El amigo Manso. Benito Perez Galdos
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Soy (diciéndolo en lenguaje oscuro para que lo entiendan mejor), una condensación artística, diabólica hechura del pensamiento humano (ximia Dei), el cual, si coge entre sus dedos algo de estilo, se pone á imitar con él las obras que con la materia ha hecho Dios en el mundo físico; soy un ejemplar nuevo de estas falsificaciones del hombre que desde que el mundo es mundo andan por ahí vendidas en tabla por aquellos que yo llamo holgazanes, faltando á todo deber filial, y que el bondadoso vulgo denomina artistas, poetas ó cosa así. Quimera soy, sueño de sueño y sombra de sombra, sospecha de una posibilidad; y recreándome en mi no ser, viendo trascurrir tontamente el tiempo infinito, cuyo fastidio, por serlo tan grande, llega á convertirse en entretenimiento, me pregunto si el no ser nadie equivale á ser todos, y si mi falta de atributos personales equivale á la posesión de los atributos del sér. Cosa es esta que no he logrado poner en claro todavía, ni quiera Dios que la ponga, para que no se desvanezca la ilusión de orgullo que siempre mitiga el frío aburrimiento de estos espacios de la idea. Aquí, señores, donde mora todo lo que no existe, hay también vanidades ¡pasmaos! hay clases, ¡y cada intriga...! Tenemos antagonismos tradicionales, privilegios, rebeldías, sopa boba y pronunciamientos. Muchas entidades que aquí estamos, podríamos decir, si viviéramos, que vivimos de milagro. Y á escape me salgo de estos laberintos y me meto por la clara senda del lenguaje común para explicar por qué motivo no teniendo voz hablo, y no teniendo manos trazo estas líneas, que llegarán, si hay cristiano que las lea, á componer un libro. Vedme con apariencia humana. Es que alguien me evoca, y por no sé qué sutiles artes me pone como un forro corporal y hace de mí un remedo ó máscara de persona viviente, con todas las trazas y movimientos de ella. El que me saca de mis casillas y me lleva á estos malos andares es un amigo...
Orden, orden en la narración. Tengo yo un amigo que ha incurrido por sus pecados, que deben de ser tantos en número como las arenas de la mar, en la pena infamante de escribir novelas, así como otros cumplen, leyéndolas, la condena ó maldición divina. Este tal vino á mí hace pocos días, hablóme de sus trabajos, y como me dijera que había escrito ya treinta volúmenes, le tuve tanta lástima que no pude mostrarme insensible á sus acaloradas instancias. Reincidente en el feo delito de escribir, me pedía mi complicidad para añadir un volumen á los treinta desafueros consabidos. Díjome aquel buen presidiario, aquel inocente empedernido, que estaba encariñado con la idea de perpetrar un detenido crímen novelesco, sobre el gran asunto de la educación; que había premeditado su plan, pero que faltándole datos para llevarlo adelante con la alevosa presteza que pone en todas sus fechorías, había pensado aplazar esta obra para acometerla con brío cuando estuvieran en su mano las armas, herramientas, escalas, ganzúas, troqueles y demás preciosos objetos pertinentes al caso; que entre tanto, no gustando de estar mano sobre mano, quería emprender un trabajillo de poco aliento, y que sabedor de que yo poseía un agradable y fácil asunto, venía á comprármelo, ofreciéndome por él cuatro docenas de géneros literarios, pagaderas en cuatro plazos, una fanega de ideas pasadas, admirablemente puestas en lechos y que servían para todo, diez azumbres de licor sentimental, encabezado para resistir bien la exportación, y por último, una gran partida de frases y fórmulas, hechas á molde y bien recortaditas, con más una redoma de mucílago para pegotes, acopladuras, compaginazgos, empalmes y armazones. No me pareció mal trato y acepté.
No sé qué garabatos trazó aquel perverso sin hiel delante de mí; no sé qué diabluras hechiceras hizo... Creo que me zambulló en una gota de tinta; que dió fuego á un papel; que después fuego, tinta y yo fuimos metidos y bien meneados en una redomita que olía detestablemente á azufre y otras drogas infernales... Poco después salí de una llamarada roja, convertido en carne mortal. El dolor me dijo que yo era un hombre.
II
Yo soy Máximo Manso.
Y tenía treinta y cinco años cuando me pasó lo que me pasó. Y si á esto añado que el caso es reciente, y que muchos de los acontecimientos incluídos en este verdadero relato ocurrieron en menos de un año, quedarán satisfechos los lectores más exigentes en materias cronológicas. Á los sentimentales he de disgustarles desde el primer momento diciéndoles que soy doctor en dos facultades y catedrático del Instituto, por oposición, de una eminente asignatura que no quiero nombrar. He consagrado mi poca inteligencia y mi tiempo todo á los estudios filosóficos, encontrando en ellos los más puros deleites de mi vida. Para mí es incomprensible la aridez que la mayoría de las personas asegura encontrar en esa deliciosa ciencia, siempre vieja y siempre nueva, maestra de todas las sabidurías y gobernadora visible ó invisible de la humana existencia.
Será porque han querido penetrar en ella sin método, que es la guía de sus tortuosos senos, ó porque estudiándola superficialmente han visto sus asperezas exteriores antes de gustar la extraordinaria dulzura y suavidad de lo que dentro guarda. Por singular beneficio de mi naturaleza, desde niño mostré especial querencia á los trabajos especulativos, á la investigación de la verdad y al ejercicio de la razón; y á tal ventaja se añadió, por mi suerte, la preciosísima de caer en manos de un hábil maestro, que desde luego me puso en el verdadero camino. Tan cierto es, que de un buen modo de principiar emana el logro feliz de difíciles empresas, y que de un primer paso dado con acierto depende la seguridad y presteza de una larga jornada.
Digan, pues, de mí que soy filósofo, aunque no me creo merecedor de este nombre, sólo aplicable á los insignes maestros del pensamiento y de la vida. Discípulo soy no más, ó si se quiere, humilde auxiliar de esa falange de nobles artífices que siglo tras siglo han venido tallando en el bloque de la bestia humana la hermosa figura del hombre divino. Soy el aprendiz que aguza una herramíenta, que mantiene una pieza; pero la penetración activa, la audacia fecunda, la fuerza potente y creadora me están vedadas como á los demás mortales de mi tiempo. Soy un profesor de fila, que cumplo enseñando lo que me han enseñado á mí, trabajando sin tregua; reuniendo con método cariñoso lo que en torno á mí veo, lo mismo la teoría sólida que el hecho voluble, así el fenómeno indubitable como la hipótesis atrevida; adelantando cada día con el paso lento y seguro de las medianías; construyendo el saber propio con la suma del saber de los demás; y tratando, por último, de que las ideas adquiridas y el sistema con tanta dificultad labrado, no sean vanas fábricas de viento y humo, sino más bien una firme estructura de la realidad de mi vida con poderosos cimientos en mi conciencia. El predicador que no practica lo que dice, no es predicador, sino un púlpito que habla.
Ocupándome ahora de lo externo, diré que en mi aspecto general presento, según me han dicho, las apariencias de un hombre sedentario, de estudios y de meditación. Antes que por catedrático, muchos me tienen por letrado ó curial, y otros, fundándose en que carezco de buena barba y voy siempre afeitado, me han supuesto cura liberal ó actor, dos tipos de extraordinaria semejanza. En mi niñez pasaba por bien parecido. Ahora creo que no lo soy tanto, al menos así me lo han manifestado directa ó indirectamente varias personas. Soy de mediana estatura, que casi casi, con el progresivo rebajamiento de la talla en la especie humana, puede pasar por gallarda; soy bien nutrido, fuerte, musculoso, mas no pesado ni obeso. Por el contrario, á consecuencia de los bien ordenados ejercicios gimnásticos, poseo bastante agilidad y salud inalterable. La miopía ingénita y el abuso de las lecturas nocturnas en mi niñez, me obligan á usar vidrios. Por mucho tiempo gasté quevedos, uso en que tiene más parte la presunción que la conveniencia; pero al fin he adoptado las gafas de oro, cuya comodidad no me canso de alabar, reconociendo que me envejecen un poco. Mi cabello es