Viajes por España. Pedro Antonio de Alarcón

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Viajes por España - Pedro Antonio de Alarcón

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encargadas de perpetuar las huérfanas memorias de tantas grandezas extinguidas. El agua, sobre todo, fluyendo y charlando hoy como fluía y charlaba en 1558, sin respetar ahora el silencio de muerte que ha sucedido en aquella soledad al antiguo esplendor y movimiento, recordábanos estos hermosos versos con que nuestro inmortal Quevedo acaba un soneto titulado: A Roma sepultada en sus ruinas:

      «Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,

       Si ciudad la regó, ya sepultura

       La llora con funesto son doliente.

       ¡Oh Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,

       Huyó lo que era firme, y solamente

       Lo fugitivo permanece y dura.»

      Atado que hubimos nuestros caballos á los recios troncos de los naranjos susodichos, emprendimos la subida por la rampa, que nos condujo al salón-mirador, estancia verdaderamente deliciosa, más propia de una villa italiana ó de un carmen granadino que de un monasterio oculto en los repliegues y derivaciones de una sierra de Extremadura.

      Cuatro son los grandes arcos que ponen el mirador en relación directa con el rico ambiente y esplendorosa vegetación de aquel amenísimo barranco. Dos de ellos dan á la parte donde subíamos, sirviendo el uno de entrada á la rampa, y el otro como de balcón, desde el cual se tocan con la mano los bermejos frutos de los naranjos del compás, y se descubre, al través de sus ramas, un elegantísimo ángulo de la contigua iglesia, de perfecto estilo gótico, cuyas gentiles ojivas, esbeltos juncos y erguidas agujas, todo ello de una resistente piedra dorada por los siglos, infunden en el ánimo, en medio de aquellas abandonadas ruinas, arrogantes ideas de inmortalidad.

      Los otros dos arcos miran al Mediodía, y desde ellos se goza de la apacible contemplación de la Huerta y del bosque de olmos y de todos los suaves encantos de aquel breve y pacífico horizonte. De dicha Huerta trepan, como hemos apuntado, hasta penetrar por los arcos dentro de aquel salón, rosales parietarios y escaladoras enredaderas con sus elegantes campanillas, que todavía no se habían cerrado aquella mañana: además, los dos grandes balcones determinados por ambos arcos tienen el antepecho en la parte ó cara interna del recio muro, dejando destinado todo el ancho de éste á dos extensos arriates ó pensiles que cultivaba Carlos V, y que hoy se cultivan también cuidadosamente. Geranios, rosales de pitiminí y clavellinas, todo florido, pues ya he dicho que estábamos en Mayo, vimos nosotros en aquellos dos jardinillos tan graciosamente imaginados y dispuestos.—Cuando al poco rato llegaron el Administrador y su señora, supimos que ésta, madrileña de pura raza, aficionadísima, por consiguiente, á macetas, era la autora del milagro de que continuasen consagrados á Flora los dos arriates que cuidó en otro tiempo Carlos de Austria.

      Llevo descritos dos lados del salón-mirador, bien que aun me falte decir que, entre el arco que comunica con la rampa y el otro contiguo, hay un poyo de piedra, de dos cuerpos, mucho más ancho el de abajo que el de arriba, que se construyó allí para que Carlos V montase á caballo más cómodamente.....

      Por cierto que, según refiere Fr. Prudencio Sandoval en su Historia del Emperador, las cabalgaduras que éste usaba en Yuste no tenían nada de cesáreas ni de marciales, pues consistían en una jaquilla bien pequeña y una mula vieja.—¡Tan acabado de fuerzas estaba aquel que tantas veces había recorrido la Europa á caballo!

      Pero ya que de esto hemos venido á hablar, oigamos describir al mismo historiador la manera cómo montó á caballo por última vez el protagonista del siglo de los héroes, el vencedor de mil combates, el hombre de hierro.

      «.....Puesto en la jaquilla, apenas dió tres ó cuatro pasos cuando comenzó á dar voces que le bajasen, que se desvanecía, y como iba rodeado de sus criados, le quitaron luego, y desde entonces nunca más se puso en cabalgadura alguna.»

      Considerad ahora cuántas reflexiones no acudirán á la mente al contemplar aquel poyo de piedra, terrible monumento que acredita toda la flaqueza y rápida caducidad de esta nuestra máquina humana, tan temeraria, impetuosa y presumida en las breves horas de la juventud, si por acaso le presta sus alas la fortuna.....—Mas sigamos nuestra descripción.

      La pared que da al Norte, sólo es notable por lindar con el muro de la iglesia y porque en aquel lado del salón-mirador hay una pequeña y preciosa fuente, labrada en la forma y estilo de las que adornan los paseos públicos ó los jardines de los palacios.

      Esta fuente tendrá unas dos varas y media de altura, y se compone de un pilar redondo, del centro del cual sale un recio fuste ó árbol, que luego se convierte en gracioso grupo de niños, muy bien esculpido; todo ello de una sola pieza y de piedra bastante parecida al mármol, aunque de la especie granítica. El grupo de niños sostiene una taza redonda, de la cual fluye por cuatro caños un agua cristalina, sumamente celebrada por sus virtudes higiénicas.—El Emperador no bebía otra, y nosotros la probamos también, aunque llevábamos á bordo un vino de primer orden.

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