El amigo Manso. Benito Perez Galdos

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El amigo Manso - Benito Perez Galdos страница 8

Автор:
Серия:
Издательство:
El amigo Manso - Benito Perez  Galdos

Скачать книгу

una distracción de buen tono, y á mí me parecía que veía el cielo abierto mirándola partir; mas desde la puerta volvía, diciendo:

      —¡Ah! ¡Qué cabeza la mía!... ¿Me das ó no esos mil reales? La semana que viene te podré entregar un par de mil duros, si te hacen falta para tus negocios... No, no me lo agradezcas... Si me haces un gran favor... ¿Donde hallaría mayor seguridad para colocar mi dinero?

      —Á mí no me hace falta nada—le decía yo.

      Veníanseme á la boca las palabras: «vaya usted noramala, señora;» pero calculando que me pedía para el casero ó para otra urgente necesidad, cedían mis ímpetus egoistas ante mi generosa flaqueza y el recuerdo de mi madre, y le daba la mitad de lo pedido.

      No pasaba el mes sin que volviese trayéndome un viejo reloj ó miniatura antigua de escaso mérito.

      —Me vas á hacer un favor. Acepta esto en memoria mía. ¡Si vieras qué enferma estoy, una cosa atroz!... Un estado nervioso... Yo no sé cómo explicártelo. Ni yo lo entiendo, ni los médicos tampoco. Cuando voy por la calle, parece que se derrumban sobre mí las paredes de las casas... Hace tantísimas noches que no duermo. No como más que alguna pechuguita de chocha, una tostadita con foie gras y á veces media copita de Chablis.

      Yo, que sabía cómo se alimentaba la cuitada, no podía contener la risa.

      —Para distraerme—continuaba,—estuve anoche en el Real. Me subí al Paraíso, porque no tenía ganas de vestirme. Desde arriba ví á la duquesa de Tal en su palco. Acaba de llegar de Paris... Con que volviendo á lo de antes: te regalo esos objetos preciosos, porque yo me muero, hijo, me muero sin remedio, y quiero dejarte esa memoria; son piezas de tan raro mérito, que el anticuario de la Carrera de San Jerónimo me ha ofrecido dos mil reales por ellas.

      —Pues llévelas usted al anticuario y cobre los dos mil, que no le vendrán mal.

      —No me hagas ese desaire, hombre... ¡qué atrocidad! Acuérdate de tu buena madre que tanto me quiso.

      Se empeñaba en afligirse, y tan bien sabía desempeñar su papel, que concluía por obsequiarme con una lágrima.

      —Cercana á la tumba—decía con patética voz,—parece que se enardecen mis afectos y que te quiero más, una cosa atroz... Adios, hijo mío.

      Levantábase pesadamente; pero al dar los primeros pasos hacia la puerta, se metía las manos en el bolsillo, lanzaba una exclamación de contrariedad y sorpresa, y decía:

      «¡Vaya... qué cabeza! ¡qué atrocidad! ¿Pues no se me ha olvidado el portamonedas?... Y tenía que ir á la botica. Tendré que volver á casa y subir los noventa escalones... ¡Qué mala estoy, Dios mío! Dime, ¿tienes ahí tres duros? Te los mandaré esta tarde con Irenilla.»

      Se los daba. ¿Qué había de hacer? Pero un día de los muchos en que me embistió con esta estratagema, no pude contener el enfado y dije á mi cínife:

      —Señora, cuando usted tenga falta, pídame con verdad y sin comedias, pues tengo el deber de no dejarla morir de hambre... Me gusta la verdad en todo, y las farsas me incomodan.

      Ella lo tomó á risa, diciéndome que mis bromitas le hacían gracia, que su dignidad... ¡una cosa atroz! y no sé qué más.

      Después que le eché tal filípica, parecióme que había estado un poco fuerte, y sentí vivos remordimientos, porque la pobreza tiene sin duda cierto derecho á emplear para sus disimulos los medios más extraños. La indigencia es la gran propagadora de la mentira sobre la tierra, y el estómago la fantasía de los embustes.

      Doña Cándida había sido hermosa. En la primera etapa de su miseria había defendido sus facciones de la lima del tiempo; pero ya en la época esta de las visitas y de los ataques á mi mal defendido peculio, la vejez la redimía del cuidado de su figura, y no sólo había colgado los pinceles, sino que ni aún se arreglaba con aquel esmero que más bien corresponde á la decencia que á la presunción. Deplorable abandono revelaban su traje y peinado, hecho de varios crepés de diferentes colores, añadidos y pelotas como de lana, aspirando el conjunto á imitar la forma más en moda. Así como en su conducta no existía la dignidad de la pobreza, en su vestido no había el aseo y compostura que son el lujo, ó mejor dicho, el decoro de la miseria. El corte era de moda, pero las telas ajadas y sucias declaraban haber sufrido infinitas metamorfosis antes de llegar á aquel estado. Prefería harapos de un viso elegante, á una falda nueva de percal ó mantón de lana. Tenía un vestido color de pasa de Corinto, que lo menos databa de los tiempos de la Vicalvarada, y que con las trasformaciones y el uso se había vuelto de un color así como de caoba, con ciertos tornasoles, vetas ó ráfagas que le daban el mérito de una tela rarísima y milagrosa.

      Usaba un tupido velo que á la luz solar ofrecía todos los cambiantes del iris, por efecto de los corpúsculos del polvo que se habían agarrado á sus urdimbres. En la sombra parecía una masa de telarañas que velaban su frente, como si la cabeza anticuada de la señora hubiera estado expuesta á la soledad y abandono de un desván durante medio siglo. Sus dos manos, con guantes de color de ceniza, me producían el efecto de un par de garras, cuando las veía vueltas hacia mí, mostrándome descosidas las puntas de la cabritilla y dejando ver los agudos dedos. Sentía yo cierto descanso cuando las veía esconderse por las dos bocas de un manguito, cuya piel parecía haber servido para limpiar suelos. De perfil tenía doña Cándida algo de figura romana. Era mi cínife muy semejante al Marco Aurelio de yeso que estaba con los otros padrotes, sobre mi estantería. De frente no eran tan perceptibles las reminiscencias de su belleza. Brillaba en sus ojos no sé qué avidez insana, y tenía sonrisas antipáticas, propiamente secuestradoras, con más un movimiento de cabeza siempre afirmativo, el cual, no sé por qué, me revelaba incorregible prurito de engañar. La finura de sus modales era otra reminiscencia que la hacía tolerable, y á veces agradable, si bien no tanto que me hiciera desear sus visitas. El parecido con Marco Aurelio, que yo hice notar cierto día á mi discípulo, fué causa de que éste la diese aquel nombre romano; pero después, confundiendo maliciosamente aquel emperador con otro, la llamaba Calígula.

      Impresionada sin duda por la filípica que le eché aquel día, varió de sistema. Larga temporada estuvo sin ir á mi casa sino muy contadas veces, y nunca me pedía dinero verbalmente. Para darme los golpes se valía de su sobrina, á quien mandaba á mi casa, portadora de un papelito pidiéndome cualquier cantidad con esta fórmula: «Haz el favor de prestarme tres ó cuatro duros, que te devolveré la semana que entra.»

      Las semanas de doña Cándida se componían, como las de Daniel, de setenta semanas de años ó poco menos.

      El sistema de poner el sablote en las inocentes manos de una niña, era prueba clara de la astucia y sagacidad de la vieja, porque, conociendo mi grande amor á la infancia, calculaba que era imposible la negativa. Y tenía razón la maldita; porque cuando yo veía entrar á la postulante alargándome el papelito sin rodeos ni socaliñas, ya estaba echando mano á mi bolsillo ó á la gaveta para adelantarme á la acción de la pobre niña y evitarle la pena de dar el fastidioso recado.

      VI

       Índice

      Se llamaba Irene.

      Su palidez, su mirada un tanto errática y ansiosa, que parecía denotar falta de nutrición; su actitud cohibida y pudorosa, como si le ocasionaran vivísimo disgusto las comisiones de su tía, me inspiraban mucha lástima. Así es que

Скачать книгу