Flor de mayo. Висенте Бласко-Ибаньес

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Flor de mayo - Висенте Бласко-Ибаньес

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furores trocábanse en risas, semejantes al cloquear de todo un gallinero, si á alguna se le ocurría una frase capaz de hacer mella en sus paladares fuertes.

      Enardecíalas la tardanza de los panaderos en dejar libre la báscula; llovían insultos sobre aquellos mocetones, que no se mordían la lengua; y en el derroche de indecencias que se cruzaban con acompañamiento de amigables risas, enviábanse á tocar lo otro y lo de más allá, barajando con inocente tranquilidad las blasfemias más monstruosas con los distintivos del sexo.

      En este hervidero de risotadas é insultos, la que llamaba la atención era Dolores la del Retor, una buena moza mejor vestida que las otras, que se apoyaba con cierta negligencia en una pilastra del fielato, con los brazos atrás, arqueando la robusta pechuga y sonriendo como un ídolo satisfecho cuando los hombres se fijaban en sus zapatos de amarillo cuero y el soberbio arranque de las pantorrillas, cubiertas con medias rojas.

      Era una morena cariancha, con el rubio y alborotado pelo como una aureola en torno de la pequeña frente; ojos verdes que tenían la obscura transparencia del mar, y en los cuales, en ciertos momentos, reflejábase la luz, haciendo brillar un círculo de puntos dorados.

      Reía como una loca, entreabriendo sus mandíbulas poderosas de muchacha de sólida osamenta; y los labios carnosos, de un rojo tostado, mostraban al separarse una dentadura igual, fuerte y tan brillante, que parecía iluminar la cara con pálida claridad de marfil.

      Guardábanla consideraciones como á moza de buenos puños é insolencia agresiva. Influía además en tal respeto el ser mujer de Pascualo el Retor, un buenazo que la obedecía en todo y no chistaba dentro de casa; pero que fuera, en el mar, sabía ganarse la vida mejor que otros, y tenía, según opinión general, un gato enorme de duros oculto en los pucheros de la cocina; todo ganado, peseta por peseta, en pescas afortunadas.

      Por esto se daba ella sus airecillos de reina entre la turba desvergonzada, y miserable de la Pescadería, y apretaba los labios con satisfacción cuando admiraban sus pendientes de perlas, los pañuelos de Argel ó los refajos de Gibraltar regalados por el Retor.

      Únicamente tratábase de igual á igual con cierta tía suya, la agüela Picores, una veterana de la Pescadería, enorme, hinchada y bigotuda como una ballena, que hacía cuarenta años tenía aterrados á los alguaciles del Mercado con la mirada de sus ojillos insolentes y las palabrotas de su boca hundida, centro al que convergían como rayos todas las arrugas de su cara.

      —¡Recristo! ¿cuánt acabeu?—gritó Dolores con los brazos en jarras, dirigiéndose á los panaderos.

      Y éstos, que ya retiraban de la báscula su último saco, contestaban con soeces bromas á las mujeres que, con las manos cruzadas bajo el delantal, aumentaban el volumen de sus vientres, presentando un aspecto grotesco.

      Comenzó el peso del pescado; surgieron las riñas de todos los días sobre á cuál le tocaba ir delante. Amenazábanse sin llegar nunca á las manos; la tía Picores intervenía con su vozarrón cascado, que disparaba los insultos como cañonazos; pero Dolores no atendía y dejaba pasar su turno, mirando fijamente al puente, por encima de cuyas barandas veíase avanzar el busto de una rezagada con los brazos en jarras, encorvada bajo el peso de las cestas.

      La buena moza reía con expresión diabólica, y cuando aquella mujer estuvo cerca del fielato, rompió en una carcajada insolente, tocando en un brazo á la agüela Picores.

      ¡Mírela, tía! ¡Siempre llegaba tarde! ¡Claro! ¡con aquella pachorra!... Cualquier día iba á caérsele lo que llevaba bajo del delantal.

      La mujer palideció, y con ademán de cansancio dejó en el suelo las pesadas cestas. Miraba á Dolores con expresión de odio, como si á su vista renaciesen terribles resentimientos, y las dos se midieron de arriba abajo con ojos iracundos.

      Dolores se pasaba una mano por bajo la nariz, aspirando con fuerza, como si tomara rapé. Podía sentarse. Debía estar cansada y chorreando por la caminata.

      Estos insultos á media voz irritaron á la rezagada... ¿Sentarse? ¿Habráse visto desvergonzada? Ella no podía gastar tartana, pero iba á pie con remuchísima honra; no era como otras que engañaban al marido, dándose buena vida.

      ¿Por quién decía eso?... ¿Por ella?... Y la insolente pescadera, con los hermosos ojos verdes moteados de oro por la ira, avanzó algunos pasos. Pero allí estaba la tía para intervenir, agarrándola con sus arrugadas manazas.

      Acababan de pesar sus cestas. Ella no quería líos ni escándalos. ¡Á la tartana! Que se matasen otro rato. Ahora era tarde, y en la Pescadería aguardaban los pescadores. ¡Mirad que les estaba bien, siendo cuñadas!

      Y empujando á Dolores con el blanducho vientre, la condujo á su tartana, donde ya estaban las cestas y las otras pescaderas.

      La buena moza se dejaba conducir como una niña, pero le temblaban los labios, y al mover el destartalado carromato, lanzó la última amenaza:

      —Tú, Rosario, ya se vorem.

      ¿Verse? Cuando ella quisiera. No tardarían mucho. Y Rosario, mujercita flaca y nerviosa, temblaba también de ira; sus pobres brazos levantaron como si fuesen una paja los pesados cestos que tanto la habían abrumado, arrojándolos con fuerza sobre la báscula.

      Comenzaba el día en la ciudad. Pasaban los tranvías repletos de madrugadores; trotaban por parejas los caballos del relevo, dirigidos por muchachos que los montaban en pelo, y por ambos lados del camino desfilaban á la conquista del pan los rebaños de obreros, todavía adormecidos, camino de las fábricas, con el saquito del almuerzo á la espalda y la colilla en la boca.

      Rasgábase en densos jirones el vapor gris que entoldaba el espacio, y el sol hacía su aparición triunfal como deslumbrante custodia, casi á ras del suelo, convirtiendo en oro líquido los charcos de lluvia y reflejándose en las fachadas de las casas con rojizo fulgor de incendio.

      En las calles comenzaba el movimiento. Iban por las aceras con paso ligero las criadas con sus blancas cestas; los barrenderos amontonaban el barro de la noche anterior; andaban por el arroyo con lento cencerreo las vacas de leche; abríanse las puertas de las tiendas, empavesándose con multicolores muestras, y en su interior sonaba el áspero roce de las escobas arrojando á la calle nubes de polvo, que adquiría una transparencia de oro al filtrarse entre los rayos del sol.

      Cuando las tartanas llegaron á la Pescadería, acudieron solícitas las viejas mandaderas á descargar las cestas, ayudando á bajar con servil respeto á las que su miseria hacía considerar como señoras.

      Fueron entrando una tras otra, arrebujadas en su mantón, por las puertas angostas, obscuras como rastrillos de cárcel: bocas fétidas que exhalaban el húmedo tufo de la Pescadería.

      Ya estaba el mercadillo en movimiento; bajo los toldos de cinc, que todavía goteaban la lluvia de la noche anterior, vaciaban las vendedoras sus cestas en las mesas de mármol, alineando los peces sobre un lecho de verdes espadañas. Las enormes rodajas de los grandes pescados mostraban su carne sanguinolenta; salía de los toneles el género del día anterior, conservado entre hielo, con los ojos turbios y las escamas flácidas, y la sardina amontonábase en democrática confusión junto al orgulloso salmonete y á la langosta de obscura túnica, que agitaba sus tentáculos como si diese bendiciones.

      Otras vendedoras ocupaban el lado opuesto del mercadillo: mujeres vestidas de igual modo que las del Cabañal, pero de aspecto más mísero, de rostro más repulsivo.

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