MaestrÃa. Robert Greene
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Aunque logró convertirse en una de las tenistas más prometedoras de su país, pronto comprendió que ése no era su futuro. Nadie la derrotaba en los entrenamientos, pero al competir solía paralizarse, por pensar demasiado en la situación, y perdía ante jugadoras inferiores. También sufrió algunas lesiones graves. Así, tendría que concentrarse en sus estudios, no en el deporte. Tras asistir a una academia de tenis en Florida, convenció a sus padres de que le permitieran permanecer en Estados Unidos y solicitar su ingreso a la University of California en Berkeley.
Una vez en Berkeley, sin embargo, no sabía por cuál carrera decidirse; nada parecía adecuarse a sus muy variados intereses. A falta de algo mejor, optó por ingeniería eléctrica. Un día confió a un profesor su sueño de juventud de hacer un robot que jugara tenis con ella. Para su sorpresa, él no se rio, sino que, al contrario, la invitó a unirse a su laboratorio de robótica para estudiantes de posgrado. La labor de Matsuoka ahí resultó tan promisoria que más tarde se le admitió en la escuela de posgrado del Massachusetts Institute of Technology (MIT), donde se incorporó al laboratorio de inteligencia artificial del pionero de la robótica Rodney Brooks. En él se desarrollaba entonces un robot con inteligencia artificial, y Matsuoka se ofreció a diseñar las manos y los brazos.
Desde que era niña, ella había ponderado sus manos al jugar tenis, tocar el piano o resolver ecuaciones. La mano humana era un milagro de diseño. Aunque esta actividad no era precisamente un deporte, Matsuoka trabajaría con sus manos para elaborar una mano. Habiendo hallado al fin algo que satisfacía su amplia gama de intereses, trabajó noche y día en la generación de un nuevo tipo de extremidades robóticas, que poseyera en la mayor medida posible la delicada fuerza de agarre de la mano humana. Su diseño deslumbró a Brooks; representaba varios años de adelanto en comparación con cualquier pieza similar desarrollada hasta entonces.
Al detectar una carencia grave en sus conocimientos, Matsuoka decidió obtener un título adicional en neurociencias. Si era capaz de comprender mejor la relación entre la mano y el cerebro, podría diseñar una prótesis que sintiera y reaccionara como una mano humana. La continuación de este proceso, y la adición a su currículum de nuevos campos científicos, culminó con la creación de un campo totalmente nuevo, que ella misma bautizó como neuro-robótica, el diseño de robots con versiones simuladas de neurología humana, para acercarlos aún más a la vida. La forja de este campo le representaría enorme éxito en las ciencias y la colocaría en la posición de poder suprema: la posibilidad de combinar libremente todos sus intereses.
***
El mundo profesional es como un sistema ecológico: la gente ocupa campos particulares en los que debe competir por recursos y sobrevivencia. Cuantas más personas se apiñen en un espacio, más dificil será prosperar en él. Trabajar en ese campo tenderá a desgastarte, porque te obligará a invertir esfuerzos en recibir atención, participar en el juego de la política y forcejear en pos de recursos escasos. Tendrás que dedicar tanto tiempo a esos jueguitos que te quedará poco para la maestría verdadera. Esos campos te atraen porque ves a otros ganarse la vida en ellos, siguiendo el camino trillado. Ignoras lo difícil que puede ser vivir así.
Practica un juego distinto: busca en tu sistema ecológico un nicho que puedas dominar. Hallarlo no es nunca un proceso sencillo; requiere paciencia, y una estrategia particular. Para comenzar, elige un campo que responda a tus intereses en general (medicina, ingeniería eléctrica). Sigue después una de dos direcciones, la primera de las cuales es el camino Ramachandran. En el campo que elegiste, busca senderos laterales que en especial te atraigan (en el caso de Ramachandran, fueron la ciencia de la percepción y la óptica). Cuando sea posible, desplázate a ese campo más estrecho. Continúa este proceso hasta dar por último con un nicho desocupado, cuanto más angosto, mejor. En cierto sentido, este nicho se corresponde con tu singularidad, así como la forma particular de neurología de Ramachandran se correspondió con su sensación primaria de verse como excepción.
La segunda dirección es el camino Matsuoka. Una vez que domines tu primer campo (la robótica), busca otros temas o habilidades por conquistar (neurociencias), dedicándoles tiempo personal de ser necesario. Combina posteriormente este campo adicional de conocimientos con el original, creando quizá un campo nuevo, o haciendo al menos asociaciones novedosas entre ellos. Continúa con este proceso cuanto quieras; la propia Matsuoka no deja de ampliar nunca sus alcances. Al final crearás un campo exclusivamente tuyo. Esta segunda versión es muy indicada para una cultura con gran disponibilidad de información y en la que asociar ideas constituye una forma de poder.
En cualquiera de ambas direcciones hallarás un nicho libre de competidores. Tendrás así libertad de movimiento, de perseguir cuestiones de tu interés particular. Fijarás tu agenda y controlarás los recursos disponibles para ese nicho. Descargado de competencia y politiquería, tendrás tiempo y espacio para que tu tarea en la vida florezca.
3. Evita la senda falsa: la estrategia de la rebelión
En 1760, a los cuatro años de edad, Wolfgang Amadeus Mozart adoptó el piano, bajo la instrucción de su padre. Fue el propio Wolfgang quien pidió tomar clases a edad tan precoz; su hermana, de siete años, ya se había iniciado en ese instrumento. Quizá fue en parte por la rivalidad entre hermanos que él tomó esa iniciativa, viendo la atención y estimación que su hermana recibía por su habilidad y deseándolas para sí.
Tras los primeros meses de práctica, el padre, Leopold –él mismo talentoso ejecutante, compositor y maestro–, se dio cuenta de la excepcionalidad de Wolfgang. Lo más raro para su edad era que al chico le fascinaba ensayar; sus padres tenían que separarlo cada noche del piano. Mozart empezó a componer cuando tenía cinco años. Pronto, Leopold llevó de viaje a este prodigio y su hermana, para que actuaran en todas las capitales de Europa. Wolfgang deslumbró con sus presentaciones a todos los públicos de la realeza; tocaba con aplomo y podía improvisar las más ingeniosas melodías. Era como un objeto precioso. El padre obtenía entre tanto buenos ingresos para la familia, puesto que un creciente número de cortes querían ver al niño genio en acción.
Como patriarca de la familia, Leopold Mozart exigía a sus hijos obediencia total, aunque para entonces ya era el joven Wolfgang quien, en esencia, mantenía a los suyos. Pero Mozart se sometía de buena gana; debía todo a su padre. Cuando llegó a la adolescencia, sin embargo, algo se revolvió en él. ¿Le gustaba tocar el piano... o llamar la atención? Esto lo confundía. Luego de años de componer, desarrollaba al fin un estilo propio, pese a lo cual su padre insistía en que escribiera piezas convencionales, del gusto de la realeza, y siguiera produciendo dinero para la familia. La ciudad de Salzburgo, donde los Mozart vivían, era provinciana y burguesa. Wolfgang quería otra cosa, valerse por sí mismo. Cada año que pasaba se sentía más sofocado.
Por fin, en 1777, a sus veintiún años, el padre le permitió ir a París, acompañado de su madre. Él debía tratar de conseguir ahí un destacado puesto como director de orquesta, para que pudiese seguir manteniendo a su familia. Pero París no fue de su agrado. Los puestos que se le ofrecían estaban por debajo de su talento. Encontrándose allá, su madre cayó enferma y murió camino a casa. Aquel viaje fue, así, un desastre absoluto. Escarmentado, Mozart se mostró dispuesto a cumplir la voluntad de su padre. Aceptó una colocación insípida como organista de la corte, lo que no le impidió seguir sintiéndose incómodo. Le desesperaba ver cómo desperdiciaba su vida en una posición mediocre, escribiendo música para complacer a provincianos insignificantes. En cierto momento escribió a su padre: “Soy compositor. [...] No puedo ni debo sepultar el talento para la composición que Dios, en su bondad, tan generosamente me otorgó”.
El padre reaccionaba enojado a las cada vez más frecuentes quejas del hijo, recordándole que le debía toda la instrucción que había recibido, lo mismo que los gastos en que había incurrido en sus interminables viajes. En un momento de lucidez,