Maximina. Armando Palacio Valdes
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Miguel le clavó una mirada penetrante.
—¿Y mamá?
—...También—respondió la niña.
No le hizo más preguntas; pero aquel mismo día el hijo del brigadier avisó al administrador que no podía tomar el cuarto principal de aquella casa, y eligió otro en la plaza de Santa Ana. El pretexto que dió á su familia para este cambio fué que no podía vivir tan apartado de la redacción del periódico, ahora que iba á emprender una campaña más asidua. Y no le pesó, en verdad; antes á los pocos días tuvo ocasión de confirmarse en su acuerdo y darse por él la enhorabuena. Sucedió que un día, viniendo de dirigir los trabajos de instalación en su nuevo cuarto, encontró á Maximina con los ojos un poco enrojecidos como de haber llorado. El corazón le dijo que había pasado algo, y le preguntó con ansiedad:
—¿Qué tienes? Has llorado.
—No—contestó la niña sonriendo,—es que me he lavado hace un momento.
—Sí, te has lavado, pero por haber llorado antes. Díme, díme pronto qué ha sido.
—Nada.
—Bien—replicó el joven con firmeza,—yo lo sabré.
En efecto, Juana, aunque de un modo confuso, le enteró de lo ocurrido.
—Mire usted, señorito, al parecer, la señora le dijo hace ya días á la señorita que no le gustaba que estuviese hasta tan tarde sin arreglarse, porque podían venir visitas. Todos estos días la señorita se ha aviado temprano; pero hoy no sé cómo se descuidó y la señora la ha reprendido.
—¿Qué le ha dicho?
—Yo no sé. La señorita no ha querido decírmelo... pero ha llorado bastante.
Miguel entró en su cuarto rojo de ira.
—Maximina, avíate y arregla los baúles... Nos vamos ahora mismo de esta casa... Yo no consiento que nadie te haga llorar.
La joven quedó mirando á su esposo con más expresión de susto que de reconocimiento.
—¡Si nadie me ha hecho llorar!... He llorado sin saber por qué... Me sucede muchas veces... Puedes preguntárselo á mi tía...
—Nada, nada, ahora mismo nos vamos...
—¡Oh, Miguel, por Dios no hagas eso!
—¡Que sí, que nos vamos!
Maximina se arrojó en sus brazos llorando.
—¡No hagas eso, Miguel, no hagas eso! ¡Enfadarte con tu madre por mi culpa!... ¡Prefiero morir!
La cólera del joven fué cediendo y consintió al cabo en disimular su desabrimiento, si bien quedó decidido que al día siguiente irían á dormir á su casa. Así se realizó. Mas la brigadiera no se dejó engañar, y entendió bien los motivos que Miguel tenía para precipitar su traslación. No hay para qué decir que desde entonces Maximina perdió para ella gran parte de su valimiento.
El cuarto de la plaza de Santa Ana estaba alfombrado, pero aún había pocos muebles. Sólo tenían arreglados, y no enteramente, el comedor, un gabinete y su alcoba. En el resto de la casa había algunas sillas diseminadas y tal cual armario ó espejo fuera de su sitio. Á pesar de eso, Miguel y Maximina lo hallaron delicioso. Al fin estaban solos, y eran dueños de sus acciones. La independencia les embriagaba de gozo. Aquel aspecto de interinidad seducía á Miguel como una cosa extraordinaria y original. Maximina quiso hacer la cama por sí misma; pero ¡ay! el colchón pesaba tanto, que no podía moverlo. Viéndola forcejar hasta ponerse colorada, Miguel echó mano también y ayudó á batirlo, riendo á carcajadas sin saber de qué; acaso de placer. Pero á nuestros esposos se les había olvidado una porción de cosas indispensables para la vida, entre ellas, las lámparas para alumbrarse. Cuando llegó la noche, Juana tuvo que ir apresuradamente á comprar bujías y unos candeleros, para poder comer. Aquella primer comida á solas fué deliciosa. Maximina tenía el apetito casi siempre despierto, lo cual era para ella un gran defecto, y procuraba ocultarlo, quedando casi siempre con ganas. Mas ahora, delante de su marido solamente y pensando que éste no se fijaba, echaba en el plato lo que bien le placía. Cuando terminaron, Miguel le dijo:
—Has comido bien; mucho mejor que estos días pasados en casa de mamá.
Maximina se ruborizó como si le hubiesen descubierto un delito. Adivinando lo que pasaba en su interior, Miguel acudió inmediatamente en su auxilio.
—Vaya, ahora comprendo que no comías allí por vergüenza... Pues ten entendido que hoy es moda comer mucho... Además, á mí no hay nada que me cause tanto placer como ver comer con apetito; mucho más si es una persona querida. Por consiguiente, si quieres darme gusto, procura tenerlo siempre despierto... Para estómagos malos, basta el mío en la casa.
Aquella noche decidieron no salir á la calle. Se fueron desde el comedor al despacho, en donde no había mueble alguno, pues deseaba el joven amueblarlo con calma y á su gusto. Pero en el gabinete no había chimenea y allí sí. Juana la encendió y además un par de bujías. Miguel las apagó en seguida; prefería quedar con la luz de la chimenea solamente. Quiso después ir á buscar al gabinete un par de butacas, pero Maximina le dijo:
—Trae para ti solamente... Verás; yo me siento en el suelo y estoy más á gusto.
Y como lo dijo lo efectuó, dejándose caer suavemente sobre el pavimento alfombrado.
Su marido la miró sonriendo.
—¡Ah! pues entonces no voy por las butacas. No quiero ser menos que tú.
Y se sentó á su lado: ambos delante de la chimenea cuya llama iluminaba la sonrisa feliz de sus rostros. El marido tomó las manos de la esposa, aquellas manos regordetas, endurecidas, mas no desfiguradas por el trabajo, y las besó con pasión repetidas veces. La esposa no quiso ser menos, y después de vacilar un poco, tomó las del marido y las llevó á los labios. Á Miguel le hizo gracia aquel rasgo de inocencia y sonrió.
—¿De qué te ríes?—le preguntó la niña mirándole sorprendida.
—De nada... de placer.
—No; te has sonreído con malicia... ¿De qué te ríes?
—De nada te digo... Son aprensiones tuyas.
—¡Cuando digo que te ríes de mí! ¿He hecho algo mal?
—¡Qué habías de hacer, tonta! Me he reído porque no es costumbre que las damas besen las manos á los caballeros.
—¿Lo ves?... ¡Pero yo no soy una dama!... Y tú eres mi marido...
—Tienes razón—dijo él abrazándola,—tienes razón en todo lo que dices. Haz siempre lo que te salga del corazón como ahora, y no temas equivocarte.
La luz azulada del cok saltaba alegremente por encima de los carbones, surgiendo y desapareciendo á cada instante, cual si acudiese á escuchar las palabras de los esposos, y se retirase solícita después á comunicarlas á algún gnomo vulcanio. De vez en cuando un pedacito de escoria se desprendía de la masa incandescente,