ¡Qué majestuoso y claro era el sol poniente! ¡Cuán suavemente brillaba el agua en el Danubio! Y todavía eran mucho más hermosas las azulencas y largas montañas tras el río, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era feliz.
«Si estuviera allí, no desearía nada – pensó Rostov -. En mí y en ese cielo hay tanta felicidad, y aquí… gemidos, sufrimientos, miedo, esta inquietud, esta fiebre… Otra vez gritan algo. De nuevo todos corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no veré ya más ni este sol, ni este aire, ni estas montañas…»
Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se mezclaban en su cerebro en una impresión enfermiza y trastornadora.
«¡Oh Dios mío, Señor!, Tú que estás en los cielos, sálvame, perdóname y protégeme», murmuró Rostov.
El húsar corrió hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y más tranquilas y las camillas desaparecieron de sus ojos.
– ¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la pólvora! – le gritó Denisov al oído.
«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió las riendas de Gratchic de manos de un soldado.
– ¿Qué era? ¿Metralla? – preguntó a Denisov.
– ¡Y vaya metralla! – exclamó Denisov -. Han trabajado como leones, a pesar de que no era un trabajo agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.
Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta.
«Me parece que nadie se ha dado cuenta», pensó Rostov.
En efecto, nadie se había percatado, porque todos conocían el sentimiento experimentado por primera vez por el suboficial que todavía no ha entrado en fuego.
– Será considerada una acción excelente – dijo Jerkov-. Quizá me propongan para un ascenso.
–Anuncie al Príncipe que he prendido fuego al puente – dijo el Coronel con alegría y solemnidad.
–Si me pregunta las bajas…
– ¡No ha sido nada! – dijo en voz baja el Coronel -. Un muerto y dos heridos – continuó con visible alegría, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción al pronunciar la palabra «muerto».
Perseguido por un ejército de más de cien mil hombres mandados por Bonaparte, entorpecido por habitantes animados de intenciones hostiles, perdida la confianza en los aliados, falto de provisiones y obligado a obrar fuera de todas las condiciones previstas de la guerra, el ejército ruso de treinta y cinco mil hombres, bajo el mando de Kutuzov, retrocedía rápidamente siguiendo el curso del Danubio, deteniéndose allí donde se veía rodeado por el enemigo y defendiéndose por la retaguardia tanto como le era necesario para retirarse sin perder bagajes. Había habido combates en Lambach, Amsterdam y Melk; pero a pesar del coraje y la firmeza, reconocidos hasta por el propio enemigo, que los rusos habían demostrado, el resultado de estas acciones no era sino una retirada cada vez más rápida. Las tropas austriacas que habían evitado la capitulación en Ulm, y se habían unido a Kutuzov en Braunau, habíanse separado últimamente del ejército ruso y Kutuzov veíase reducido tan sólo a sus débiles fuerzas ya agotadas. Era imposible pensar en defender Viena. En lugar de la guerra ofensiva, premeditada según las leyes de la nueva ciencia – la estrategia -, el plan de la cual había sido remitido a Kutuzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austriaco, el único objeto, casi inaccesible, que entonces se presentaba a Kutuzov consistía en reunirse a las tropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejército como Mack en Ulm.
El día 28 de octubre, Kutuzov pasaba con su ejército a la ribera izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, interponiendo el río entre él y el grueso del ejército enemigo. El día 30 se lanzó al ataque y deshizo la división de Mortier, que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio. En esta acción consiguió apoderarse de unas banderas, algunos cañones y dos generales enemigos. También por primera vez, después de dos semanas de retirada, se detenía el ejército ruso y, después de un combate, no solamente quedaba dueño de la situación, sino que había logrado expulsar a los franceses.
El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno de sus espías un informe según el cual el ejército ruso encontrábase en una situación casi desesperada. El informe decía que los franceses, con un enorme contingente de fuerzas, después de atravesar el puente de Viena, se dirigían contra la línea de comunicación de Kutuzov con las tropas procedentes de Rusia. Si Kutuzov se quedaba en Krems,