El amigo Manso. Benito Perez Galdos
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Para que se comprenda el tipo intelectual de mi discípulo, faltaba sólo un detalle, que es el siguiente: Mandábale yo que aquello mismo tan bien pensado en las memorias y tan perversamente escrito, me lo expresase en forma oral, y aquí era de ver á mi hombre trasformado, dueño de sí, libre y á sus anchas, como quien se despoja de las cadenas que le oprimían. Poníase delante de mí, y con el mayor despejo me pronunciaba un discurso en que sorprendían la abundancia de ideas, el acertado enlace, la gradación, el calor persuasivo, la afluencia seductora, la frase incorrecta, pero facilísima, engañadora, llena de sonoridades simpáticas.
—Vamos—le dije con entusiasmo un día.—Está visto que eres orador, y si te aplicas llegarás á donde han llegado pocos.
Entonces caí en la cuenta de que su verdadero estilo estaba en la conversación, y de que su pensamiento no era susceptible de encarnarse en otra forma que en la oratoria. Ya empezaba á brillar en el diálogo su ingenio un tanto paradójico y controversista, y le seducían las cuestiones palpitantes y positivas, manifestando hacia las especulativas repugnancia notoria. Esto lo ví más claro cuando quise enseñarle algo de filosofía. Trabajo inútil. Mi buen Manolito bostezaba, no comprendía una palabra, no ponía atención, hacía pajaritas, hasta que no pudiendo soportar más su aburrimiento, me suplicaba por amor de Dios que suspendiese mis explicaciones, porque se ponía malo, sí, se ponía nervioso y febril. Tan enérgicamente rechazaba su espíritu esta clase de estudios, que, según decía, mi primera explicación sobre la indagación de un principio de certeza, había producido en su entendimiento efecto semejante al que en el cuerpo produce la toma de un vomitivo. Yo le instaba á reflexionar sobre la unidad real entre el ser y el conocer, asegurándole que cuando se acostumbrase á los ejercicios de la reflexión, hallaría en ellos indecibles deleites; pero ni por esas. Él sostenía que cada vez que se había puesto á reflexionar sobre esto ó sobre la conformidad esencial del pensamiento con lo pensado, se le nublaba por completo el entendimiento, y le entraba un dolor de estómago tan pícaro, que suspendía las reflexiones y cerraba maquinalmente el libro.
¡Refractario á la filosofía, rebelde al estilo! ¡Pobre Manolito Peña! Si á medida que se rebelaba contra la enseñanza filosófica no me hubiera asombrado con sus progresos en otros ramos del saber, mucho habría perdido el discípulo en el concepto del maestro. Lo único que pude conseguir de él en esta materia, fué que pusiese alguna atención en la historia de la filosofía, pero mirándola más como un objeto de curiosidad y erudición, que como objeto de conocimiento sistemático y de ciencia. Me enojaba que Manuel se educase así en el escepticismo. Grandes esfuerzos hice para evitarlo; pero con ellos aumentaba su aversión á lo que él llamaba la teología sin Dios. Ya por entonces gustaba de condenar ó ensalzar las cosas con una frase picante y epigramática. Era á veces oportunísimo, las más paradójico; pero esta manera de juzgar con epigramas las cosas más serias priva tanto en nuestros días, que casi casi se podía asegurar que mi discípulo, poseyendo aquella cualidad, remataba y como que ponía la veleta al gallardo edificio de sus aptitudes. Observando éstas, viendo lo que á Manuel faltaba, y lo que en grado tan excelso tenía, me preguntaba yo: «Este muchacho, ¿qué va á ser? ¿Será un hombre ligero ó el más sólido de los hombres? ¿Tendremos en él una de tantas eminencias sin principios, ó la personificación del espíritu práctico y positivo?» Aturdido yo, no sabía qué contestarme.
Iba descubriendo además Manolito un don de gentes cual no le he visto semejante en ningún chico de su edad. Sabía inspirar vivas simpatías á toda persona con quien hablaba, y su gracia, su fácil expresión, su oportunidad, daban á su palabra una fuerza convincente y dominadora que le abría las puertas de todos los corazones. Sabía ponerse al nivel intelectual de su interlocutor, hablando con cada uno el lenguaje que le correspondía. Pero lo más digno de alabanza en él era su excelente corazón, cuyas expansiones iban frecuentemente más lejos de lo que los buenos términos de la generosidad piden. Yo tuve empeño en regularizar sus nobles sentimientos y su espíritu de caridad, marcándole juiciosos límites y reglas. También trabajé en corregirle el pernicioso hábito de gastar dinero tontamente, empleándolo en fruslerías tan pronto adquiridas como olvidadas. Imposible me fué quitarle el vicio de fumar, por ser ya viejo en él; pero triunfé contra la maldita maña suya de estar siempre chupando caramelos, de los cuales tenía lleno el bolsillo. Con esto y el fumar, se le quitaban las ganas de comer; y lo peor era que durante la lección me engolosinaba á mí; y tal imperio tiene la costumbre y de tal manera se apodera de nuestros flacos sentidos cualquier vano apetito, que el día en que, por mi propio mandato, faltaron los caramelos, los echó mi lengua de menos, y casi casi me mortificó aquella falta.
Cuánto me agradecía doña Javiera las reformas obtenidas en la conducta de su hijo, no hay para qué decirlo. Las declaraciones de su gratitud venían á mí por Páscuas y otras festividades en forma de jamones, morcillas y butifarras, todo de lo mejor y abundantísimo; pero tan grande economía resultaba á la señora de Peña de las restricciones impuestas por mí al bolsillo filial, que aunque me regalase media tienda, siempre salía ganando.
Vestía Manuel con elegancia y variedad, y jamás intenté moderarle mucho en esto, porque la compostura de la persona es garantía de los buenos modales y un principio por sí de buena educación. Como el muchacho era rico y había de representar en el mundo un papel muy airoso, debía prepararse á ello, cultivando y ensayando desde luego el aspecto, la forma, el buen parecer, el estilo, pues estilo es esto que da al caracter lo que la frase al pensamiento, es decir, tono, corte, vigor y personalidad. Lo que no me gustaba era verle adoptar algunas veces, con capricho elegante, las maneras y el traje de la gente torera, para ir al encierro ó á una expedición de campo ó á visitar la dehesa en que están los toros. Discusiones reñidas y un tanto agrias tuvimos sobre esto; él se defendía con zalamerías, y yo, conociendo que debe dejarse á cada edad, si no todo, parte de lo que le pertenece, y que además es locura prescindir del medio ambiente y del influjo local, transigía, dejando que el tiempo, con las exigencias serias de la vida, curara á mi discípulo de aquella pueril vanidad.
Yo no cesaba de pensar en las dificultades con que Manolito tendría que combatir para abrirse paso en la sociedad y para ocupar en ella un puesto conforme á sus altas dotes. ¡Delicada cuestión! Es evidentísimo que la democracia social ha echado entre nosotros profundas raíces, y á nadie se le pregunta quién es ni de dónde ha salido para admitirle en todas partes y festejarle y aplaudirle, siempre que tenga dinero ó talento. Todos conocemos á diferentes personas de origen humildísimo que llegan á los primeros puestos, y aun se alían con las razas históricas. El dinero y el ingenio, sustituidos á menudo por sus similares, ágio y travesura, han roto aquí las barreras todas, estableciendo la confusión de clases en grado más alto y con aplicaciones más positivas que en los países europeos, donde la democracia, excluida de las costumbres, tiene representación en las leyes. Bajo este punto de vista, y aparte de la gran desemejanza política, España se va pareciendo, cosa extraña, á los Estados Unidos de América, y como esta nación va siendo un país escéptico y utilitario, donde el espíritu fundente y nivelador domina sobre todo. La historia tiene cada día entre nosotros menos valor de aplicación y está toda ella en las frías manos del arqueólogo, del curioso, del coleccionista y del erudito seco y monomaniaco. Las improvisaciones de fortuna y posición menudean, la tradición, quizás por haberse hecho odiosa con apelaciones á la fuerza, carece de prestigio, la libertad de pensamiento toma un vuelo extraordinario, y las energías fatales de la época, riqueza y talento, extienden su inmenso imperio.
Pero esta trasformación, con ser ya tan avanzada, no ha llegado al punto de excluir ciertos miramientos, ciertos reparillos en lo que toca á la admisión de personas de