Flor de mayo. Висенте Бласко-Ибаньес

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Flor de mayo - Висенте Бласко-Ибаньес

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y negras como ataúdes, entre espesos cañares, en chozas hundidas en los pantanos, y que en las fangosas aguas encuentra la subsistencia. Eran las hembras de la miseria, con el rostro curtido y terroso, los ojos animados por el extraño fulgor de eternas tercianas y oliendo sus ropas, no al salobre ambiente del mar, sino al tufo del légamo de las acequias, al barro infecto de la laguna que al moverse despide la muerte.

      Vaciaban sobre las mesas enormes sacos que palpitaban como seres vivientes, arrojando por sus bocas la rebullente masa de las anguilas contrayendo sus viscosos y negros anillos, enroscándose por la blancuzca tripa é irguiendo su puntiaguda cabeza de culebra. Junto á ellas caían inanimados y blanduchos los pescados de agua dulce: las tencas de insufrible hedor, con extraños reflejos metálicos, semejantes á los de esas frutas tropicales de obscuro brillo que encierran el veneno en sus entrañas.

      Entre estas míseras mujeres existían también categorías, y algunas más infelices sentábanse en el suelo húmedo y resbaladizo, entre las filas de mesas, ofreciendo largos juncos, en los que estaban ensartadas las ranas, patiabiertas y con los brazos levantados como bailarinas desnudas.

      La Pescadería entraba en movimiento. Comenzaba la afluencia de los compradores, y entre las vendedoras cruzábanse señas misteriosas, gritos de un caló especial que avisaban la llegada de los alguaciles y hacían desaparecer con rapidez de prestidigitación, bajo los delantales y zagalejos, las libras cortas de peso.

      Con viejas y mohosas navajas iban abriendo el plateado vientre de los pescados; caían las hediondas entrañas bajo los mostradores, y los perros vagabundos, después de husmearlas, lanzaban un gruñido de asco, huyendo hacia los inmediatos pórticos, donde estaban los puestos de los carniceros.

      Las pescaderas, que una hora antes se amontonaban amistosamente en la misma tartana ó ante la báscula del fielato, mirábanse desde sus mesas con hostilidad, cruzando provocativas ojeadas cada vez que se arrebataban un parroquiano.

      Una atmósfera de lucha, de ruda competencia, se extendía por el lóbrego mercadillo, que rezumaba humedad y hedor por todas sus baldosas. Gritaban las pescaderas con voces desgarradas; golpeaban sus sucias balanzas por atraer compradores, invitándoles con palabras cariñosas, con ofrecimientos maternales. Y momentos después, las bocas melosas convertíanse con el regateo en orificios de retrete, que arrojaban la inmundicia del lenguaje sobre el rebelde parroquiano, con acompañamiento de insolentes carcajadas de todas las vendedoras, unidas con instintiva solidaridad para insultar al comprador.

      La tía Picores mostrábase majestuosa en la alta poltrona, con su blanducha obesidad de ballena vieja, contrayendo el arrugado y velloso hocico y mudando de postura para sentir mejor la tibia caricia del braserillo, que hasta muy entrado el verano tenía entre los pies, lujo necesario para su cuerpo de anfibio, impregnado de humedad hasta los huesos. Sus manos amoratadas no estaban un momento quietas. Una picazón eterna parecía martirizar su arrugada epidermis, y los gruesos dedos hurgaban en los sobacos, se deslizaban bajo el pañuelo, hundiéndose en la maraña gris, y tan pronto hacía temblar con sus tremendos rascuñones el enorme vientre que caía sobre las rodillas cual amplio delantal, como con un impudor asombroso remangábase la complicada faldamenta de refajos para pellizcarse en las hinchadas pantorrillas.

      Tenía de antiguo sus parroquianos, y no se esforzaba gran cosa en atraer nuevos compradores, pero gozaba diabólicamente cuando torciendo el ceño podía escupir alguna terrible palabrota á las señoras regañonas que acompañaban á sus criadas al mercado.

      Su vozarrón cascado era siempre el que decía la última palabra en las disputas de la Pescadería, y todas reían sus chistes horripilantes, las sentencias de filosofía desvergonzada que pronunciaba con aplomo de oráculo.

      Frente á ella vendía su sobrina Dolores, arremangados los hermosos brazos, jugueteando con los brillantes y dorados platos de su balanza, mostrando su deslumbrante dentadura con sonrisa coquetona á todos los parroquianos, buenos burgueses que hacían la compra por sí mismos y acudían con el limpio capazo ribeteado de rojo, atraídos por la gracia de la buena moza.

      Separada de la tía Picores por dos mesas, estaba Rosario, ocupada en arreglar su pescado de modo que el más fresco quedase á la vista. Las dos cuñadas se miraban frente á frente. Torcían el gesto afectando desprecio; volvíanse las espaldas, pero sus miradas se buscaban para cruzarse con expresión iracunda.

      Faltaba el pretexto para entablar el diario combate, y pronto lo hubo, cuando la soberbia moza, con sus sonrisas y repiqueteos de balanza, se atrajo á un parroquiano que estaba en regateos con Rosario.

      ¿Podía sufrirse aquello? ¡Miren la mala piel! Á una mujer honrada le quitaba sus más antiguos parroquianos. ¡Ladrona, más que ladrona!

      Y Rosario, la mujercilla enjuta, nerviosa y enfermiza, encrespábase como un gallo flaco, con las huesudas mejillas lívidas de rabia y los ojos brillantes de fiebre.

      ¿Y la otra?... Había que verla haciéndose la reina, sorbiendo viento por su nariz corta y graciosa... ¿Quién era la ladrona? ¿Ella?... No había para irritarse tanto, hija mía. Allí todas se conocían; la gente sabía quién era cada una.

      La Pescadería se animaba. Las vendedoras comunicábanse su entusiasmo con maliciosos guiños, y olvidando la venta avanzaban el busto sobre sus pescados para ver mejor. Los compradores formaban grupos y sonreían complacidos por el espectáculo; un alguacil que acababa de entrar en el mercadillo, escurríase prudentemente como hombre experto, y la tía Picores miraba á lo alto, como escandalizada por aquella rivalidad que no tenía término.

      —Sí; una ladrona—continuaba Rosario—. Bien público era. Tenía la manía de quitarle todo lo suyo. Se lo podía probar. En la Pescadería le robaba los parroquianos, y allá en el Cabañal le robaba otra cosa... otra cosa; ya lo entendía ella... ¡Como si la gran mala piel no tuviese bastante con su Retor, un lanudo más ciego que un topo, incapaz de saber dónde tenía la frente!

      Pero este vómito de insultos no conseguía desvanecer la calma desdeñosa de Dolores. Veía cómo apretaban todos los labios para contener la risa que les causaban las alusiones á ella y á su marido, y por lo mismo se mostraba serena, no queriendo divertir á la Pescadería.

      —¡Calla, loca!—decía con acento despreciativo—. ¡Calla, envechosa!

      Pero Rosario replicaba.

      ¿Envidiosa ella? ¿Y de quién? ¿De una tirada que tenía la peor fama en el Cabañal? Muchas gracias; ella era una mujer honrada, incapaz de quitarle á ninguna su hombre.

      Y á continuación la desdeñosa respuesta de Dolores. «¿Qué has de quitar tú?... ¿Con esa cara de sardina?... Eres demasiado fea para eso, hija mía.»

      Y así seguía el tiroteo de insultos; Rosario, cada vez más lívida, enarbolando al hablar sus manos crispadas; y la otra, puesta en jarras, soberbia y sonriente, como si por su fresca boca saliesen lindezas.

      Una fiebre belicosa invadía el mercadillo. Habíanse formado grupos en las puertas, y todas las vendedoras echaban fuera de las mesas sus bustos de furias desgreñadas, chasqueando las lenguas como si azuzasen perros, celebrando con carcajadas las cínicas respuestas de Dolores y golpeando las balanzas con las pesas para acompañar con un metálico retintín la rociada de insultos.

      La buena moza apeló á su supremo argumento de desprecio.

      —¡Mira!... ¡parla en éste!

      Y volviéndose de espaldas con vigorosa rabotada, dióse un

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