El amigo Manso. Benito Perez Galdos
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Pero dejemos á Ponce y vengamos á mi discípulo. Era Manuel Peña de índole tan buena y de inteligencia tan despejada, que al punto comprendí no me costaría gran trabajo quitarle sus malas mañas. Estas provenían del hervor de la sangre, de la generosidad é instintos hidalgos del muchacho, del prurito de lo ideal que vigorosamente aparece en las almas jóvenes; de su temperamento entre nervioso y sanguíneo; de su admirable salud y buen humor, que le ponían á salvo de melancolías, y por último, de la vanidad juvenil que en él despertaban su hermosísima figura y agraciado rostro.
Mi complacencia era igual á la del escultor que recibe un perfecto trozo del mármol más fino para labrar una estátua. Desde el primer día conocí que inspiraba á mi discípulo no sólo respeto sino simpatía; feliz circunstancia, pues no es verdadero maestro el que no se hace querer de sus alumnos, ni hay enseñanza posible sin la bendita amistad, que es el mejor conductor de ideas entre hombre y hombre.
Buen cuidado tuve al principio de no hablar á Manuel de estudios serios, y ni por casualidad le menté ninguna ciencia, ni menos filosofía, temeroso de que saliera escapado de mi despacho. Hablábamos de cosas comunes, de lo mismo que á él tanto le gustaba y yo había de combatir; obliguéle á que se explicase con espontaneidad, mostrándome las facetas todas de su pensamiento; y yo al mismo tiempo, dando á aquellos asuntos su verdadero valor, procuraba presentarle el aspecto serio y trascendente que tienen todas las cosas humanas, por frívolas que parezcan.
De esta suerte las horas corrían, y á veces pasaba Manuel en mi casa la mayor parte del día. De las determinaciones de su espíritu me parecieron más débiles el concepto y la volición. En cambio noté que en la cooperación armónica de sus variadas actividades fundamentales, se determinaba con gran brío su espíritu como sentimiento, y eché de ver las ventajas que yo podía obtener cultivando aquella determinación en el terreno estético. Excelente plan. Sin vacilar ataqué por la brecha del arte la plaza de su ignorancia, seguro de que me facilitaría la entrada la imaginación, siempre traicionera y mal avenida con las penalidades de un largo asedio.
Principié mi obra por los poetas. ¡Lástima grande que el chico no supiera ni jota de latín, privándome de darle á conocer los tesoros de la poesía antigua! Confinados en nuestra lengua, la emprendimos con el Parnaso español tan afortunadamente, que mi discípulo hallaba en nuestras conferencias vivísimo deleite. Yo le veía palidecer, inflamarse, reflejando en su cara la tristeza ó el entusiasmo, según que leíamos y comentábamos este ó el otro lírico, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, ó el enfático y ruidosísimo señor de Herrera. Pocas indicaciones me bastaban al principio para hacerle comprender lo bueno, y bien pronto se adelantaba él á mi crítica con pasmoso acierto. Era artista, sentía ardientemente la belleza, y aun sabía apreciar los primores del estilo, á pesar de hallarse desposeido en absoluto de conocimientos gramaticales.
Más tarde estudiamos los poetas contemporáneos, y en poco tiempo se familiarizó con ellos. Su memoria era felicísima, y á lo mejor le sorprendía recitando con admirable sentido trozos de poemas modernos, de leyendas famosas y de composiciones ligeras ó graves. Razón había para esperar que mi discípulo, que de tal modo se identificaba con la poesía, fuera también poeta. Cierto día me trajo con gran misterio unas quintillas; las leí, pero me parecieron tan malas, que le ordené no volviese á tutear á las Musas en todos los días de su vida, y que se mantuviera con ellas en aquel buen término de respeto y cariño que imposibilita la familiaridad. Le convencí de que no era de la familia, de que son cosas muy distintas sentir la belleza y expresarla, y él, sin ofensa de su amor propio, me prometió no volver á ocuparse de otros versos que de los ajenos.
Al comenzar nuestras conferencias me confesó ingenuamente que el Quijote le aburría; pero cuando dimos en él, después de bien estudiados los poetas; hallaba tal encanto en su lectura, que algunas veces le corrían las lágrimas de tanto reir, otras se compadecía del héroe con tanta vehemencia, que casi lloraba de pena y lástima. Decíame que por las noches se dormía pensando en los sublimes atrevimientos y amargas desdichas del gran caballero, y que al despertar por las mañanas le venían ideas de imitarle, saliendo por ahí con un plato en la cabeza. Era que, por privilegio de su noble alma, había penetrado el profundo sentido del libro en que con más perfección están expresadas las grandezas y las debilidades del corazón humano.
Uno de los principales fines de mis lecciones debía ser enseñar á Manuel á expresarse por medio del lenguaje escrito, porque si en la conversación se producía bien y con soltura, escribiendo era una calamidad. Sus cartas daban risa. Usaba los giros más raros y la sintaxis más endiablada que puede imaginarse, y la pobreza de vocablos corría parejas en él con la carencia de criterio ortográfico. Conociendo que la teoría gramatical no le serviría de nada sin la práctica, combiné los dos sistemas, obligándole á copiar trozos escogidos, no de los antiguos, cuya imitación es nociva, sino de los modernos, como Jovellanos, Moratín, Mesonero, Larra y otros.
Y en tanto, para completar el estudio de la mañana, salíamos á pasear por las tardes, ejercitándonos de cuerpo y alma, porque á un tiempo caminábamos y aprendíamos. Esta es la eficaz enseñanza deambulatoria, que debiera llamarse peripatética, no por lo que tenga de aristotélica, sino de paseante. De todo hablábamos, de lo que veíamos y de lo que se nos ocurría. Los domingos íbamos al Museo del Prado, y allí nos extasiábamos viendo tanta maravilla. Al principio notaba yo cierto aturdimiento en la manera de apreciar de mi discípulo. Pero muy pronto su juicio adquirió pasmosa claridad, y el gusto de las artes plásticas se desarrolló potente en él como se había desarrollado el de los poetas. Me decía: «antes había venido yo muchas veces al Museo; pero no lo había visto hasta ahora.»
Yo gustaba de enseñarle todo prácticamente usando ejemplos siempre que no tenía á mi disposición la realidad viva, esa consumada doctora que tiene por cátedra el mundo y por libros sus infinitos fenómenos. En la esfera moral, la experiencia ha hecho más adeptos que los sermones, y la desgracia más cristianos que el catecismo. Si quería imbuirle algún principio artístico, procuraba hacerlo delante de una obra de arte. En lo moral, empleaba apólogos y parábolas y hasta demostraciones materiales, y los fenómenos del orden físico los explicaba, siempre que podía, delante del fenómeno mismo. Esta era la parte más débil de mi pedagogia, porque, no poseyendo sino lo rudimentario, mis enseñanzas se concretaban á los hechos meteorológicos, y á trazar de ligero, como quien corre sobre ascuas, la monografía del rayo, de la lluvia, de la nieve, con un poquito de arco iris y algunos pases de auroras boreales. No me gustaba mucho meterme en estas averiguaciones.
Yo era feliz con esta vida, y veía con gozo aumentar el afecto que me tenía mi discípulo. ¡Qué grandes victorias había alcanzado yo sobre sus voluntariedades, sobre las rebeldías y asperezas de su caracter! Pero de esto hablaré más adelante. Ahora, para que no se crea que en mi vida todo era rosas, voy á hablar de algunas molestias y sinsabores, dando la preferencia á una persona, á un cínife que frecuentemente interrumpía la paz de mis estudios con sus visitas, y chupaba la sangre acuñada de mis bolsillos, después de zumbarme y marearme con