Inteligencia ecológica. Daniel Goleman

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Inteligencia ecológica - Daniel Goleman Ensayo

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ser reformuladas en términos de teoría económica. En el mercado, lo que vemos y nombramos representa la información que tenemos de un determinado producto. Los aspectos de ese producto que permanecen ocultos –y, por ello mismo, innombrados– representan nuestra ignorancia. Esas reglas atencionales explican la lamentable impunidad con la que los productos dañinos impactan en los compradores, mientras que los virtuosos no son adecuadamente recompensados.

      El impacto acumulado de lo que compramos y de lo que hacemos es el motor que impulsa la destrucción de la natura- leza. Alcohólicos Anónimos utiliza la expresión “el elefante en la habitación” para referirse a la confabulación de amigos y familiares que ignora el hecho de que alguien se ha convertido en un alcohólico y necesita ayuda. Del mismo modo, todos incurrimos en un error parecido, pero en este caso el elefante es la habitación misma y el impacto inadvertido que provoca todo lo que hay en ella.

      La mayor parte de la atención mundial sobre las mejoras ecológicas se ha centrado en lo que el individuo hace y ha tratado de mejorar el impacto de hábitos como la conducción, el uso de energía para el hogar y similares. Desde la perspectiva del análisis del ciclo vital, sin embargo, lo que hacemos sólo representa un estadio del ciclo vital, que quizás tenga poco o nada que ver con sus efectos ecológicamente negativos. Si centramos exclusivamente nuestra atención en nuestra conducta soslayaremos cuestiones potencialmente muy prometedoras para el cambio.

      Hay quienes sostienen que somos víctimas impotentes de una especie de conspiración. Desde esa perspectiva, la culpa de todos nuestros problemas reside en corporaciones sin rostro que, de ese modo, acaban convirtiéndose en el ejemplo perfecto del Otro Malvado. Desde el punto de vista de algunas empresas, por el contrario, las fuerzas de la sinrazón se ven encarnadas por los activistas que se empeñan en provocar cambios que no tienen ningún sentido. Desde el seno de esas empresas, la responsabilidad recae sobre la persona que se ve obligada a tomar decisiones difíciles, como un ingeniero, un especialista, un consultor o el gobierno. Echar nuestras culpas sobre los demás siempre ha sido la estrategia preferida del psiquismo humano, una maniobra –que los psicoanalistas denominan “proyección”– que consiste en exculparnos de nuestros fracasos descargando el peso de nuestra responsabilidad sobre alguien o algo diferente de nosotros.

      Quizás el fenómeno del chivo expiatorio refleje simplemente el modo en que nuestro autoengaño canaliza nuestra sensación de impotencia. Pero el hecho de descargar nuestras culpas sobre un chivo expiatorio inocente constituye una salida demasiado sencilla, porque todos somos simultáneamente víctimas y villanos. En tanto que individuos, nuestros propios hábitos de consumo –es decir, las cosas que compramos y hacemos– provocan los mismos efectos de los que tanto nos lamentamos. Cada vez que pulso el interruptor de la luz o pongo en marcha un microondas alimentado por una planta de carbón, contribuyo a la emisión a la atmósfera de una pequeña cantidad de gases que alientan el efecto invernadero… y lo mismo sucede en su caso. No es de extrañar por tanto que, cuando somos decenas o miles de millones los que lo hacemos un día tras otro a lo largo de décadas e incluso siglos, acabemos desencadenando el calentamiento global.

      Pero la amarga verdad es que los hábitos y las tecnologías colectivas heredadas de épocas más inocentes, cuando la vida era más sencilla y podíamos soslayar el impacto ecológico de nuestra actividad, nos convierte a todos en víctimas y villanos. El hecho, pues, de colocarnos en el papel de víctimas de algún malvado desencarnado –como “la ambición de la industria”, por ejemplo– no es más que una excusa para no revisar nuestro propio impacto.

      Ésa no es más que una forma de eludir la incomodidad que supone revisar el modo en que contribuimos a este ataque en toda regla al mundo natural. Pero, en esta crisis, el malvado no se oculta en el cuarto oscuro ni tampoco hay conspiración confabulando contra nosotros, porque todos estamos inmersos en sistemas de fabricación y comercialización que perpetúan nuestros problemas. A fin de cuentas, las empresas responden a los deseos de los consumidores y el mercado libre nos proporciona –al menos en teoría– lo que queremos comprar.

      Pero eso también implica que todos nosotros, en cada uno de los pasos, podemos convertirnos en agentes que vayan inclinando gradualmente la balanza en un sentido positivo hasta acabar provocando los cambios a gran escala que tan desesperadamente necesitamos.

      La inteligencia que puede salvarnos de nosotros mismos requiere de una conciencia compartida que coordine los esfuerzos realizados por compradores, empresarios y ciudadanos.

      4. LA INTELIGENCIA ECOLÓGICA

      La pequeña aldea tibetana de Sher lleva más de mil años milagrosamente colgada sobre la repisa de una montaña. Pero aunque se halla ubicada en plena meseta tibetana y su régimen pluviométrico no supera los 75 litros por metro cuadrado al año, se aprovecha cada gota siguiendo un antiguo sistema de irrigación. La temperatura anual promedio se halla cerca del punto de congelación y no es de extrañar que, desde diciembre hasta febrero, el mercurio no alcance los 10 grados centígrados bajo cero. Las ovejas de la región están cubiertas de una lana muy tupida que conserva perfectamente el calor y que los aldeanos aprovechan para tejer ropas y mantas que les permitan soportar el feroz frío invernal sin más calor que el fuego del hogar.

      Los techos de las casas deben repararse cada diez años con ramas de los sauces plantados junto a los canales de irrigación, injertando en su lugar una nueva. La vida media de esos sauces es de unos cuatrocientos años y, cuando uno muere, se planta rápidamente otro. Los desperdicios humanos se reciclan como fertilizantes para las hierbas, las verduras, los campos de cebada –empleada para fabricar la tsampa, el alimento fundamental– y los tubérculos que se almacenan para el invierno.

      Desde hace siglos, la población de Sher se ha mantenido estable en torno a las trescientas personas. Jonathan Rose, uno de los primeros planificadores y consultores ecológicos de Estados Unidos y fundador de un movimiento que alienta las alternativas verdes y sostenibles, aprende lecciones muy instructivas sobre el modo inteligente que ha permitido a los pueblos nativos sobrevivir en entornos tan peligrosos como Sher. «No hay, para mí, mejor ejemplo de sostenibilidad que éste –dice Rose–, un claro ejemplo de la capacidad de sobrevivir durante todo un milenio en el mismo ecosistema.»

      Pero es evidente que los tibetanos no son los únicos capaces de encontrar soluciones sencillas a los terribles retos que implica la supervivencia en entornos tan duros. Desde el círculo polar ártico hasta el desierto del Sahara, los pueblos nativos de todo el mundo sólo han logrado sobrevivir comprendiendo y adaptándose exquisitamente a los sistemas naturales en que se hallaban inmersos, diseñando las formas de vida que mejor se acomodaran a esos sistemas. Son tres los pila res fundamentales sobre los que se asienta la supervivencia de la pequeña aldea de Sher: la luz del sol, el agua procedente de la lluvia y la sabiduría para aprovechar adecuadamente los recursos de la naturaleza.

      La vida moderna reduce esas habilidades y esa sabiduría. A comienzos del siglo XXI, nuestra sociedad ha perdido la sensibilidad necesaria para la supervivencia de nuestra especie. Las rutinas de nuestra vida cotidiana están completamente desconectadas de sus impactos adversos sobre el mundo que nos rodea y los puntos ciegos de nuestra mente colectiva impiden que nuestra actividad cotidiana deje de contribuir a este colapso de los sistemas naturales. Por otro lado, el impacto global de la industria y del comercio se extiende a todos los rincones de nuestra especie y amenaza con explotar y contaminar el mundo natural a un ritmo que excede la capacidad de regeneración del planeta.

      La modalidad de sabiduría que, durante todos estos siglos, ha mantenido viva a esa pequeña aldea tibetana, me parece una prueba palpable de “inteligencia ecológica” que evidencia claramente una capacidad extraordinaria de adaptación a nuestro nicho ecológico. La inteligencia se refiere a la capacidad de aprender de la experiencia y de tratar adecuadamente a nuestro entorno, mientras que el término ecológico connota la comprensión de la relación existente entre

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