MaestrÃa. Robert Greene
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Los seres humanos primitivos desarrollaron la capacidad de pensar y abstraerse como su principal ventaja en la lucha por evitar a predadores y hallar alimento. Eso los ponía en contacto con una realidad a la que los demás animales no tenían acceso. Pensar en este nivel fue el momento decisivo de la evolución: la aparición de la mente consciente y racional.
La segunda ventaja biológica es más sutil, pero igualmente eficaz en sus implicaciones. Todos los primates son en esencia criaturas sociales; pero debido a su gran vulnerabilidad en áreas descubiertas, nuestros más antiguos antepasados tenían mayor necesidad de cohesión grupal. Dependían del grupo para la observación vigilante de predadores y el acopio de alimentos. En general, esos primeros homínidos tenían más interacciones sociales que otros primates. En el curso de cientos de miles de años, dicha inteligencia social se hizo cada vez más refinada, lo que permitió a nuestros ascendientes cooperar entre sí en un alto nivel. E igual que nuestro conocimiento del entorno natural, esta inteligencia dependía de una atención y concentración profundas. Interpretar de modo incorrecto las señales sociales en un grupo muy unido podía resultar sumamente peligroso.
Gracias a la complejidad de esos dos rasgos –el visual y el social–, nuestros antepasados pudieron inventar y desarrollar, hace dos a tres millones de años, la complicada habilidad de cazar. Poco a poco se hicieron más creativos, hasta convertir en un arte esa destreza compleja. Se volvieron cazadores estacionales y se dispersaron por la masa continental eurasiática, logrando adaptarse a todo tipo de climas. En el proceso de esta rápida evolución, hace doscientos mil años su cerebro alcanzó prácticamente el tamaño del de los seres humanos modernos.
En la década de 1990, un grupo de neurocientíficos italianos descubrió algo que podría contribuir a explicar esa destreza creciente de nuestros antepasados primitivos para la caza, y algo a su vez sobre la maestría tal como existe en la actualidad. Al estudiar el cerebro de los monos hallaron que neuronas motrices particulares se activan no sólo al ejecutar un acción muy específica –como hacer palanca para obtener un cacahuate o coger un plátano–, sino también cuando los monos ven a otros realizar la misma acción. A esas neuronas se les llamó muy pronto neuronas espejo. Dicha activación neuronal significaba que los primates experimentaban una sensación similar tanto al hacer como al observar el mismo acto, lo que les permitía ponerse en el lugar de otro y percibir sus movimientos como si los efectuaran ellos mismos. Esto explicaría la aptitud de muchos primates para imitar a otros, y la notoria capacidad de los chimpancés para prever los planes y acciones de un rival. Esas neuronas, se especula, se desarrollaron a causa de la naturaleza social de la vida entre los primates.
Experimentos recientes han confirmado la existencia de esas neuronas también en los seres humanos, aunque en un nivel de refinamiento mucho mayor. Un mono o primate puede considerar una acción desde el punto de vista del que la ejecuta e imaginar sus intenciones, pero nosotros podemos llegar más lejos. Sin necesidad de señales visuales ni actos ajenos, podemos entrar en la mente de otros individuos e imaginar lo que piensan.
A nuestros antepasados, la complejidad de las neuronas espejo les permitió prever sus mutuos deseos a partir de los signos más sutiles y perfeccionar así sus habilidades sociales. Les sirvió asimismo como un componente crítico de la fabricación de herramientas; uno podía aprender a modelar una herramienta imitando las acciones de un experto. Pero, sobre todo, les dio la capacidad de pensar dentro de todo lo que les rodeaba. Luego de años de estudiar a animales particulares podían identificarse y pensar como ellos, previendo patrones de conducta y afinando su aptitud para rastrear y matar presas. Ese pensar dentro podía aplicarse también a lo inorgánico. Al producir una herramienta de piedra, forjadores expertos se sentían uno con su instrumento. La piedra o madera con que cortaban se volvía una extensión de su mano. La sentían como si fuera su carne, lo cual les brindaba más control de las herramientas mismas, tanto al hacerlas como al usarlas.
Este poder de la mente sólo podía activarse después de años de experiencia. Habiendo dominado una habilidad particular –rastrear una presa, producir una herramienta–, su aplicación era automática, así que la mente ya no tenía que concentrarse en las acciones implicadas, sino que podía fijarse en algo más elevado: lo que la presa pensaba, cómo sentir la herramienta como parte de la mano. Este pensar dentro fue una versión preverbal de la inteligencia de tercer nivel, el equivalente primitivo de la sensibilidad intuitiva de Leonardo da Vinci para la anatomía y el paisaje, o de la de Michael Faraday para el electromagnetismo. La maestría en este nivel significó que nuestros antepasados podían tomar decisiones rápida y eficazmente, tras haber obtenido un conocimiento completo de su entorno y su presa. De no haber hecho evolucionar esta facultad, la mente de nuestros ascendientes se habría abrumado fácilmente con la gran cantidad de información que debían procesar para triunfar en la caza. Desarrollaron esa facultad intuitiva cientos de miles de años antes de la invención del lenguaje, y por eso, cuando la experimentamos, tal inteligencia nos parece algo preverbal, un poder que escapa a nuestra capacidad para ponerlo en palabras.
Comprende: ese largo periodo desempeñó un papel básico y decisivo en nuestro desarrollo mental. Alteró fundamentalmente nuestra relación con el tiempo. Para los animales, el tiempo es su gran enemigo. Si son posibles presas, vagar demasiado tiempo en un espacio puede significar la muerte instantánea. Si son predadores, esperar demasiado sólo significará la fuga de la víctima. El tiempo también representa para ellos deterioro físico. En un grado considerable, nuestros antepasados cazadores invirtieron este proceso. Cuanto más tiempo dedicaban a observar algo mayor era su comprensión y conexión con la realidad. Con la experiencia, sus habilidades para la caza progresaban. Con la práctica continua, su aptitud para hacer eficaces herramientas mejoraba. El cuerpo podía desgastarse, pero la mente seguía aprendiendo y adaptándose. Usar el tiempo para tal efecto es el ingrediente esencial de la maestría.
Puede decirse, de hecho, que esta relación revolucionaria con el tiempo alteró en esencia la mente humana misma y le dio una calidad o naturaleza particular. Cuando nos damos tiempo para concentrarnos profundamente, cuando confiamos en que seguir un procedimiento de meses o años nos conducirá a la maestría operamos conforme a la naturaleza de este instrumento maravilloso, el cual se desarrolló a lo largo de muchos millones de años. Pasamos infaliblemente a niveles de inteligencia cada vez más altos. Vemos con más hondura y realismo. Practicamos y hacemos las cosas con habilidad. Aprendemos a pensar por nosotros mismos. Somos capaces de manejar situaciones complejas sin sentirnos abrumados por ellas. siguiendo este camino, nos convertimos en Homo magister, en maestros.
En la medida en que creemos que podemos omitir pasos, eludir el procedimiento, obtener poder mágicamente mediante contactos políticos o fórmulas fáciles o depender de nuestro talento innato actuamos contra esa naturaleza y anulamos nuestras facultades. Nos volvemos esclavos del tiempo: conforme éste pasa, nos hacemos más débiles, menos capaces, atrapados en un derrotero sin oportunidades de progreso. Nos volvemos prisioneros de las opiniones y temores de los demás. En vez de que la mente nos vincule con la realidad, nos desconectamos de ella y nos encerramos en una cámara mental estrecha. El ser humano que dependía de su atención concentrada para sobrevivir se vuelve ahora un animal explorador distraído, incapaz de pensar a fondo, pero también de depender de sus instintos.
Es el colmo de la tontería creer que, en el curso de tu corta vida, de tus escasas décadas de conciencia, podrás reprogramar la configuración de tu cerebro mediante la tecnología o las buenas intenciones, superando el efecto de seis millones de años de desarrollo. Ir contra la naturaleza puede ofrecer una distracción temporal, pero el tiempo exhibirá despiadadamente tu debilidad e impaciencia.
La gran salvación para todos es que hemos heredado un instrumento notablemente plástico. En el curso del tiempo, nuestros antepasados cazadores-recolectores se las arreglaron para dar al cerebro su forma