Inteligencia ecológica. Daniel Goleman
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Los olores son combinaciones de moléculas volátiles que flotan en el aire y llegan a nuestra nariz procedentes de algún objeto. Luego nuestro cerebro olfativo les asigna un valor positivo o negativo, separando los deseables de los repulsivos y la comida putrefacta del pan tierno. Pero la vida actual nos obliga a aprender que el olor de pintura fresca o el aroma distintivo de un coche recién comprado proceden de compuestos químicos volátiles fabricados por el hombre que resultan levemente tóxicos para nuestro cuerpo y deberían, en consecuencia, ser evitados. También deberíamos desarrollar un sistema de alerta que nos advirtiese del contenido en plomo de los juguetes y de los gases que no podemos ver que contaminan el aire que respiramos y de los productos químicos tóxicos indetectables que emponzoñan nuestras comidas. Pero sólo podemos llegar a “conocer” esos peligros de manera indirecta, a través de la modalidad de conocimiento proporcionada por los descubrimientos científicos. Lo que finalmente puede acabar convirtiéndose en una reacción emocional aprendida quizás comience con la comprensión intelectual.
La inteligencia ecológica nos permite entender sistemas en toda su complejidad, así como también la relación existente entre el mundo natural y el mundo fabricado por el ser humano. Pero esa comprensión exige un conocimiento tan vasto que no cabe en ningún cerebro individual. Por ello la complejidad de la inteligencia ecológica nos obliga a tener en cuenta a los demás y a colaborar con ellos.
Los psicólogos suelen considerar que la inteligencia se encuentra dentro del individuo, pero las capacidades ecológicas que necesitamos para sobrevivir en el mundo actual representan una forma de inteligencia colectiva que se asienta en redes amplias de personas y que sólo podemos aprender y dominar como especie. Los retos a los que hoy nos enfrentamos son demasiado diversos, sutiles y complejos como para ser entendidos y resueltos por una sola persona. Por ello su reconocimiento y solución exigen la colaboración y el esfuerzo de un número amplio y diverso de expertos, empresarios y activistas…; en suma, de todos nosotros. Necesitamos, en tanto que grupo, reconocer los peligros a los que nos enfrentamos, conocer sus causas y el modo de desactivarlas y, por otra parte, advertir las nuevas oportunidades que esas solu- ciones nos ofrecen (y la determinación colectiva de llevarlas a la práctica).
Los antropólogos evolutivos consideran las habilidades cognitivas de esa inteligencia compartida como una capacidad distintivamente humana que desempeñó un papel fundamental para que nuestra especie pudiese superar sus primeras fases.4 La última adición al cerebro humano son los circuitos respon sables de la inteligencia social, que permitieron a los primeros seres humanos la compleja colaboración necesaria para cazar, recolectar y sobrevivir. Hoy en día necesitamos esas capacidades cognitivas compartidas para sobrevivir al nuevo conjunto de retos que amenazan nuestra supervivencia.
La inteligencia colectiva y distribuida amplía la conciencia, ya sea entre amigos o familiares, dentro de una empresa o a lo largo de toda una cultura. Cuando una persona entiende una parte de esa compleja red de causas y efectos y transmite su conocimiento a los demás, esa comprensión acaba formando parte de la memoria grupal y puede ser utilizada por cualquier individuo que la necesite. Esa inteligencia compartida crece gracias a la contribución de individuos que también se encargan de transmitirla a todos los demás. Necesitamos pioneros, exploradores que nos adviertan de las verdades ecológicas con las que hemos perdido contacto o que acaban de descubrirse.
Las grandes organizaciones ilustran muy bien el funcionamiento de esa inteligencia distribuida. En el caso de un hospital, los técnicos de laboratorio se ocupan de una serie de trabajos, las enfermeras de quirófano de otros y los radiólogos de otros, y la coordinación entre todas esas unidades y conocimientos permite un mejor cuidado de los pacientes. En el caso de una empresa, los departamentos de compras, marketing y planificación estratégica funcionan como una totalidad.
La naturaleza fundamentalmente compartida de la inteligencia ecológica entra en sinergia con la inteligencia social, permitiendo la coordinación armónica de nuestros esfuerzos. La capacidad de trabajar juntos de forma eficaz que evidencia un equipo estrella combina habilidades como la empatía y la capacidad de asumir la perspectiva de los demás, la sinceridad y la cooperación para establecer vínculos interpersonales que aumentan el valor de la información. La colaboración y el intercambio de información resultan vitales para acumular las comprensiones y elaborar las bases de datos ecológicos necesarias para actuar en aras del bien común.
El modo en que se mueven los enjambres de insectos sugiere otro sentido en el que puede distribuirse la inteligencia ecológica. Y es que, aunque ninguna de las hormigas individuales que componen una colonia comprende la imagen global ni dirige a las demás (la reina sólo se encarga de poner los huevos), todas ellas se atienen a reglas muy sencillas que apuntan, de modos muy distintos, a la consecución del objetivo común de la autoorganización. Así es como la inteligencia del enjambre utiliza a muchos actores que se atienen a principios muy sencillos para permitir el logro de objetivos mayores sin que, para alcanzar el objetivo grupal, sea necesario que uno de los actores individuales asuma el papel de director y dirija el esfuerzo grupal.
Las reglas a las que se atiene el enjambre podrían, en lo que se refiere a nuestros objetivos ecológicos comunes, resumirse del siguiente modo:
1 Conoce tus impactos.
2 Alienta las mejoras.
3 Comparte lo que aprendas.
La inteligencia de enjambre podría provocar una actualización continua de nuestra inteligencia ecológica. Para ello, bastaría con prestar atención a las consecuencias reales de lo que compramos y de lo que hacemos, tomar la decisión de llevar a cabo los cambios positivos necesarios y difundir nuestro conocimiento para que los demás pudieran también hacer lo mismo. Si cada uno de los miembros que integran el enjambre humano se atuviese a esas tres sencillas reglas, podríamos crear juntos una fuerza que mejorase nuestros sistemas humanos. Nadie, pues, desde esta perspectiva, debe tener un plan magistral ni comprenderlo todo. Lo único que tenemos que hacer es orientarnos hacia una mejora continua del impacto humano sobre la naturaleza.
Los signos de la emergencia de este cambio en la conciencia colectiva son ya visibles a nivel global, desde equipos de ejecutivos que se esfuerzan para que las actividades de su empresa sean más sostenibles hasta activistas que distribuyen bolsas de tela para ir a la compra que reemplacen a las de plástico. En todas partes pueden advertirse ya personas comprometidas con el establecimiento de un tipo de relación con la naturaleza que modifique nuestra tendencia a los logros a corto plazo por una relación a largo plazo más sana. En este sentido, los resultados de las investigaciones más prominentes sobre los innumerables peligros generados por la actividad humana sobre los ecosistemas de nuestro planeta, como los ligados al calentamiento global, no son más que un comienzo. Esos esfuerzos contribuyen a intensificar nuestra sensación de urgencia. Pero las cosas no acaban ahí. Necesitamos recopilar los datos detallados y sofisticados que puedan guiar nuestra acción, lo que requiere de un análisis continuo, de una disciplina decidida y de la búsqueda, en suma, de una inteligencia ecológica.
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