Lucero. Aníbal Malvar
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—Lo embarcan el domingo en el apeadero viejo de El Trébol –dice Olmo como si no hubieran pasado los minutos.
—Que te calles –se revela, otra vez, Reviro.
—Yo voy si tú vas –se arranca Manuel.
—Aunque sea sólo para joder –dice Olmo.
—Si es para joder, yo también voy –dice el tardo Donato riéndose.
Por el resalto del cerro aparece ahora una calesa descubierta. Los hombres vuelven la vista para seguirla también. Va ligera. Olmo encoge los ojos para distinguir a doña Vicenta y a Lucero. Levanta la mano para saludar a la maestra de su hijo, pero ella va enfrascada en su conversación y no lo ve.
—Cabrones –mastica Manuel.
La calesa es de madera basta, fuerte, de ruedas recias. El Lucero lleva las riendas. Va con la cara tensa porque nunca se ha entendido muy bien con los caballos y no consigue que aminoren la marcha para acolchar los baches del camino terrero. Su madre se agarra con fuerza al pescante y va dando brincos, pero está contenta y habladora porque la mañana está fresca y limpia, y el paisaje del verano tardío en la Vega presenta esa tristura chopinesca que tanto consuela a los ciclotímicos como mamá.
Con dificultad, el Lucero consigue convencer a los caballos para que se desvíen del camino y se internen en un bosque de robles y algarrobos. Por fin, ha logrado que troten al ralentí. Bajo la sombra espesa del robledal hace hasta frío. El Lucero detiene el carro al pie de un cerro soleado invadido de abrótanos.
El gitano Ramón vive a las afueras de Chauchina, en una cueva natural que alumbra con lámparas de petróleo
—¿Pero cómo es que conoces tú este sitio?
—Me trajo el tío Baldomero cuando yo tenía tres años. Y, cuando me hice mayor, volví muchas veces. Es el mejor luthier que hay en Granada. Aunque él ni siquiera sabe lo que es un luthier.
—Ay, hijo. Ni falta que le hará.
El Lucero descorre la cortina que protege la puerta de la cueva.
—Ramón.
—Pasa, pasa.
—Vengo con mi madre. Ramón, ésta es Vicenta.
La cueva huele a humo y a fuel, y a fresno también huele, a tomillo y a serrín, a potajes y a otros olores indescifrables. Una especie de tablón de carpintero, pero de menor tamaño, soporta la siesta de una guitarra a medio hacer. Hay guitarras incompletas por todas partes, flautas de ébano y de boj, panderetas de piel de becerro y de guarro, y muchas otras maravillas. El Lucero está fascinado, coge una pandereta y acompaña con ella una canción bailando torpemente alrededor de su madre:
Vestida de raso verde
desde abajo para arriba,
pandero lleva en sus manos,
ricos romances decía.
—Este hijo suyo –se chotea el gitano Ramón.
El gitano Ramón debe de andar por los ochenta. Tiene los ojos rasgados tan pequeños que parecen dos arrugas más. Las aletas de su nariz grande se desploman a los lados como los labios de un mastín español, y bailotean cuando el gitano resopla.
—Aquí tienes, Lucero. A la medida.
Con orgullo, Ramón le tiende al Lucero un violín muy pequeño, de no más de cuarenta centímetros.
—¡Qué preciosidad! –exclama Vicenta.
—Trae que lo oigas –ordena el luthier.
Y se pone a tocar una melodía veloz y dicharachera que llena la cueva de un aire circense. Al terminar, las cajas de las guitarras suspiran un temblor hondo de madera. Ramón guarda el violín en una pequeña funda de piel de oveja y se lo entrega a Vicenta.
—Téngalo usted, que ahora su hijo y yo tenemos que arreglar asuntos y a lo mejor nos pegamos.
—¿Cuánto? –pregunta el Lucero.
—Doscientos reales lo menos.
—Eso no lo valen ni los violines grandes.
—Los pequeños son más reviraos de apañar. La afinación.
—Cien –retruca Lucero.
—Ciento cincuenta.
—Esa cantidad no tiene matemática. Ciento cuarenta, que son siete duros.
—¿En duros quieres pagarlo? –el gitano piensa–. Pues diez duros.
—Eso vuelven a ser doscientos reales.
Vicenta los observa atónita y fascinada.
—Bueno, pues lo que tú me digas.
Lucero saca ocho duros y se los da al gitano, que los cuenta con una sonrisa en su boca de dientes inexplicablemente perfectos.
—Pero ahora me vas a tener que decir lo que es el duende –exige Lucero.
—Ya empezamos, hijo. El duende se viene o no se viene. No se puede explicar. A ti te va a venir un día, estoy seguro.
Camino de Asquerosa, mientras brincan sobre la calesa por los caminos terreros, Vicenta, que ha estado muy callada todo el rato, pregunta:
—¿Y qué es eso del duende?
—Debe ser como explicarle a un esquimal la primavera. El tío Baldomero tampoco me lo supo decir nunca.
—Pues déjate de duendes y estudia más, que vas a acabar siendo el peor abogado de Granada. Un abogado de pleitos pobres.
—Ojalá –sonríe Lucero.
Después de la siesta, en el salón de la casa de Asquerosa, don Federico está preparando las escopetas. El Lucero y Vicenta leen, un poco molestos con el trajín ruidoso del padre, que no para de hablar con Frasquito. Es la hora de la paloma alta, la caída de la tarde. Sentarse debajo de unos álamos o de los fresnos con la escopeta entre las piernas y bebiendo luz. Una gorra de visera corta calada para que el sol decline sin incordiar. La vista al cielo, a la espera del aleteo rectilíneo, a veces solitario y a veces parejo, de la paloma que se acerca alta y desprevenida.
—Venga, Lucero, coño. Vente a matar unos pájaros –truena el padre.
—No.
—Pues vente a mirar –le pide Frasquito.
—Marchaos ya –protesta Vicenta–. Y dejadnos en paz, que así no hay quien lea. ¡Qué cargación!
—Qué bonito. Cargación –masculla el Lucero sin levantar la vista del libro.
—¿Y yo puedo ir?
—¡La que faltaba, Isabelita! –Vicenta deja vencerse