El amigo Manso. Benito Perez Galdos

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El amigo Manso - Benito Perez  Galdos

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mejor venga de fuera quien os desconcierte, obligándoos á entrar en la general corriente, inquieta, desarreglada y presurosa... ¡Objetivismo mil veces funesto que nos arrancas á las delicias de la reflexión, al goce del puro yo y de sus felices proyecciones; que nos robas la grata sombra de uno mismo, ó lo que es igual, nuestros hábitos, la fijeza y regularidad de nuestras horas, el acomodamiento de nuestra casa!... Pero estas exclamaciones, aunque salidas del fondo del alma, no bastan á explicar el grande y radical cambio que sobrevino en mis costumbres.

      Oid y temblad. Mi hermano, mi único hermano, aquel que á los veintidos años se embarcó para las Antillas en busca de fortuna, me anunció su propósito de regresar á España trayendo toda la familia. En América había estado veinte años probando distintas industrias y menesteres, pasando al principio muchos trabajos, arruinado después por la insurrección y enriquecido al fin súbitamente por la guerra misma, infame aliada de la suerte.

      Casó en Sagua la Grande con una mujer rica, y el capital de ambos representaba algunos millones. ¿Qué cosa más prudente que dejar á la Perla de las Antillas arreglarse como pudiese, y traer dinero y personas á Europa, donde uno y otras hallarán más seguridad? La educación de los hijos, el anhelo de ponerse á salvo de sobresaltos y temores, y por otra parte, la comezoncilla de figurar un poco y de satisfacer ciertas vanidades, decidieron á mi hermano á tomar tal resolución. Dos meses habían pasado desde que me anunció su proyecto, cuando recibí un telegrama de Santander participándome ¡ay!... lo que yo temía.

      Dióme la corazonada de que el arribo de aquel familión iba á trastornar mi vida, y así el natural gusto de abrazar á mi hermano se amargaba con el pensamiento de un molestísimo desbarajuste en mis costumbres. Corría el mes de Setiembre del 80. Una mañana recibí en la estación del Norte á José María con todo su cargamento, á saber: su mujer, sus tres niños, su suegra, su cuñada, con más un negrito como de catorce años, una mulatica, y por añadidura diez y ocho baules facturados en grande y pequeña, catorce maletas de mano, once bultos menores, cuatro butacas. El reino animal estaba representado por un loro en su jaula, un sinsonte en otra, dos tomeguines en idem.

      Ya tenía yo preparada la mitad de una fonda para meter este escuadrón. Acomodé á mi gente como pude, y mi hermano me manifestó desde el primer día la necesidad de tomar casa, un principal grande y espacioso donde cupiera toda la familia con tanto desahogo como en las viviendas americanas. José María tiene seis años más que yo, pero parece excederme en veinte. Cuando llegó, sorprendióme verle lleno de canas. Su cara era de color de tabaco, rugosa y áspera, con cierta trasparencia de alquitrán que permitía ver lo amarillo de los tegumentos bajo el tinte resinoso de la epidermis. Estaba todo afeitado como yo. Traía ropa de fina alpaca, finísimo sombrero de Panamá, con cinta negra muy delgada, corbata tan estrecha como la cinta del sombrero, camisa de bordada pechera con botones de brillantes, los cuellos muy abiertos, y botas de charol con las puntas achaflanadas. Lica (que este nombre daban á mi hermana política), traía un vestido verde y rosa, y el de su hermana era azul con sombrero pajizo. Ambas representaban, á mi parecer, emblemáticamente la flora de aquellos risueños países, el encanto de sus bosques poblados de lindísimos pajarracos y de insectos vestidos con todos los colores del iris.

      José María no tenía palabras, el primer día, más que para hablarme de nuestra hermosa y poética Asturias, y me contó que la noche antes de llegar á Santander se le habían saltado las lágrimas al ver el faro de Rivadesella. Pagado este sentimental tributo á la madre patria, nos ocupamos en buscar habitación. Me había caído que hacer. Atareado con los exámenes de Setiembre, tenía que multiplicarme y fraccionar mi tiempo de un modo que me ocasionaba indecibles molestias. Al fin encontramos un magnífico principal en la calle de San Lorenzo, que rentaba cuarenta y cinco mil reales, con cochera, nueve balcones á la calle y muchísima capacidad interior: era el arca de Noé que se necesitaba. Yo calculé los gastos de instalación, muebles y alfombras en diez mil duros, y José María no halló exagerada la cantidad. Los hechos y los números de los tapiceros demostraron más tarde que yo me había quedado corto, y que mi saber del conocimiento exterior y trascendente no llegaba hasta poseer claras ideas en materia de alfombrado y carruajes.

      Aún estuvo la familia en la fonda más de un mes, tiempo que se empleó en la trasformación de vestidos y en ataviarse según los usos de aquende los mares. Bandada de menestrales invadió las habitaciones, y á todas horas se veían probaturas, elección de telas, cintas y adornos, y las modistas andaban por allí como en casa propia. Proveyéronse las tres damas de abrigos recargados de pieles y algodones, porque todo les parecía poco para el gran frío que esperaban y para defenderse de las pulmonías. Á los quince días, todos, desde mi hermano hasta el pequeñuelo, no parecían los mismos.

      Satisfechas estaban Lica y su mamá y hermana de la metamorfosis conseguida, no sin arduas discusiones, consultas y algún suplicio de cinturas; las tres alababan sin tasa la destreza de las modistas y corseteras, y principalmente la baratura de todas las cosas, así trapos como mano de obra. Tanto las entusiasmaba lo arregladito de los precios, que iban de tienda en tienda comprando bagatelas, y todas las tardes volvían á casa cargadas de diversos objetos, prendas falsas y chucherías de bazar. Los dependientes de las tiendas aparecían luego trayendo paquetes de cuanto Dios crió y perfeccionó la industria en moldes, prensas y telares. Las docenas de guantes, la cajas de papel timbrado, los bibelots, los abanicos, las flores contrahechas, los estuchitos, paletas pintadas, pantallas y novedades de cristalería y porcelana, ofrecían sobre las mesas y consolas de la sala un conjunto algo fantástico. Francamente, yo creía que iban á poner tienda. También daban frecuentes asaltos á las confiterías, y en el gabinete tenían siempre una bandeja de dulces, por la necesidad en que Lica se veía de regalarse á cada instante con golosinas, entreverando los confites con las frutas, y á veces con algún pastelillo ó carne fiambre. Como se hallaba en estado de buena esperanza (y ya bastante avanzada), los antojos sucedían á los antojos. Es verdad que su hermana, sin hallarse, ni mucho menos, en semejante estado, también los tenía, y á cada ratito decían una y otra: «Me apetece uva, me apetece huevo hilado, me apetece pescado frito, me apetece merengue.» Las campanillas de las habitaciones repicaban como si anduvieran por los altos alambres diablitos juguetones, y los criados entraban y salían con platos y bandejas, tan atareados los pobres, que me daba lástima verles. Las tres damas pasaban las horas echadas indolentemente en sus mecedoras, con los mismos vestidos que habían traido de la calle, dale que dale á los abanicos si hacía calor, y muy envueltas en sus mantos, si hacía frío. Por la noche iban al teatro, luego tomaban chocolate y se acostaban. Dormían la mañana, y cuando venía la peinadora, estaban tan muertas de sueño, que no había forma humana de que se levantaran. Vencida de su abrumadora pereza, Lica, no queriendo levantarse ni dejar de peinarse, echaba la cabeza fuera de las almohadas, y en esta incómoda postura se dejaba peinar para seguir durmiendo.

      En tanto, las dos niñas y el pequeñuelo enredaban solos en una pieza destinada á ellos y á sus bulliciosas correrías. Cuidábanles la mulata Remedios y el negro Rupertico. Los gritos se oían desde la calle; jugaban al carro arrastrando sillas, y no pasaba día sin que rompieran algo ó rasgaran de medio á medio una cortina ó desvencijaran un mueble. Á poco de llegar se revolcaban casi en cueros sobre las alfombras, hasta que, habiendo refrescado el tiempo, se les veía jugar vestidos con los costosos trajes de paño fino guarnecidos de pieles que se les habían hecho para salir á paseo.

      Rupertico era tan travieso que no se podía hacer carrera de él. De la mañana á la noche no hacía más que jugar ó asomarse al balcón para ver pasar los coches. Cuando sus amas le llamaban para que les alcanzara alguna cosa, lo cual ocurría poco más ó menos cada dos minutos, era preciso buscarle por toda la casa, y cuando le encontrábamos le traíamos por una oreja. Yo me encargaba de esta penosa comisión, tan desconforme con mis ideas abolicionistas, porque los ayes del morenito me molestaban menos que el insufrible alarido de las señoras diciendo á toda hora: «Pícaro negro, tráeme mis zapatos; ven á apretarme el corsé; tráeme agua; alcánzame una horquilla, etc...» Un día le buscamos inútilmente por toda la casa. «¿Dónde se habrá metido este condenado?» decíamos mi hermano y yo,

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