El amigo Manso. Benito Perez Galdos

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El amigo Manso - Benito Perez  Galdos

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ser ciega; así, cuando la bajeza está presente y visible, cuesta algún trabajo disimularla con dinero. ¿Quién duda que en ciertos escudos de nobleza podría pintarse una pierna de carnero, un pececillo ó cualquier otro emblema de baja industria? Pero el origen de estas casas se halla ya tan lejano, que nadie se cuida de él, mientras que en el caso de mi discípulo, aún subsistía abierto el plebeyo establecimiento, y aquel Manolito Peña tan listo, tan discreto, tan guapo, tan distinguido, tan noble en todo y por todo, solía ser llamado entre sus compañeros de la Universidad: el hijo de la carnicera.

      Yo no hablaba con él de estas cosas; pero pensaba mucho en ellas y temía penosas contrariedades. Un día que hablábamos de su porvenir y de sus proyectos, me confesó que andaba algo enamorado de la hija del empresario de la Plaza de Toros, chica bonita y graciosa. Doña Javiera también lo supo y no pareció contrariada. La niña de Vendesol era de honrada familia, heredera única de una gran fortuna; parecía de inmejorables condiciones morales, y en jerarquía superaba á Manuel, pues si bien los Vendesol habían sido carniceros, la tienda se cerró treinta años há, y luego fueron tratantes en ganado, contratistas de abastos en grande escala. Doña Javiera veía con gusto la inclinación de su hijo, y con su buen humor me decía:

      —Esto parece cosa de la Providencia, amigo Manso. La chica tiene parné, y en cuanto á nobleza, allá se van cuernos con cuernos.

      Respetando esta argumentación positivista y cornúpeta, creía yo que la edad de Manuel (que no pasaba de veintitres años), no era aún propia para el matrimonio, á lo cual me dijo la señora de Peña que para casarse bien todas las edades son buenas. Comprendí que aquel era un asunto en el cual no debía entrometerme, y me callé. Me parecía que doña Javiera estaba rabiando por entroncar con Vendesol, personaje de bajísimo origen, que de niño había corrido y jugado con los piés descalzos en los arroyos sangrientos de las calles de Candelario, pero cuya bajeza estaba ya redimida por treinta años de posición rica, honrosa y respetada. La señora y las hermanas de Vendesol vivían en un pié de elegancia y de relaciones, que á mi vecina, por motivos de tabla auténtica y visible, le estaba aún vedado. No las conocía más que de nombre y de vista doña Javiera; pero deliraba por tratarlas y ponerse á su nivel, cosa que á ella le parecía muy fácil, teniendo dinero. Por Ponce supe un día que se trataba de traspasar la tienda, poniendo punto final al comercio de carne.

      Manuel se enzarzaba más de día en día en sus amores, escatimando tiempo y atención al estudio. Dos años y medio llevábamos ya de lecciones, y aunque no se habían enfriado la delicada afición y el respeto que me tenía, nuestra comunidad intelectual era menos estrecha y nuestras conferencias más breves. Nos veíamos diariamente, charlábamos de diversas cosas, y mientras yo procuraba llevar su espíritu á las leyes generales, él no gustaba sino de los hechos y de las particularidades, prefiriendo siempre todo lo reciente y visible. Disputábamos á veces con calor, y decíamos algo sobre las obras nuevas; pero ya no paseábamos juntos. Él salía todas las tardes á caballo y yo paseaba solo y á pié. Últimamente, ni en el Ateneo nos veíamos por las noches, porque él iba al teatro muy á menudo y á la casa de Vendesol.

      Notaba yo en mí cierta soledad, el triste vacío que deja la suspensión de una costumbre. Habíamos llegado á un punto en que debía dar por finalizada la dirección intelectual de mi discípulo, quien ya podía aprender por sí solo todo lo cognoscible, y aún aventajarme. Así lo manifesté á doña Javiera, que se me mostró muy agradecida. La buena señora subía á acompañarme á prima noche, y su conversación exhalaba ciertos humos de vanidad, que hacían contraste con su llaneza de otros días. La idea de emparentar con los de Vendesol empezaba á trastornarle el juicio, y como se sentía con fuerzas pecuniarias para hacer frente á una situación de lujo, su vanidad no parecía totalmente injustificada. Era por demás irónico el efecto que resultaba de la grandeza de sus proyectos y del lenguaje con que las traducía, llamando, por vieja costumbre, al dinero parné, al figurar darse pisto. Ya más de una vez su hijo había intentado, con poco éxito, traer á su mamá á las buenas vías académicas en materia de lenguaje.

      Unas cosas me las confiaba doña Javiera claramente, y otras me las daba á entender con discreción y gracia. Lo de quitar la tienda y limpiarse para siempre de las manos la sangre de ternera, me lo manifestó palabra por palabra. Yo lo aprobaba, aunque para mis adentros decía que si la señora continuaba hablando de aquel modo, hallaría para lavarse las manos la misma dificultad que halló lady Macbeth para limpiarse las suyas. Indirectamente me declaró el propósito de legitimar sus relaciones con Ponce, y de conseguir algo que le decorase en sociedad y le diera visos de persona respetable, como por ejemplo, una crucecilla de cualquier orden, aunque fuera la de Beneficencia, un empleo ó comisión de estas que llaman honoríficas.

      Por aquellos días, que eran los de la primavera del año 80, volvió doña Cándida á darme sus picotazos personalmente. Ella y doña Javiera se encontraban en mi despacho, y no necesito decir lo que resultaba del rozamiento de aquellas dos naturalezas tan distintas. Cada cual se despachaba á su gusto; la carnicera, toda desenfado y espontaneidad; la de García Grande, toda hinchazón, embustería y fingimientos. Estaba delicadísima, perdida de los nervios. La habían visto Federico Rubio, Olavide y Martinez Molina, y por su dictámen, se iba á los baños de Spa. Doña Javiera le recetaba vino de Jerez y agua de hojas de naranjo agrio. Reíase doña Cándida del empirismo médico, y preconizaba las aguas minerales. De aquí pasaba á hablar de sus viajes, de sus relaciones, de duques y marqueses, y al fin, yo, que la conocía tan bien, concluía por suponerla digna de figurar en el Almanaque Gotha.

      Cuando mi cínife y yo nos quedábamos solos, dejaba el clarín de la vanidad por la trompetilla de mosquito, y entre sollozos y mentiras me declaraba sus necesidades. ¡Era una cosa atroz! Estaba esperando las rentas de Zamora, y ¡aquel pícaro administrador!... ¡qué administrador tan pícaro! Entre tanto no sabía cómo arreglarse para atender á los considerables gastos de Irene en la escuela de Institutrices, pues sólo en libros le consumía la mayor parte de su hacienda. Todo, no obstante, lo daba por bien empleado, porque Irenilla era un prodigio, el asombro de los profesores y la gloria de la institución. Para mayor ventaja suya, había caído en manos de unas señoras extranjeras (doña Cándida no sabía bien si eran inglesas ó francesas), las cuales le habían tomado mucho cariño, le enseñaban mil primores de gusto y perfilaban sus aptitudes de maestra, comunicándole esos refinamientos de la educación y ese culto de la forma y del buen parecer, que son gala principal de la mujer sajona. Tenía ya diez y nueve años.

      Tiempo hacía que yo no la había visto, y deseaba verla para juzgar por mí mismo sus adelantos. Pero ella, por no sé qué mal entendida delicadeza, por amor propio ó por otra razón que se me ocultaba, no iba nunca á mi casa. Una mañana me la encontré en la calle, junto á un puesto de verduras. Estaba haciendo la compra en compañía de la criada. Sorprendiéronme su estatura airosa, su vestido humilde, pero aseadísimo, revelando en todo la virtud del arreglo, que sin duda no le había enseñado su tía. Claramente se mostraba en ella el noble tipo de la pobreza, llevada con valía y hasta con cariño. Mi primer intento fué saludarla; mas ella, como avergonzada, se recató de mí, haciendo como que no me veía, y volvió la cara para hablar con la verdulera. Respetando yo esta esquivez, seguí hacia mi cátedra, y al volver la esquina de la calle del Tesoro ya me había olvidado del rostro siempre pálido y expresivo de Irene, de su esbelto talle, y no pensaba más que en la explicación de aquel día, que era la Relación recíproca entre la conciencia moral y la voluntad.

      VIII

       Índice

      ¡Ay mísero de mí!

      ¡Ay infelice! Mortal cien veces mísero, desgraciado entre todos los desgraciados, en maldita hora caíste de tu paraíso de tranquilidad y método al infierno del barullo y del desorden más espantosos. Humanos, someted vuestra

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