El paraiso de las mujeres. Висенте Бласко-Ибаньес

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El paraiso de las mujeres - Висенте Бласко-Ибаньес страница 5

El paraiso de las mujeres - Висенте Бласко-Ибаньес

Скачать книгу

y consiguió una tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su maestra de espańol.

      La entrevista resultó grata para el joven, porque le dió la seguridad de que Margaret le amaba siempre; mas no por eso sacó de ella un resultado positivo.

      Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión contra su madre. Pero como en sus afectos sólo podía mandar ella, juró á Edwin que le esperaría un ańo, dos, tres, todos los que fuesen necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente lucrativa ó un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro que la madre cejaría en su resistencia.

      El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. Él conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la vida, empezaba á despertar en su interior.

      —ĄAdiós, Margaret! Antes de un ańo seré rico, y nos casaremos….

      Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle cuando estaba al lado de su novia, volvió á contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. żCómo puede un hombre ganar unos cuantos millones en un ańo cuando los necesita para casarse con la mujer que ama?… Quiso ver otra vez á Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de espańol, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.

      Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había disminuído considerablemente los contados miles de dólares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes á un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.

      Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir á Australia, ofreciéndole para allá varias cartas de recomendación.

      Gillespie acabó embarcándose con rumbo á Melbourne, pero antes escribió á una amiga de Margaret para que ésta conociese su resolución y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.

      La larga navegación fué muy triste para él. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole á perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.

      Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelandia, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, á través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.

      Varias familias de Nueva Zelandia tomaron pasaje para ir á Sidney ó á Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compańeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose á ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con él y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.

      Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vió un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta da que debía pertenecer á los nińos de una familia subida al buque en Nueva Zelandia.

      La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vió un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rótulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, á pie y á caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, á estilo oriental.

      —Las Aventuras de Gulliver—murmuró el ingeniero—. El gracioso libro de Swift … ĄCuánto tiempo hace que no he leído esto!… ĄQué feliz era yo en los ańos que podía interesarme tal lectura!…

      Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueńa y algo desdeńosa. Primeramente fué mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto á abandonarla, pero retardando el momento á causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabó por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.

      Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fué interrumpida violentamente.

      Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa á popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder á impulsos del golpe recibido.

      El ingeniero vió elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del sol.

      Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del atronador desgarramiento. Pero el silencio fué corto. A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.

      A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.

      Se vió hablando con un oficial que corría á lo largo de la cubierta dando gritos á los marineros para que echasen los botes al agua.

      —Hemos tocado con la proa una mina flotante—dijo contestando á las preguntas de Gillespie—. Y si no es una mina, será un torpedo abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el Pacífico.

      Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. żCómo podían las corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?… żPor qué raro capricho de la suerte iban ellos á chocar con un torpedo abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?… Oyó que le hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que sólo había cambiado algunos saludos durante el viaje.

      —No creo en la mina ni en el torpedo—dijo este hombre—. Deben haber embarcado dinamita en Nueva Zelandia ó alguna otra materia explosiva. Lo cierto es que nos vamos á pique irremediablemente.

      Gillespie se dió cuenta de que este pasajero decía verdad. El buque empezaba á hundir su proa y á levantar la popa lentamente. Las olas invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos por la explosión y los cadáveres despedazados.

      Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los nińos ocupaban con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por orden de edad.

      Se

Скачать книгу