El amigo Manso. Benito Perez Galdos
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Tan pronto aburrido de mi explicación como tomándolo á risa, mi hermano bostezaba oyéndome, y luego se reía, y llamándome con vulgar sorna metafísico, me invitaba á enseñar mi sabiduría á los ángeles del cielo, pues los hombres, según él, no estaban hechos para cosa tan remontada y tan fuera de lo práctico. Después me consultó con mucha seriedad que á qué partido debería afiliarse, y le contesté que á cualquiera, pues todos son iguales en sus hechos, y si no lo son en sus doctrinas, es porque éstas, que no le importan á nadie, no han sufrido análisis detenido. Luego, dándole una lección de sentido práctico, le aconsejé que se afiliara al partido más nuevo y fresquecito de todos, y él halló oportunísima la idea y dijo con gozo: «Metafísico, has acertado.»
Las relaciones de la familia aumentaban de día en día, cosa sumamente natural, habiendo en la casa olor á dinero. Al mes de instalación, mi hermano tenía la mesa puesta y la puerta abierta para todas las notabilidades que quisieran honrarle. Las visitas se sucedían á las visitas, las presentaciones á las presentaciones. No tardó en comprender el jefe de la familia que debía desarraigar ciertas prácticas muy nocivas á su buen crédito, y así, en la mesa, cuando había convidados, que era los más días del año, reinaba un orden perfecto, no turbado por las disputas sobre carne y vino, ni por las rarezas de la niña Chucha, ni por las libertades de los chicos. Tomaron un buen jefe, un maestresala ó mozo de comedor, y aquello parecía otra cosa. El buen tono se iba apoderando poco á poco de todas las regiones de la casa y de los actos todos de la familia, y en las personas de Lica y Chita no era donde menos se echaba de ver la trasformación y el rápido triunfo de las maneras europeas. Mi cuñada supo contener un poco su pasión por las yemas, caramelos y bombones, y los niños, excluidos de la mesa general, comían solos y aparte, bajo la dirección de la mulata. Conociendo su padre lo mal educados que estaban, acudió á poner remedio á este grave mal, pues no sabían cosa alguna, ni comer, ni vestirse, ni hablar, ni andar derechos. Lica deploraba también la incuria en que vivían sus hijos, y un día que hablaba de esto con su marido, volvióse éste á mí y me dijo:—«Es preciso que sin pérdida de tiempo me busques una institutriz.»
X
Al punto me acordé de Irene.
La cual para el caso venía como de encargo. ¡Preciosa adquisición para mi familia y admirable partido para la huérfana! Contentísimo de ser autor de este doble beneficio, aquella misma tarde hablé á doña Cándida. ¡Dios mío, cómo se puso aquella mujer cuando supo que mi hermano con toda su gente estaba en Madrid! Temí que la sacudida y traqueteo de sus disparados nervios la ocasionaran un accidente epiléptico, porque la ví echar de sus ojos relámpagos de alegría; la ví retozona, febril, casi dispuesta á bailar, y de pronto, aquellas muestras de loco júbilo se trocaron en furia, que descargó sobre mí, diciendo á gritos:
—Pero soso, sosón, ¿por qué no me has avisado antes?... ¿En qué piensas? Tú estás en Babia.
Yo sorprendí en su mirada destellos de su excelso ingenio, conjunto admirable de la rapidez napoleónica, de la audacia de Roque Guinart y de la inventiva de un folletinista francés. ¡Ay de las víctimas! Como el buitre desde el escueto picacho arroja la mirada á increible distancia y distingue la res muerta en el fondo del valle, así doña Cándida, desde su eminente pobreza, vió el provechoso esquilmo de la casa de mi hermano y carne riquísima donde clavar el pico y la garra. La risa retozaba en sus labios trémulos y su semblante todo denotaba un estado semejante á la inspiración del artista. Loca de contento, me dijo:
—¡Ay Máximo, cuánto te quiero! Eres el angel de mi guarda.
No supe lo que me hacía al poner en comunicación al sanguinario Calígula con la inocente familia de mi hermano. Era ya tarde cuando caí en la cuenta de que, llevado de un sentimiento caritativo, había atraido sobre mis parientes una plaga mayor que las siete de Egipto juntas. Era yo autor del mal, y me reía, no podía evitarlo, me reía al ver entrar en la casa para hacer su primera visita á la representante de la cólera divina, puesta de veinticinco alfileres, radiante, amenazadora, con expresión de fiera majestad semejante á la que debía de tener Atila. No sé de dónde sacó las ropas que llevaba en aquella ocasión trágica. Creo que las alquiló en una casa de empeños con cuyos dueños tenía amistad, ó que se las prestaron, ó no sé qué, pues hay siempre impenetrables misterios en los modos y procedimientos de ciertos séres, y ni el más listo observador sorprende sus maravillosas combinaciones. Lo que llevaba encima, sin ser bueno, era pasable, y como la muy pícara tenía aquel continente de señora principal, daba un chasco á cualquiera, y ante los ojos inexpertos pasaba por una de esas personas que imperan en la sociedad y en la moda. Su noble perfil romano y sus distinguidos ademanes hicieron aquel día papel más lucido que en toda la temporada de los esplendores de García Grande en tiempo de la Unión Liberal.
Cuando vió á mi hermano, le abrazó de tal modo y tales sentimientos hizo, que yo creí que se desmayaba. Recordó á nuestra buena madre con frases patéticas que hicieron llorar á José María, y se dejó decir que ella era una segunda madre para nosotros. En su conversación con Lica y Chita se mostró tan discreta, tan delicada, tan señora, que las cubanas se quedaron encantadas, embobecidas, y Lica me dijo después que nunca había tratado á una persona más fina y amable. En aquella primera visita dió también doña Cándida rienda suelta á sus sentimientos cariñosos con los niños, haciéndolos toda suerte de mimos y zalamerías, y demostrándoles un amor que rayaba en idolatría. La niña Chucha tuvo un breve consuelo á su nostalgia en las tiernas expresiones de aquella improvisada amiga, que supo hablarle del ajiaco, poniendo en las nubes las comidas cubanas, y terminó con un parrafillo sobre enfermedades. Hasta José María cayó en la astuta red, y un rato después de haber salido Calígula, me preguntaba si á los salones de doña Cándida iba mucha gente notable, al oir lo cual me entró una risa tan grande que creo oyeron mis carcajadas los sordo-mudos que están en el inmediato colegio de la calle de San Mateo.
Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa mi cínife. Desde sus primeras charlas mostróse muy concienzuda, y decía á las mujeres: «Si parece que nos hemos conocido toda la vida... Las miro á ustedes como si fueran hijas mías.» Luego les contaba sucesos de su vida, y hablaba de sí misma y de sus males en términos que me llenaba de admiración su númen hiperbólico. Había detenido el viaje á sus posesiones de Zamora para poder gozar de la compañía de tan simpática familia, y aunque sus intereses habían sufrido mucho por culpa de los malos administradores, no quería salir de Madrid, porque sus amigas la marquesa de acá y la duquesa de allá la retenían. Sus dolencias eran lastimosa epopeya, digna de que Homero se volviera Hipócrates para cantarlas. Por último, en aquel segundo día y en los siguientes (pues antes faltara el sol en el zénit que Calígula en la casa de Manso), demostró tal conocimiento y arte en materia de modas, que fué constituida en Consejo de Estado de Lica y Chita, y ya no se escogió sombrero, ni tela ni cinta sin previa opinión de la de García Grande.
—¡Pobrecitas! les decía, no entren ustedes en las tiendas