Inteligencia ecológica. Daniel Goleman

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Inteligencia ecológica - Daniel Goleman Ensayo

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de aplicar nuestro conocimiento de los efectos de la actividad humana para hacer el menor daño posible a los ecosistemas y vivir de un modo sostenible en nuestro nicho, que, en el momento actual, abarca la totalidad del planeta.

      Las exigencias a las que hoy en día nos enfrentamos requieren de una nueva sensibilidad que nos permita reconocer la compleja y sutil red de interconexiones que vinculan la vida humana a los sistemas naturales. El despertar de esas nuevas posibilidades puede llevarnos a abrir colectivamente los ojos y modificar nuestras creencias y percepciones más básicas en un sentido que provoque cambios tanto en los mundos industrial y comercial como en nuestras acciones y en nuestra conducta individual.

      El psicólogo de Harvard Howard Gardner reinventó el modo en que pensábamos sobre el coeficiente de inteligencia, señalando, junto a la inteligencia que nos ayuda a desempeñarnos bien en la escuela, la existencia de muchas otras modalidades que nos ayudan a comportarnos mejor en la vida. En este sentido, Gardner enumeró la existencia de siete modalidades diferentes de inteligencia, que van desde las habilidades espaciales de un arquitecto hasta las aptitudes interpersonales que muestran los maestros o los líderes. En su opinión, cada una de esas inteligencias refleja un talento o capacidad única que nos ayuda a adaptarnos a los cambios a los que, en tanto que especie, nos enfrentamos y que resultan beneficiosas para nuestra vida.

      La capacidad estrictamente humana de adaptar nuestra forma de vida a casi cualquier extremo climático o geológico que la tierra nos brinda es realmente ejemplar.2 El reconocimiento de cualquier tipo de pauta, sugiere Gardner, hunde sus raíces en el acto primordial de comprensión del funcionamiento de la naturaleza, como clasificar lo que sucede en determinado agrupamiento natural. Ésos, precisamente, son los talentos desplegados por casi cualquier cultura nativa en su proceso de adaptación a su entorno concreto.

      La expresión contemporánea de inteligencia ecológica ha expandido la capacidad natural de los pueblos nativos para categorizar y reconocer pautas hasta el desarrollo de ciencias como la química, la física y la ecología (entre otras muchas), aplicando las lentes de esas disciplinas a cualquier lugar en el que operen los sistemas dinámicos, desde la escala molecular hasta la escala global. Este conocimiento del modo en que funcionan las cosas y la naturaleza incluye el reconocimiento y la comprensión de las muchas interacciones existentes entre los sistemas fabricados por el ser humano y los sistemas naturales o lo que yo denomino inteligencia ecológica. Sólo una sensibilidad omniabarcadora puede permitirnos advertir la estrecha relación existente entre nuestras acciones y sus impactos ocultos sobre el planeta, nuestra salud y los sistemas sociales.3

      La inteligencia ecológica combina todas esas habilidades cognitivas con la empatía hacia toda forma de vida. La inteligencia emocional y la inteligencia social se erigen sobre la capacidad de asumir la perspectiva de los demás, de sentir lo que sienten y de mostrarles nuestro respeto. Del mismo modo, la inteligencia ecológica extiende esta capacidad a todos los sistemas naturales, desplegando la misma empatía donde advirtamos cualquier signo de “sufrimiento” del planeta y decidiendo mejorar las cosas. Esta empatía expandida añade al análisis racional de causas y efectos la predisposición de ayudar.

      Para conectar con esa inteligencia, debemos trascender la visión que enfrenta al ser humano con la naturaleza, porque lo cierto es que vivimos inmersos en sistemas ecológicos y que, para mejor o para peor, nuestra actividad afecta la naturaleza, al igual que ella nos afecta a nosotros. Necesitamos descubrir y compartir los muchos modos en que opera esta interconexión, descubrir las pautas ocultas que conectan nuestra actividad con el flujo mayor de la naturaleza, reconocer nuestro impacto sobre ella y aprender a hacer las cosas mejor.

      Hoy en día nos hallamos en un impasse evolutivo, porque las formas de pensar que, en nuestro remoto pasado, guiaban nuestra inteligencia ecológica innata estaban especialmente adaptadas a las crudas realidades de la prehistoria. Esos impulsos innatos eran los que nos llevaban a escapar de los predadores, a engullir tantos azúcares y grasas como fuese posible para engordar y soportar así la siguiente hambruna y también se encargaban de que nuestro cerebro olfativo detectase las toxinas y desencadenase el reflejo de vómito que nos llevase a expulsar la comida en mal estado. Fue esa sabiduría integrada la que llevó a nuestra especie hasta el umbral de la civilización.

      El paso de los siglos, sin embargo, ha acabado embotando esas habilidades en los miles de millones de individuos que viven en el mundo tecnológico actual. Las presiones profesionales nos han obligado a hiperespecializarnos y a depender, a su vez, de otros especialistas que se ocupan de aquellas tareas que están más allá de nuestro dominio. Para que nuestra vida funcione adecuadamente, todos dependemos, por más que sobresalgamos en un determinado campo, de las habilidades de muchos expertos diferentes, como granjeros, informáticos, nutricionistas y mecánicos. Ya no podemos seguir confiando en nuestra habilidad para conectar con el mundo natural ni con la sabiduría acumulada y transmitida generación tras generación que permitió a los nativos vivir en armonía con su entorno.

      Los ecologistas afirman que los sistemas naturales operan a escalas muy diferentes. A nivel macroscópico, existen ciclos biogeoquímicos globales, como el flujo del carbón, por ejemplo, en los que los cambios en la ratio de sus elementos no sólo se miden en años, sino en siglos y hasta en eras geológicas. El ecosistema de un bosque, por ejemplo, es el resultado de una compleja y equilibrada interrelación entre plantas, animales, insectos y hasta las bacterias del suelo, cuyos genes evolucionan juntos y donde cada uno explota su propio nicho ecológico. A nivel microscópico, por último, los ciclos se miden en términos de milímetros, de micras o de segundos.

      El modo en que percibimos y comprendemos todo esto tiene una importancia fundamental. «El árbol que hace llorar de gozo a algunos no es, a los ojos de otros, más que un objeto verde que se interpone en su camino –escribió hace ya un par de siglos el poeta William. Y agregó–: Hay quienes ven la naturaleza como algo ridículo y deforme y aun hay otros que ni siquiera la ven. Pero, a los ojos del hombre con imaginación, la naturaleza es la imaginación misma. Como el hombre es, así ve.»

      Esta diferencia en nuestro modo de ver tiene, en lo que respecta a la naturaleza, grandes consecuencias. Un oso polar atrapado en un pedazo de hielo a la deriva o en un glaciar que se desvanece nos proporciona un símbolo muy poderoso de los peligros a los que nos enfrenta el calentamiento global. Pero las verdades inconvenientes no acaban ahí, sino que sólo lo hace nuestra capacidad colectiva de percibirlas. Necesitamos ampliar el rango y agudizar la resolución de nuestra percepción de la naturaleza para poder advertir el modo en que los productos químicos sintéticos afectan a las células de un sistema endocrino y afectan al lento aumento del nivel del mar.

      Si queremos protegerla adecuadamente, nuestra especie debe volver a sensibilizarse a la dinámica de la naturaleza. Carecemos de sentido y de sistema cerebral innato que nos permita advertir los innumerables modos en que la vida humana erosiona nuestro nicho planetario. Tenemos que aumentar nuestra sensibilidad para llegar a registrar las amenazas que quedan fuera de los límites del radar de alarma del sistema nervioso y aprender lo que, al respecto, debemos hacer. Ahí es, precisamente, donde entra en escena la inteligencia ecológica.

      El neocórtex, el cerebro pensante, evolucionó hasta llegar a convertirse en la herramienta de supervivencia más versátil de nuestro cerebro. En este sentido, el neocórtex puede descubrir, entender y controlar lo que ocurre en regiones inaccesibles a los circuitos integrados de nuestro cerebro. Gracias a él, podemos enterarnos de las consecuencias ocultas de nuestras acciones y lo que tenemos que hacer al respecto y cultivar, de ese modo, una capacidad adquirida que nos permita compensar la debilidad de nuestras formas innatas de percibir y de pensar.

      La inteligencia ecológica que, con tanta urgencia, necesita desarrollar la humanidad, exige que esta zona generalista de nuestro cerebro opere con módulos que anteriormente se dedicaban a la alarma, el miedo y el disgusto. La naturaleza dise ñó la corteza olfativa para movernos por un universo natural de olores que rara vez visitamos hoy en día. La red neuronal de alarma

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