Inteligencia ecológica. Daniel Goleman
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En el caso de los procesos industriales, el ouroboros también representa el ideal “de la cuna a la cuna”, es decir, de que todo lo que se utiliza para la fabricación de un determinado producto debe diseñarse para que, en el momento de su eliminación, pueda biodegradarse y resultar útil para la naturaleza o reciclarse y convertirse en el input de un nuevo proceso de fabricación. Esta noción difiere mucho, por cierto, del ideal actual “de la cuna a la tumba”, según el cual, los elementos compositivos de un ítem descartado acaban arrojándose a un vertedero, filtrando toxinas al medio ambiente y generando pesadillas moleculares o de cualquier otro tipo.
Las imágenes del carro, la red y la serpiente acudieron a mi mente mientras mantenía un encuentro virtual con Gregory en el que hablábamos por teléfono mientras la pantalla de mi ordenador, ubicado en Massachusetts, mostraba lo que estaba ocurriendo en la suya, en Maine. La visión proporcionada por el análisis del ciclo vital de cada uno de los casi dos mil eslabones de la cadena de suministros del envase de cristal se convertía así en una ventana que nos permitía establecer su impacto sobre la salud humana, los ecosistemas, el cambio climático y el agotamiento de los recursos.
La fabricación de un tarro de cristal requiere del uso, en algún punto ubicado corriente arriba de la cadena de suministros, de centenares de sustancias, cada una de las cuales posee su propio perfil de impactos. A lo largo de todo ese proceso, se liberan al agua cerca de cien sustancias diferentes, la mitad aproximadamente de las cuales acaba en la tierra.
En lo que respecta a los 220 productos diferentes emitidos al aire, por su parte, la sosa cáustica empleada en una fábrica de vidrio da cuenta del 3% del impacto negativo del envase para la salud y del 6% de su peligro para el ecosistema. Por su parte, el 16% del impacto negativo sobre el ecosistema que acompaña a la fabricación de un recipiente de vidrio se deriva de la energía necesaria para alimentar el horno y el 20% de sus efectos negativos sobre el cambio climático se atribuye a la generación de la electricidad empleada por la fábrica. La mitad, hablando en términos generales, de las emisiones provocadas por la fabricación del envase que contribuyen al calentamiento global tiene lugar en la misma fábrica y la otra mitad en otros puntos diferentes de la cadena de suministros. La lista de productos químicos liberados a la atmósfera por la fábrica va desde tasas relativamente elevadas de dióxido de carbono y de óxidos de nitrógeno hasta indicios de metales pesados como el cadmio y el plomo.
El inventario de materiales necesarios para fabricar un kilogramo del embalaje utilizado en el proceso de distribución del recipiente pone de relieve, en los diferentes estadios de su proceso de fabricación, una lista de 659 ingredientes diferentes, entre los que cabe destacar el cromo, la plata y el oro, elementos químicos raros como el criptón y sustancias como el ácido isociánico y ocho isómeros diferentes del etano.
Los detalles son apabullantes. «Por ello precisamente –señaló Norris– llevamos a cabo una evaluación exhaustiva del impacto que acabamos resumiendo en unos pocos indicadores.» El análisis del ciclo vital revela también que cerca del 70% del impacto cancerígeno provocado por el proceso de fabricación del vidrio se debe a los hidrocarburos aromáticos, los más conocidos de los cuales son los VOC (es decir, los compuestos orgánicos volátiles), sustancias peligrosas responsables del olor de la pintura fresca o de una cortina de baño de vinilo. Pero ninguno de esos productos, sin embargo, se libera directamente en la fábrica, sino en otros puntos diferentes de la cadena del suministro.
Cada una de las 659 unidades de análisis reveladas por el análisis del ciclo vital constituye un punto para analizar el impacto. En este sentido, el análisis del ciclo vital revela que el 8% del impacto sobre el cáncer de la fabricación de ese envase se debe a la liberación a la atmósfera de compuestos orgánicos volátiles asociados a la construcción y mantenimiento de la fábrica, el 16% a la producción del gas natural empleado por la fábrica para calentar sus hornos y el 31% a la fabricación de HDPE, el polietileno de alta densidad utilizado para fabricar el plástico con el que se embala el vidrio.
Pero ello no significa que debamos renunciar al uso de envases de cristal para contener alimentos. A fin de cuentas, el vidrio posee virtudes que resultan inaccesibles al plástico como, por ejemplo, ser reciclable y no difundir sustancias dudosamente sanas a los fluidos.
¡Y todo eso para un envase que, según me dijo Norris mientras me ilustraba su análisis del ciclo vital, era reciclable en un 60%!
Cuando le pregunté lo que ganamos exactamente con ese 60%, replicó que el reciclado del vidrio nos ahorra la misma proporción de materia prima extraída, procesada y transportada. «Por supuesto que hay que tener también en cuenta el procesado y transporte del vidrio después de su consumo. Pero, a pesar de ello, el impacto neto del reciclado del vidrio todavía resulta beneficioso. –Y luego ilustró el caso con el siguiente ejemplo–: El 28% de vidrio que se recicla nos ahorra casi 1.900 litros de agua por tonelada de vidrio fabricado, con lo que, en consecuencia, se evita la emisión de poco más de 10 kilogramos de dióxido de carbono a la atmósfera.»
Pero el reciclaje, no obstante, no pone fin a todos los impactos ecológicos de un determinado producto. Convendría, pues, renunciar a las ideas simplificadoras sobre lo que es un producto “verde” y reemplazar los criterios dicotómicos (“verde” o “no verde”) por otros más sofisticados que pongan de manifiesto su impacto relativo en decenas de miles de dimensiones diferentes. Jamás habíamos contado, como ahora, con la metodología que nos permitiese rastrear, elaborar y desplegar las complejas interrelaciones existentes en cada uno de los pasos de extracción, fabricación, uso y eliminación de productos y resumir sus efectos sobre el ecosistema –ya sea en el medio ambiente o en nuestro cuerpo– que tienen lugar en cada uno de esos pasos.
Contemplemos, desde este punto de vista, las bolsas que, en una edición limitada de 20.000, lanzó al mercado la diseñadora británica Anya Hindmarch. La inspiración de Hindmarch le llegó cuando estableció contacto con una organización benéfica llamada Somos lo que Hacemos. Entonces fue cuando Hindmarch decidió utilizar la plataforma que le proporcionaba su fama como diseñadora de moda para dar un aldabonazo y llamar la atención del público sobre los efectos negativos del abuso de las bolsas de plástico en las tiendas.5 Y eso fue precisamente lo que hizo.
Las bolsas de Hindmarch no se vendían en las caras tiendas en que suelen encontrarse sus bolsos, sino en los supermercados, a un precio de 15 dólares. El día del lanzamiento, los ansiosos compradores hicieron cola desde las dos de la mañana en una serie de tiendas seleccionadas de toda Inglaterra y, a eso de las nueve, ya se habían agotado.6 Cuando llegaron al mercado de la tienda insignia de Whoole Foods, ubicada en Columbus Circle, en Manhattan, desaparecieron en treinta minutos y, cuando se pusieron a la venta en Hong Kong y Taiwán, hubo varios compradores heridos, lo que acabó cancelando las ventas en Pekín y en varias otras ciudades. En el caso de Inglaterra, la cuestión alcanzó una gran resonancia, llamando la atención del público sobre los méritos del reciclaje.
El chic ecológico de las bolsas de Hindmarch puso claramente de relieve el papel que, en este cambio, pueden desempeñar los hábitos y los productos inteligentes. Ése es un cambio que está a nuestro alcance. Las bolsas de plástico que utilizamos para llevar nuestras compras a casa constituyen un auténtico desastre ecológico. Sólo en Estados Unidos se emplean unos 88.000 millones al año y no es de extrañar verlas revoloteando entre los arbustos, empujadas por el viento u obstruyendo las alcantarillas de São Paulo o Nueva Delhi y siendo las responsables de la muerte de los animales que las ingieren o quedan atrapados en ellas. Pero el peor de todos sus efectos es que, según se estima, tardan entre quinientos y mil años en descomponerse.
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