Maestría. Robert Greene

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Maestría - Robert Greene Biblioteca Robert Greene

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semilla y pasa luego por varias etapas, todas las cuales Leonardo había dibujado en los últimos años. ¿Qué hace que esta planta se desarrolle a través de esas etapas y culmine en una flor magnífica, diferente de cualquier otra? Quizá posee una fuerza que la impulsa a lo largo de esas variadas transformaciones. A Leonardo le maravillaría la metamorfosis de las flores en los años por venir.

      Solo en su lecho de muerte, habría recordado sus primeros años como aprendiz en el estudio del pintor florentino Andrea del Verrocchio. Se le había admitido ahí a los catorce años gracias a la extraordinaria calidad de sus dibujos. Verrocchio instruía a sus aprendices en todas las ciencias necesarias para generar las obras que se producían en su estudio: ingeniería, mecánica, química y metalurgia. Leonardo ansiaba aprender todas esas habilidades, pero pronto descubrió algo en sí mismo: no podía hacer sencillamente lo que se le encargara; debía convertirlo en algo propio, inventar en vez de imitar al maestro.

      Un vez, como parte de su labor en el estudio, se le pidió pintar un ángel en una amplia escena bíblica diseñada por Verrocchio. Decidió entonces hacer que su parte de la escena cobrara vida a su propia manera. En primer plano, frente al ángel, pintó un arriate; pero en lugar de las usuales versiones generalizadas de plantas, representó los especímenes florales que había estudiado tan detalladamente de niño, con una suerte de rigor científico que nadie había visto hasta entonces. En cuanto al rostro del ángel, experimentó con sus pinturas y produjo una nueva mezcla que dotó al ángel de un suave destello, el cual expresaba su ánimo sublime. (Para captar este ánimo, Leonardo pasó tiempo en la iglesia local observando a los fieles en devota oración, y la expresión de un joven le sirvió de modelo para el ángel.) Por último, resolvió ser el primer artista en crear alas realistas de ángeles.

      Con este propósito, fue al mercado y compró varias aves. Dedicó horas enteras a hacer bocetos de sus alas, la forma exacta en que se fundían en su cuerpo. Quería crear la sensación de que las alas habían surgido naturalmente de los hombros del ángel y le permitirían volar. Pero, como de costumbre, no se detuvo ahí. Al terminar su labor, se obsesionó con las aves y en su mente se gestó entonces la idea de que quizá un ser humano podría volar si él era capaz de deducir la ciencia detrás del vuelo de un ave. A partir de esa fecha, dedicaba varias horas a la semana a leer y estudiar todo lo que podía sobre pájaros. Así era como operaba naturalmente su inteligencia: una idea originaba otra.

      Da Vinci habrá rememorado sin duda la peor época de su vida: el año 1481. El papa pidió entonces a Lorenzo de Medici que le recomendara a los mejores pintores de Florencia para decorar el templo que acababa de construir, la Capilla Sixtina. Medici cumplió enviando a Roma a los mejores artistas florentinos menos a Da Vinci, a quien no apreciaba. Medici era del tipo literario, empapado en los clásicos. Leonardo no sabía leer latín y tenía escaso conocimiento de los antiguos; poseía por naturaleza una inclinación más científica. Pero en la raíz de su resentimiento por ese desaire había algo más: había terminado por aborrecer la dependencia impuesta a los artistas para obtener el favor real y vivir de un encargo tras otro. Se había cansado de Florencia y de la política cortesana que reinaba ahí.

      Tomó así una decisión que cambiaría por entero su vida: establecerse en Milán e idear una nueva estrategia para su sustento. Sería algo más que pintor. Ejercería todos los oficios y ciencias que le interesaban: arquitectura, ingeniería militar, hidráulica, anatomía, escultura. Si un príncipe o patrono requería sus servicios, podría fungir como consejero y artista general a cambio de una generosa remuneración. Su mente, decidió, trabajaba mejor cuando se ocupaba de varios proyectos al mismo tiempo, porque esto le permitía establecer toda clase de asociaciones entre ellos.

      Para proseguir con su examen de conciencia, Da Vinci habría recordado el gran encargo que aceptó en esa nueva fase de su vida: una enorme estatua ecuestre de bronce de Francesco Sforza, padre del entonces duque de Milán. El reto era irresistible para él. Aquella estatua sería de una escala no vista desde los días de la antigua Roma, y fundir en bronce una pieza tan grande implicaría una hazaña de ingeniería que habría desanimado a todos los artistas de su tiempo. Trabajó durante meses en el diseño de esta obra y para ponerla a prueba elaboró una réplica en arcilla, que exhibió en la plaza principal de Milán. La obra era gigantesca, equivalente a un edificio de gran tamaño. Las multitudes que se congregaron a admirarla quedaban impresionadas: sus dimensiones, la impetuosa posición del caballo capturada por el artista, su aspecto aterrador. Por toda Italia corrió la voz de esta maravilla, y la gente esperaba con ansia su realización en bronce. Con este fin, Da Vinci inventó un método de fundición totalmente nuevo. En vez de dividir en secciones el molde del caballo lo haría de una sola pieza (empleando una inusual mezcla de materiales preparada por él mismo), que fundiría como un todo, lo que daría al caballo una apariencia mucho más orgánica y natural.

      Pero meses después estalló la guerra y el duque necesitó todo el bronce del que podía echar mano para la artillería. Finalmente, la estatua de arcilla fue desmontada y el caballo no se produjo nunca. Otros artistas se burlaron de la insensatez de Leonardo; había tardado tanto en encontrar la solución perfecta que, naturalmente, los hechos habían conspirado en su contra. Una vez el propio Miguel Ángel se mofó de él: “Hiciste un modelo de un caballo que nunca pudiste fundir en bronce y al que, para tu vergüenza, renunciaste, ¿y el torpe pueblo de Milán tuvo fe en ti?”. Para entonces, sin embargo, él ya se había acostumbrado a insultos sobre su lentitud para trabajar y lo cierto es que no lamentó nada de aquella experiencia. Le había permitido poner a prueba sus ideas sobre cómo diseñar proyectos a gran escala y aplicaría en otra cosa esos conocimientos. Además, el producto terminado no le importaba mucho; lo que siempre le había emocionado era la búsqueda y el procedimiento para crear algo.

      Reflexionando en su vida de esta manera habría detectado claramente la operación de una especie de fuerza oculta en él. De niño, esa fuerza lo había atraído a la parte más silvestre del paisaje, donde pudo observar la variedad más intensa y considerable de la vida. Esta misma fuerza lo había impulsado a robar papel a su padre y dedicar su tiempo a hacer bocetos. Más tarde lo empujó a experimentar cuando trabajaba para Verrocchio. Lo alejó de las cortes de Florencia y el ego inseguro que florecía entre los artistas. Lo lanzó a la intrepidez extrema –esculturas gigantescas, el intento de volar, la disección de cientos de cadáveres para sus estudios anatómicos–, todo para descubrir la esencia misma de la vida.

      Vista desde esta perspectiva, su existencia toda tenía sentido. De hecho, era una bendición que hubiese nacido ilegítimo, pues le había permitido desarrollar su estilo propio. Aun el papel en su casa parecía indicar un destino. ¿Y si se hubiera rebelado contra esa fuerza? ¿Y si, tras el rechazo de la Capilla Sixtina, hubiera insistido en ir a Roma con los demás para ganarse a toda costa el favor del papa en vez de buscar su propio camino? Habría podido hacerlo. ¿Y si se hubiera dedicado principalmente a pintar, para ganarse de mejor manera la vida? ¿Y si hubiera sido como los otros, terminando sus obras lo más rápido posible? Le habría ido bien, pero no hubiera sido Leonardo da Vinci. Su vida habría carecido del propósito que tenía e inevitablemente las cosas habrían marchado mal.

      Esta fuerza oculta en él, como la del lirio que bocetó tantos años antes, había derivado en el pleno florecimiento de sus capacidades. Da Vinci había seguido fielmente su guía hasta el final y, habiendo completado su curso, era hora de morir. Quizá en ese momento regresaron a él estas palabras, escritas años atrás en su libreta: “Así como un día rebosante trae consigo dulces sueños, una vida bien empleada procura una muerte dulce”.

       CLAVES PARA LA MAESTRÍA

      Entre sus varios seres posibles, cada hombre siempre encuentra uno que es su ser genuino y auténtico. La voz que lo llama a ese ser auténtico es lo que denominamos “vocación”. Pero la mayoría de los hombres se dedican a silenciar esa voz de la vocación y negarse a oírla. Consiguen hacer ruido en ellos [...] para distraer su atención

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