El paraiso de las mujeres. Висенте Бласко-Ибаньес

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El paraiso de las mujeres - Висенте Бласко-Ибаньес

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y puede componerse de tres ó cuatro historias diversas, que se desarrollan á la vez, y al final vienen á confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de nuestro planeta.

      Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince ó veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los más diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.

      Repito que el Ťséptimo arteť es novela y no teatro, y tal vez por esto todas las obras teatrales célebres que fueron trasladadas al cinematógrafo pasaron inadvertidas, mientras las novelas famosas, al ser filmadas, obtuvieron grandes éxitos, agrandándose el interés de su fábula con la plasticidad de los personajes que el lector sólo había podido imaginarse vagamente á través de las líneas impresas.

      Hoy empieza á aumentar considerablemente en todas las naciones el número de los novelistas que nos preocupamos del arte cinematográfico.

      La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico. Es cierto que los traductores se encargan de salvar este obstáculo; pero por grande que sea su pericia y la conciencia con que realicen su trabajo, Ąresulta siempre tan diversa la novela traducida de la novela original, y se pierden tantas cosas en el traslado de una á otra!…

      En cambio, la expresión cinematográfica puedo proporcionar á la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua ó de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas.

      Gracias á este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece á un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado. Por medio del Ťséptimo arteť, un autor puede en la misma noche contar su historia imaginada á los públicos de Nueva York, Londres y París, á las muchedumbres cosmopolitas de los grandes puertos del Pacífico á los árabes que llegan á caballo al aduar del desierto donde funciona el modesto aparato del cinematografista errante, á los marineros que invernan en una isla del Océano Glacial y entretienen sus noches interminables con el relato mudo de las novelas luminosas.

      Yo puedo decir que una de mis mayores satisfacciones literarias la tuve hace dos ańos, estando en California, al conversar con un japonés que había viajado por toda Asia.

      Este hombre me habló de una de mis novelas, contándome su Ťargumentoť del principio al desenlace para convencerme de que la conocía bien. No la había leído, por no estar traducida aún al idioma de su país, y pensaba comprar la versión inglesa.

      Pero la había Ťvistoť en un cinema de Pekín.

      * * * * *

      Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones.

      El siglo XIX fué el siglo de la música y de la novela. Resulta tan enorme la producción novelesca de los últimos cien ańos y tan diversas las actividades de sus novelistas, que autores y público viven ahora como desorientados.

      Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera á los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. Por eso sin duda, muchos autores violentan la serena sencillez de su idioma, obligándole á producir una florescencia atormentada, de invernáculo, y hacen de ello su mayor mérito. Buscan ocultar de tal modo, bajo la frondosidad forzada del lenguaje, la anémica pobreza de la historia que cuentan.

      Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector…. Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.

      Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior á la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del Ťestiloť; pero creo que si los novelistas empiezan á intervenir directamente en el desarrollo del Ťséptimo arteť, monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales.

      Sin embargo, no á todos los países les es fácil adaptarse con éxito al nuevo medio de expresión literaria.

      La cinematografía depende del desarrollo industrial de un país y de su riqueza.

      El libro también necesita sujetarse á la influencia de estos dos factores; pero un editor de novelas impresas puede establecerse en cualquier parte donde existan imprentas y almacenes de papel, y le bastan unos cuantos miles de pesetas para publicar sus primeros volúmenes.

      Las casas editoriales de cinematografía necesitan capitales de millones y crear por su propia cuenta inmensos talleres. Además, les es indispensable tener á sus espaldas la grandeza de una de esas naciones que son primeras potencias industriales, para encontrar con facilidad energías eléctricas gigantescas, fábricas capaces de producir nuevas maquinarias: en una palabra, para disponer de poderosos aliados y servidores.

      Por este motivo, el más enorme de los pueblos americanos es y será siempre el primer productor cinematográfico de la tierra. Francia, que inventó la cinematografía, figura actualmente como una simple importadora de films facturados desde Nueva York.

      El cinematógrafo ocupa en los Estados Unidos el quinto lugar entre los productos nacionales. Avanza á continuación del acero, el trigo y otros artículos indispensables para la vida.

      Hay en aquella República veinticinco mil salas de cinematógrafo, algunas de ellas con lugar para más de seis mil espectadores.

      En los miles de ciudades donde viven agrupados sus ciento veinte millones de habitantes, los teatros se mantienen en una situación estacionaria, mientras los cinemas son cada vez más numerosos.

      De una obra cinematográfica americana que obtiene éxito en el mundo entero llegan á venderse por término medio doscientas copias. Es lo que se llama, en lenguaje de librería, Ťuna mediana tiradať. De estas copias Francia compra tres ó cuatro para Ťpasarlasť en sus diversos cinemas; Espańa tres; Italia tres ó dos, etc. La Gran Bretańa, que es la mayor compradora de Europa, adquiere once ó quince para la metrópoli y sus colonias.

      En total: de las doscientas copias, los Estados Unidos consumen ellos solos ciento veinte, y las ochenta restantes son para los demás pueblos de la tierra. Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos á modo de una propina.

      Después de saber esto, reconocerá el lector que el cinematógrafo sólo puede ser americano, y que la suprema

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