El amigo Manso. Benito Perez Galdos

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El amigo Manso - Benito Perez Galdos страница 13

Автор:
Серия:
Издательство:
El amigo Manso - Benito Perez  Galdos

Скачать книгу

y apagada decía estas palabras: «mucho fío, mucho fío.» Sacámosle de allí. Era como si le sacáramos de un tintero, pues estaba arrebujado en un mantón negro de su ama. Aquel día se le compró un chaleco rojo de Bayona, con el cual estaba muy en caracter. Era un buen chico, un alma inocente, fiel y bondadosa que me hacía pensar en los ángeles del fetichismo africano.

      Casi todos los días tenía que quedarme á comer con la familia, lo cual era un cruel martirio para mí, pues en la mesa había más barullo que en el muelle de la Habana.

      Principiaba la fiesta por las disputas entre mi hermano y Lica sobre lo que ésta había de comer.

      —Lica, toma carne. Esto es lo que te conviene. Cuídate, por Dios.

      —¿Carne? ¡Qué asco!... Me apetece dulce de guinda. No quiero sopa.

      —Niña, toma carne y vino.

      —¡Qué chinchoso!... Quiero melón.

      En tanto la niña Chucha (así llamaban á la suegra de mi hermano), que desde el principio de la comida no había cesado de dirigir acerbas críticas á la cocina española, ponía los ojos en blanco para lanzar una exclamación y un suspiro, consagrados ambos á echar de menos el moniato, la yuca, el ñame, la malanga y demás vegetales que componen la vianda. De repente la buena señora, mareada del estruendo que en la mesa había, llenaba un plato y se iba á comérselo á su cuarto. Distraído yo con estas cosas, no advertía que una de las niñas, sentada junto á mí, metía la mano en mi plato y cogía lo que encontraba. Después me pasaba la mano por la cara llamándome tiíto bonito. El chiquitín tiraba la servilleta en mitad de una gran fuente con salsa, y luego la arrojaba húmeda sobre la alfombra. La otra niña pedía con atroces gritos todo aquello que en el momento no estaba en la mesa, y los papás seguían disertando sobre el tema de lo que más convenía al delicado temperamento y al crítico estado de Lica.

      —Chinita, toma vino.

      —¿Vino? ¡qué asco!

      —Mujer, no bebas tanta agua.

      —¡Jesús, qué chinchoso! Que me traigan azucarillos.

      —Carne, mujer, toma carne.

      Y el chico salía á la defensa de su mamá, diciendo:

      —Papá mapiango.

      —Niño, si te cojo...

      —Papá cochino...

      —Yo quiero fideo con azucar—chillaba una vocecita más allá.

      —Me apetece garbanzo.

      —¡Silencio, silencio!—gritaba José María dando fuertes golpes en la mesa con el mango del cuchillo.

      Una chuleta empapada en tomate volaba hasta caer pringosa sobre la blanca pechera de la camisa del papá. Levantábase José María furioso, y daba una tollina al nene; pegaba éste un brinco y salía, atronando la fonda con su lloro; enfadábase Lica; refunfuñaba su hermana; aparecía la niña Chucha enojada porque castigaban al nieto y se sentaba á la mesa para seguir comiendo; llamaban á Rupertico, á la mulata, y en tanto yo no sabía á qué orden de ideas apelar, ni á qué filosofía encomendarme para que se serenara mi espíritu.

      Como todo el día estaba comiendo golosinas, Lica no hacía más que probar de cada plato y beber vasos de agua. Al fin saciaba en los postres su apetito de cositas dulces y frescas. Servían el café, más negro que tinta; pero yo me resistía á introducir en mí aquel pícaro brevaje por temor á que me privara del sueño, y me impacientaba y contaba las horas, esperando la bendita de escapar á la calle.

      Luego venía el fumar, y allí me veríais entre pestíferas chimeneas, porque no sólo era mi hermano el que chupaba, sino que Lica encendía su cigarrito y la niña Chucha se ponía en la boca un tabaco de á cuarta. El humo y el vaivén de las mecedoras, me ponían la cabeza como un molino de viento, y aguantaba, y sostenía la conversación de mi hermano, que despuntaba ya por la política, hasta que llegada la hora de la abolición de mi esclavitud, me despedía y me retiraba, enojado de tan miserable vida y suspirando por mi perdida libertad. Volvía mis tristes ojos á la historia, y no le perdonaba, no, á Cristóbal Colón que hubiera descubierto el Nuevo Mundo.

      IX

       Índice

      Mi hermano quiere consagrarse al país.

      Instaláronse á mitad de Octubre en la casa alquilada, y el primer día se encendieron las chimeneas, porque todos se morían de frío. Lica estaba fluxionada, su hermana Chita (Merceditas) poco menos, y la niña Chucha, atacada de súbita nostalgia, pedía con lamentos elegiacos que la llevasen á su querida Sagua, porque se moría en Madrid de pena y frío. La casa, estrecha y no muy clara, era tediosa cárcel para ella, y no cesaba de traer á la memoria las anchas, despejadas y abiertas viviendas del templado país en que había nacido. Víctima del mismo mal, el expatriado sinsonte falleció á las primeras lluvias, y su dolorida dueña le hizo tales exequias de suspiros, que creímos iba á seguir ella el mismo camino. Uno de los tomeguines se escapó de la jaula y no se le volvió á ver más. Á la buena señora no había quien le quitara de la cabeza que el pobre pájaro se había ido de un tirón á los perfumados bosques de su patria. ¡Si hubiera podido ella hacer otro tanto! ¡Pobre doña Jesusa, y que lástima me daba! Su única distracción era contarme cosas de su bendita tierra, explicarme cómo se hace el ajiaco, describirme los bailes de los negros y el tañido de la maruga y el güiro, y por poco me enseña á tocar el birimbao. No salía á la calle por temor á encontrarse con una pulmonía; no se movía de su butaca ni para comer. Rupertico le servía la comida, y se iba comiendo por el camino las sobras que ella le daba.

      En cambio, mi hermano, su mujer y cuñada se iban adaptando asombrosamente á la nueva vida, al áspero clima y á la precipitación y tumulto de nuestras costumbres. José María, principalmente, no echaba de menos nada de lo que se había quedado del otro lado de los mares, y se le conocía la satisfacción que le causaba el verse tan obsequiado, y atraido por mil lisonjas y solicitaciones, que á la legua le daban á conocer como un centro metálico de primer orden. Hacía frecuentes viajes al Congreso, y me admiró verle buscar sus amistades entre diputados, periodistas y políticos, aunque fueran de quinta ó sexta fila. Sus conversaciones empezaron á girar sobre el gastado eje de los asuntos públicos, y especialmente de los ultramarinos, que son los más embrollados y sutiles que han fatigado el humano entendimiento. No era preciso ser zahorí para ver en José María al hombre afanoso de hacer papeles y de figurar en un partidillo de los que se forman todos los días por antojo de cualquier indivíduo que no tiene otra cosa que hacer. Un día me le encontré muy apurado en su despacho, hablando solo, y á mis preguntas contestó sinceramente que se sentía orador, que se desbordaban en su mente las ideas, los argumentos y los planes, que se le ocurrían frases sin número y combinaciones mil que, á su juicio, eran dignas de ser comunicadas al país.

      Al oir esto del país, díjele que debía empezar por conocer bien al sujeto de quien tan ardientemente se había enamorado, pues existe un país convencional, puramente hipotético, á quien se refieren todas nuestras campañas y todas nuestras retóricas políticas, ente cuya realidad sólo está en los temperamentos ávidos y en las cabezas ligeras de nuestras eminencias. Era necesario distinguir la patria apócrifa de la auténtica, buscando ésta en su realidad palpitante, para lo cual convenía, en mi sentir, hacer abstracción completa

Скачать книгу