La Divina Comedia. Dante Alighieri
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Читать онлайн книгу La Divina Comedia - Dante Alighieri страница 10
Entonces torció los ojos que había tenido fijos; miróme un momento, y luego inclinó la cabeza, y volvió a caer entre los demás ciegos. Mi guía me dijo:
—Ya no volverá a levantarse hasta que se oiga el sonido de la angélica trompeta; cuando venga la potestad enemiga del pecado. Cada cual encontrará entonces su triste tumba; recobrará sus carnes y su figura; y oirá el juicio que debe resonar por toda una eternidad.
Así fuimos atravesando aquella impura mezcla de sombras y de lluvia, con paso lento, razonando un poco sobre la vida futura. Por lo cual dije:
—Maestro, ¿estos tormentos serán mayores después de la gran sentencia, o bien menores, o seguirán siendo tan dolorosos?
Y él a mí:
—Acuérdate de tu ciencia, que pretende que cuanto más perfecta es una cosa, tanto mayor bien o dolor experimenta. Aunque esta raza maldita no debe jamás llegar a la verdadera perfección, espera ser después del juicio más perfecta que ahora.
Caminando por la vía que gira alrededor del círculo, continuamos hablando de otras cosas que no refiero, y llegamos al sitio donde se desciende: allí encontramos a Plutón, el gran enemigo.
CANTO SEPTIMO
APE satán, pape satán aleppe"[8] comenzó a gritar Plutón con ronca voz. Y aquel sabio gentil, que lo supo todo, para animarme, dijo:
—No te inquiete el temor; pues a pesar de su poder, no te impedirá que desciendas a este círculo.
Después, volviéndose hacia aquel rostro hinchado de ira, le dijo:
—Calla, lobo maldito: consúmete interiormente con tu propia rabia. No sin razón venimos al profundo infierno; pues así lo han dispuesto allá arriba, donde Miguel castigó la soberbia rebelión.
Como las velas, hinchadas por el viento, caen derribadas cuando el mástil se rompe, del mismo modo cayó al suelo aquella fiera cruel. Así bajamos a la cuarta cavidad, aproximándonos más a la dolorosa orilla que encierra en sí todo el mal del universo. ¡Ah, justicia de Dios!, ¿quién, si no tú, puede amontonar tantas penas y trabajos como allí vi? ¿Por qué nos desgarran así nuestras propias faltas? Como una ola se estrella contra otra ola en el escollo de Caribdis, así chocan uno contra otro los condenados. Allí vi más condenados que en ninguna otra parte, los cuales formados en dos filas, se lanzaban de la una a la otra enormes pesos con todo el esfuerzo de su pecho, gritando fuertemente: dábanse grandes golpes, y después se volvían cada cual hacia atrás, exclamando: "¿Por qué guardas? ¿Por qué derrochas?" De esta suerte iban girando por aquel tétrico círculo, yendo desde un extremo a su opuesto, y repitiendo a gritos su injurioso estribillo. Después, cuando cada cual había llegado al centro de su círculo, se volvían todos a la vez para empezar de nuevo otra pelea.
Yo, que tenía el corazón conmovido de lástima, dije:
—Maestro mío, indícame qué gente es ésta. Todos esos tonsurados que vemos a nuestra izquierda ¿han sido clérigos?
Y él me respondió:
—Erró la mente de todos en la primera vida, y no supieron gastar razonablemente: así lo manifiestan claramente sus aullidos cuando llegan a los dos puntos del círculo que los separa de los que siguieron camino opuesto. Esos que no tienen cabellos que cubran su cabeza, fueron clérigos, papas y cardenales, a quienes subyugó la avaricia.
Y yo:
—Maestro, entre todos ésos, bien deberá haber algunos a quienes yo conozca y a quienes tan inmundos hizo este vicio.
Y él a mí:
—En vano esforzarás tu imaginación: la vida sórdida que los hizo deformes, hace que hoy sean obscuros y desconocidos. Continuarán chocando entre sí eternamente; y saldrán éstos del sepulcro con los puños cerrados, y aquéllos con el cabello rapado. Por haber gastado mal y guardado mal, han perdido el Paraíso, y se ven condenados a ese eterno combate, que no necesito pintarte con palabras escogidas. Ahí podrás ver, hijo mío, cuán rápidamente pasa el soplo de los bienes de la Fortuna, por los que la raza humana se enorgullece y querella. Todo el oro que existe bajo la Luna, y todo lo que ha existido, no puede dar un momento de reposo a una sola de esas almas fatigadas.
—Maestro—le dije entonces—, enséñame cuál es esa Fortuna de que me hablas, y que así tiene entre sus manos los bienes del mundo.
Y él a mí:
—¡Oh necias criaturas! ¡Cuán grande es la ignorancia que os extravía! Quiero que te alimentes con mis lecciones. Aquél, cuya sabiduría es superior a todo, hizo los cielos y les dió un guía, de modo que toda parte brilla para toda parte, distribuyendo la luz por igual; con el esplendor del mundo hizo lo mismo, y le dió una guía, que administrándolo todo, hiciera pasar de tiempo en tiempo las vanas riquezas de una a otra familia, de una a otra nación, a pesar de los obstáculos que crean la prudencia y previsión humanas. He aquí por qué, mientras una nación impera, otra languidece, según el juicio de Aquél que está oculto, como la serpiente en la hierba. Vuestro saber no puedo contrastarla; porque provee, juzga y prosigue su reinado, como el suyo cada una de las otras deidades. Sus transformaciones no tienen tregua; la necesidad la obliga a ser rápida; por eso se cambia todo en el mundo con tanta frecuencia. Tal es esa a quien tan a menudo vituperan los mismos que deberían ensalzarla, y de quien blasfeman y maldicen sin razón. Pero ella es feliz, y no oye esas maldiciones: contenta entre las primeras criaturas, prosigue su obra y goza en su beatitud. Bajemos ahora donde existen mayores y más lamentables males: ya descienden todas las estrellas que salían cuando me puse en marcha, y nos está prohibido retrasarnos mucho.
Atravesamos el círculo hasta la otra orilla, sobre un hirviente manantial, que vierte sus aguas en un arroyo que le debe su origen y cuyas aguas son más bien obscuras que azuladas; y bajamos por un camino distinto, siguiendo el curso de tan tenebrosas ondas. Cuando aquel arroyo ha llegado al pie de la playa gris e infecta, forma una laguna llamada Estigia; y yo, que miraba atentamente, vi algunas almas encenagadas en aquel pantano, completamente desnudas y de irritado semblante. Se golpeaban no sólo con las manos, sino con la cabeza, con el pecho, con los pies, arrancándose la carne a pedazos con los dientes. Díjome el buen Maestro:
—Hijo, contempla las almas de los que han sido dominados por la ira: quiero además que sepas que bajo esta agua hay una raza condenada que suspira, y la hace hervir en la superficie, como te lo indican tus miradas en cuantos sitios se fijan. Metidos en el lodo, dicen: "Estuvimos siempre tristes bajo aquel aire dulce que alegra el Sol, llevando en nuestro interior una tétrica humareda: ahora nos entristecemos también en medio de este negro cieno." Estas palabras salen del fondo de su garganta, como si formaran gárgaras, no pudiendo pronunciar una sola íntegra.
Así fuimos describiendo un gran arco alrededor del fétido pantano, entre la playa seca