Inteligencia ecológica. Daniel Goleman

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Inteligencia ecológica - Daniel Goleman Ensayo

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caen más allá del umbral de registro de nuestros sentidos. Nuestro sistema perceptual no advierte las señales de peligro que llegan en forma de cambios graduales de la temperatura del planeta o de los minúsculos productos químicos que, con el paso del tiempo, va acumulando nuestro cuerpo. Carecemos de radar que nos advierta de todos esos peligros.

      Nuestro cerebro fue diseñado para registrar los peligros puntuales de un mundo que abandonamos hace ya mucho tiempo. No es de extrañar que muchos de los peligros del mundo actual queden fuera del rango de nuestra percepción visual, auditiva, olfativa y gustativa y que, de vez en cuando, el sistema de respuestas de nuestro cerebro se vea desbordado por las amenazas a las que actualmente nos enfrentamos.

      Aunque el cerebro humano registre perfectamente aquellas amenazas que quedan dentro de su rango de percepción, resulta inadecuado para advertir aquellos otros procedentes del frente ecológico, es decir, los peligros que se presentan de manera gradual o que lo hacen a un nivel microscópico o global. Nuestro cerebro está perfectamente sintonizado para advertir cambios luminosos, auditivos, de presión y similares dentro de un estrecho rango, es decir, la franja perceptual que nos informa de la proximidad de un tigre o de un conductor imprudente. Percibimos este tipo de amenazas con la misma claridad y celeridad con que vemos encenderse una cerilla en una habitación a oscuras y reaccionamos en consecuencia, alejándonos de ellas en cuestión de milisegundos. Pero, en lo que respecta a los riesgos ecológicos, seguimos tan ignorantes como si la misma cerilla se encendiera en una habitación bien iluminada.

      Los psicofísicos utilizan la expresión “diferencia advertible” para referirse a la tasa mínima de cambio de señales sensoriales como la presión o el volumen que pueden detectar nuestros sentidos. Pero los cambios ecológicos que nos advierten de la proximidad de un peligro inminente se hallan por debajo del umbral de registro de nuestros sentidos y son, en consecuencia, demasiado sutiles para que podamos registrarlos. Carecemos, pues, de receptores y de respuesta instintiva para enfrentarnos adecuadamente a esas posibles amenazas. El cerebro humano es perfecto para detectar aquellos peligros que caen dentro de su campo sensorial, pero para sobrevivir hoy en día debemos detectar amenazas que se encuentran más allá de nuestro umbral de percepción. Y, para ello, debemos tornar visible lo invisible.

      Como dice el psicólogo de Harvard Daniel Gilbert: «Aunque los científicos se lamenten de la rapidez del calentamiento global, lo cierto es que ese cambio es cualquier cosa menos rápido. Nuestra incapacidad de advertir los cambios que discurren gradualmente nos lleva a aceptar cosas que jamás permitiríamos si ocurriesen de forma rápida. La contaminación del aire que respiramos, del agua que bebemos y de la comida que ingerimos ha crecido espectacularmente a lo largo de nuestra vida y han transformado, un buen día, nuestro mundo en una pesadilla ecológica que nuestros abuelos jamás hubieran permitido».3

       MENTIRAS VITALES Y VERDADES SIMPLES

      El dramaturgo noruego Henrik Ibsen acuñó la expresión “mentira vital” para referirse a las historias consoladoras que nos contamos para ocultar verdades más dolorosas. Nuestra ignorancia ecológica del mercado nos conduce a admitir la mentira vital de que lo que no sabemos o no vemos carece de importancia. Pero lo cierto es que las consecuencias de nuestra ignorancia colectiva son muy importantes. La indiferencia con la que contemplamos las consecuencias de las cosas que compramos o hacemos –es decir, de nuestros hábitos incuestionados de consumo– genera muchos de los problemas que amenazan al medio ambiente y a nuestra salud.

      Cada mentira vital es una fachada que cumple con la función de ocultar una sencilla verdad. Consideremos, por ejemplo, el caso del reciclaje. Con cierta frecuencia nos decimos «Yo reciclo los periódicos y las botellas y también voy al supermercado con mi propia bolsa» y nos sentimos un poco mejor creyendo haber hecho lo que debíamos. Pero, por más virtuoso que ese reciclaje pueda ser –y ciertamente es mejor que nada–, en modo alguno soluciona las cosas. Además, ese tipo de reciclaje puede alentar el autoengaño, creando una burbuja provisional verde que genere la ilusión de que nuestros esfuerzos individuales están resolviendo el problema.

      Pero lo cierto es que, como afirma el diseñador industrial William McDonough, «reciclar significa reciclar nuestras toxinas», porque algunos de los productos químicos utilizados en la fabricación de las cosas que consumimos se tornan destructivas al regresar al medio ambiente. Cuando arrojamos nuestra basura al contenedor, estamos contribuyendo a convertir el vertedero local en un sitio tóxico porque, como afirma un viejo dicho, «Cuando tiras algo, no te despojas de ello, porque sigue quedándose aquí, en el planeta Tierra».

      Como afirma McDonough en su revolucionario libro Crad le to Cradle [De la cuna a la cuna], son muchas las cosas que nos quedan por hacer para reciclar mejor. El verdadero reciclaje consiste en disgregar las cosas hasta el punto de que la naturaleza pueda absorberlas o reutilizar los diferentes elementos que las componen para fabricar otras nuevas.4 Lo que actualmente hacemos es lo mejor que, dadas las alternativas de que disponemos, podemos hacer. Pero ni siquiera nos damos cuenta de que esas alternativas son muy limitadas y arbitrarias.

      Reciclar, en este sentido, puede generar la mentira vital de que ya estamos haciendo todo lo necesario cuando, de hecho, nuestros intentos al respecto apenas si hacen mella en la gigantesca ola de daños colaterales a las personas y al planeta provocados por las cosas que compramos y utilizamos. Desde esta perspectiva, el efecto de las etiquetas “verdes” y de los programas de reciclaje puede ser más negativo que positivo, pues nos adormecen en la ilusión de que ya estamos haciendo lo que debemos y nos permiten así ignorar los impactos negativos y duraderos de nuestras compras y de nuestras acciones. Pero la humanidad ya no puede seguir permitiéndose creer esas consoladoras cortinas de humo.

      Vikram Soni y Sanjay Parikh condenan abiertamente el modo en que, tanto en su India natal como en otras partes del mundo desarrollado, se emplea el mismo concepto de “desarrollo” para justificar la extinción de inmensos recursos naturales para construir presas inmensas o poner en marcha enormes proyectos de construcción.5 En tales casos, la cuidadosa elección del término oculta una realidad bastante más sombría como sucede, por ejemplo, cuando los promotores inmobiliarios emplean eufemismos tales como “cosecha de agua” para referirse a la explotación de un acuífero o a construir sobre un terreno de aluvión. Y, por ese mismo motivo, Soni y Parikh ponen también en cuestión la expresión “silvicultura sostenible” para referirse al reemplazo de un bosque natural por un monocultivo e incluso al hecho de plantar dos o tres árboles por cada árbol talado en un claro ejemplo de algo que jamás podrá reemplazar a la desaparición de la riqueza de la biodiversidad original.

      Estas mentiras vitales crean una confabulación virtual colectiva que nos impide advertir el impacto oculto de nuestras decisiones. En lo que respecta a la dirección de su atención, todo grupo, independientemente de que se trate de una familia, de una empresa o de la sociedad en general, se atiene a cuatro reglas que gobiernan la ratio información/ignorancia y, por ello mismo, tienen grandes consecuencias.

      Las dos primeras determinan la información que compartimos. La primera afirma que Esto es lo que advertimos. En lo que respecta a un producto, lo que advertimos es básicamente lo que es para nosotros, en el caso de una empresa se trata de la cuenta de resultados mientras que, para un consumidor, es el precio y el valor. La segunda regla dice que Así es como le llamamos. Desde esta perspectiva, el precio de un producto puede ser, para una empresa, una “ventaja competitiva” mientras que, para un consumidor, puede tratarse de una “ganga”.

      Las otras dos reglas, por su parte, establecen nuestro nivel de ignorancia. La tercera afirma que Esto es lo que no advertimos, lo que, en el caso del mercado libre, se refiere al coste oculto para nuestro planeta y sus integrantes de las cosas que fabricamos, vendemos y compramos. La cuarta regla, por último, afirma que Éste es el modo en que hablamos de ello, es decir, lo que nos contamos para mantener oculto nuestro punto ciego. Ésa, en términos del mercado, es una versión de que lo único que importa

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