La Divina Comedia. Dante Alighieri
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Читать онлайн книгу La Divina Comedia - Dante Alighieri страница 9
—Poeta, quisiera hablar a aquellas dos almas que van juntas y parecen más ligeras que las otras impelidas por el viento.
Y él me contestó:
—Espera que estén más cerca de nosotros: y entonces ruégales, por el amor que las conduce, que se dirijan hacia ti.
Tan pronto como el viento las impulsó hacia nosotros, alcé la voz diciendo:
—¡Oh almas atormentadas!, venid a hablarnos, si otro no se opone a ello.
Así como dos palomas, excitadas por sus deseos, se dirigen con las alas abiertas y firmes hacia el dulce nido, llevadas en el aire por una misma voluntad, así salieron aquellas dos almas de entre la multitud donde estaba Dido, dirigiéndose hacia nosotros a través del aire malsano, atraídas por mi eficaz y afectuoso llamamiento.
—¡Oh sér gracioso y benigno, que vienes a visitar enmedio de este aire negruzco a los que hemos teñido el mundo de sangre! Si fuéramos amados por el Rey del universo, le rogaríamos por tu tranquilidad, ya que te compadeces de nuestro acerbo dolor. Todo lo que te agrade oír y decir, te lo diremos y escucharemos con gusto mientras que siga el viento tan tranquilo como ahora. La tierra donde nací está situada en la costa donde desemboca el Po con todos sus afluentes para descansar en el mar. Amor, que se apodera pronto de un corazón gentil, hizo que éste se prendara de aquel hermoso cuerpo que me fué arrebatado de un modo que aún me atormenta. Amor, que no dispensa de amar al que es amado, hizo que me entregara vivamente al placer de que se embriagaba éste, que, como ves, no me abandona nunca. Amor nos condujo a la misma muerte. Caína[7] espera al que nos arrancó la vida.
Tales fueron las palabras de las dos sombras. Al oír a aquellas almas atormentadas, bajé la cabeza y la tuve inclinada tanto tiempo, que el poeta me dijo:
—¿En qué piensas?
—¡Ah!—exclamé al contestarle—; ¡cuán dulces pensamientos, cuántos deseos les han conducido a doloroso tránsito!
Después me dirigí hacia ellos, diciéndoles:
—Francisca, tus desgracias me hacen derramar tristes y compasivas lágrimas. Pero dime: en tiempo de los dulces suspiros ¿cómo os permitió Amor conocer vuestros secretos deseos?
Ella me contestó:
—No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria; y eso lo sabe bien tu Maestro. Pero si tienes tanto deseo de conocer cuál fué el principal origen de nuestro amor, haré como el que habla y llora a la vez. Leíamos un día por pasatiempo las aventuras de Lancelote, y de qué modo cayó en las redes del Amor: estábamos solos y sin abrigar sospecha alguna. Aquella lectura hizo que nuestros ojos se buscaran muchas veces y que palideciera nuestro semblante; mas un solo pasaje fué el que decidió de nosotros. Cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada fué interrumpida por el beso del amante, éste, que jamás se ha de separar de mí, me besó tembloroso en la boca: el libro y quien lo escribió fué para nosotros otro Galeoto; aquel día ya no leímos más.
Mientras que un alma decía esto, la otra lloraba de tal modo, que, movido de compasión, desfallecí como si me muriera, y caí como cae un cuerpo inanimado.
CANTO SEXTO
L recobrar los sentidos, que perdí por la tristeza y la compasión que me causó la suerte de los dos cuñados, vi en derredor mío nuevos tormentos y nuevas almas atormentadas doquier iba y doquier me volvía o miraba. Me encuentro en el tercer círculo; en el de la lluvia eterna, maldita, fría y densa, que cae siempre igualmente copiosa y con la misma fuerza. Espesos granizos, agua negruzca y nieve descienden en turbión a través de las tinieblas; la tierra, al recibirlos, exhala un olor pestífero. Cerbero, fiera cruel y monstruosa, ladra con sus tres fauces de perro contra los condenados que están allí sumergidos. Tiene los ojos rojos, los pelos negros y cerdosos, el vientre ancho y las patas guarnecidas de uñas que clava en los espíritus, les desgarra la piel y les descuartiza. La lluvia les hace aullar como perros; los miserables condenados forman entre sí una muralla con sus costados y se revuelven sin cesar. Cuando nos descubrió Cerbero, el gran gusano abrió las bocas enseñándonos sus colmillos; todos sus miembros estaban agitados. Entonces mi guía extendió las manos, cogió tierra, y la arrojó a puñados en las fauces ávidas de la fiera. Y del mismo modo que un perro se deshace ladrando al tener hambre, y se apacigua cuando muerde su presa, ocupado tan sólo en devorarla, así también el demonio Cerbero cerró sus impuras bocas, cuyos ladridos causaban tal aturdimiento a las almas que quisieran quedarse sordas. Pasamos por encima de las sombras derribadas por la incesante lluvia, poniendo nuestros pies sobre sus fantasmas, que parecían cuerpos humanos. Todas yacían por el suelo, excepto una que se levantó con presteza para sentarse, cuando nos vió pasar ante ella.
—¡Oh, tú, que has venido a este Infierno!—me dijo—; reconóceme si puedes. Tú fuiste hecho, antes que yo deshecho.
Yo le contesté:
—La angustia que te atormenta es quizá causa de que no me acuerde de ti; me parece que no te he visto nunca. Pero dime, ¿quién eres tú, que a tan triste lugar has sido conducido, y condenado a un suplicio, que si hay otro mayor, no será por cierto tan desagradable?
Contestóme:
—Tu ciudad, tan llena hoy de envidia, que ya colma la medida, me vió en su seno en vida más serena. Vosotros, los habitantes de esa ciudad, me llamasteis Ciacco. Por el reprensible pecado de la gula, me veo, como ves, sufriendo esta lluvia. Yo no soy aquí la única alma triste; todas las demás están condenadas a igual pena por la misma causa.
Y no pronunció una palabra más. Yo le respondí:
—Ciacco, tu martirio me conmueve tanto, que me hace verter lágrimas; pero dime, si es que lo sabes: ¿en qué pararán los habitantes de esa ciudad tan dividida en facciones? ¿Hay algún justo entre ellos? Dime por qué razón se ha introducido en ella la discordia.
Me contestó:
—Después de grandes debates, llegarán a verter su sangre, y el partido salvaje arrojará al otro partido causándole grandes pérdidas. Luego será preciso que el partido vencedor sucumba al cabo de tres años, y que el vencido se eleve, merced a la ayuda de aquel que ahora es neutral. Esta facción llevará la frente erguida por mucho tiempo, teniendo bajo su férreo yugo a la otra, por más que ésta se lamente y avergüence. Aun hay dos justos, pero nadie les escucha: la soberbia, la envidia y la avaricia son las tres chispas que han inflamado los corazones.
Aquí dió Ciacco fin a su lamentable discurso, y yo le dije:
—Todavía quiero que me informes, y me concedas algunas palabras. Dime dónde están, y dame a conocer a Farinata y al Tegghiaio, que fueron tan dignos, a Jacobo Rusticucci, Arigo y Mosca, y a otros que a hacer bien consagraron su ingenio, pues siento un gran deseo de saber si están entre las dulzuras del Cielo o entre las amarguras del Infierno.
A lo