Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar Literaria

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que entonces no es mía —contesta el marido–. Venga, Frasquito, que se va a hacer de noche.

      —Ay, sí. Iros ya. Y llevaos también a Isabelita. Y quedaos toda la noche cazando gamusinos, que me ha dado tía Aurelia una receta muy rica para escabecharlos –suspira Vicenta.

      Lucero vuelve a reírse entre dientes, sin levantar los ojos de la lectura. Pasan las horas. La luz va decayendo. Vicenta se ha dormido con el libro en el regazo. Es un ejemplar de Soledades que Machado le regaló en junio al Lucero, cuando se conocieron en Baeza. Él también deja su libro, se levanta despacio, abre la tapa del piano y recorre la epidermis de las teclas sin pulsarlas, leyendo una partitura de Debussy. Tocándola en silencio para no despertar a su madre. Agitando los hombros como poseído por una música que sólo suena en su cabeza.

      —¿Qué haces, loco? –pregunta Vicenta desde su modorra.

      —No despertarte –continúa el Lucero con su pantomima y, de repente, sin cambiar de actitud, empieza a aporrear exquisitamente el primero de los Arabescos. Toda Asquerosa se llena del arabesco dulce y algo histérico de Debussy.

      Paquita Alba, la vecina, que está sentada a la fresca en la acerilla, escucha un rato, cierra los ojos y dice:

      —Ya está el jodío zángano armando ruido.

      Recoge su silla de madera azul y cular de paja, con muy mala leche, y se entra en casa dando un portazo.

      ***

      Yo llamo «el duende» en arte a ese fluido inasible, que es su sabor, su raigambre, algo así como un tirabuzón que lo mete en la sensibilidad del público.

      FGL

      ***

      La habitación del Lucero en Asquerosa es la más pequeña y humilde de la casa, pero la ventana está orientada hacia el arco de la luna, que, cuando está llena, alumbra casi toda la noche. Pasan ya de las doce y el aire sólo trae las voces de las cigarras y las ranas, y un poco de frío húmedo. Una lámpara de aceite, sobre la mesilla, ilumina el cuaderno en blanco. Lucero, en la cama y totalmente vestido pero descalzo, mantiene el lapicero sobre el papel, inmóvil y oblicuo como el mástil de un velero embarrancado.

      Un suave tableteo de cascos de caballo se acerca desde lejos. Lucero no se mueve ni levanta la vista. Parece incluso que no respira. De cera. La luna no entra aún por la ventana. Una mariposa de luz revolotea alrededor de la lámpara hasta quemarse y morir. Dos salamandras, petrificadas como el Lucero, acechan mosquitos pegadas a la pared blanca en que se apoya el cabecero.

      —Entrarán los asesinos y te asesinarán, si dejas la ventana abierta.

      Al Lucero se le salta del susto el lapicero y la primera hoja del cuaderno se le descuajaringa. Horacio Roldán, colgado con las dos manos de la ventana y asomando solamente la cabeza, se ríe sin meter mucho ruido para no despertar a la familia.

      —Ojalá te caigas y te esolles, maricón –susurra Lucero.

      Con agilidad, Horacio se alza a pulso y entra en la habitación llenándola con sus movimientos que todo lo tocan y todo lo auscultan de nuevo, como si no hubiera entrado allí ya un millón de veces. Tras recorrer toda la geometría del cuarto, pega un brinco y se queda sentado en la cama al lado de su primo.

      —¡Quítate los zapatos! –grita en susurros el anfitrión–. ¡Sólo a los muertos los acuestan con los zapatos puestos!

      Horacio obedece riéndose. Su risa tiene un punto travieso y bellamente diabólico. Su camisa de holanda blanca está llena de hombros, a pesar de que sólo ha cumplido dieciséis años. Lucero lo mira y sonríe complacido. Hablan en susurros y, a cada tanto, Lucero tuerce la vista hacia la puerta con miedo a que pueda aparecer alguien.

      —A pesar del susto, gracias por la visita. Hoy es un día muy importante para mí.

      Horacio abre unos ojos muy grandes y de un marrón verdoso algo mefítico.

      —No jodas. ¿Ha sido con Adelaida? –pregunta Horacio.

      —¿Qué dices? ¿Quién es Adelaida?

      —La chica del Corpus Chico, la guapa. ¿Te has estrenado?

      —No tienes remedio, Horacio. Vete a la Manigua.

      —Yo ya he ido. Tres veces. Lo digo por ti –dice Horacio abrazando a su primo por el hombro y atrayéndolo hacia sí con gestos de falsa sensualidad grotesca en los labios.

      —¡Suelta! ¿Qué dices? ¿Has ido?

      —¿Qué iba a hacer? ¿Follarme a la nariz de gancho? Prefiero pagar.

      —Eres un degenerado.

      Horacio enciende un cigarro ignorando las protestas de su primo. Usa como cenicero el vaso de agua de la mesilla. La luna ya asoma por la ventana y Lucero apaga la lámpara de aceite.

      —Entonces, ¿por qué hoy es un día muy importante para ti, si no la has metido? –pregunta Horacio con sorna.

      —Ya tengo oficio –responde muy serio el Lucero.

      —¿Vas a llevar las cuentas a tu padre? –se asombra Horacio.

      —¿Qué dices? Voy a ser poeta.

      Horacio tuerce una mueca de decepción, aspira una larga calada y deja la habitación hecha un Londres antes de replicar.

      —Bueno, eres rico. Te puedes permitir no hacer nada.

      —Ser poeta no es no hacer nada –protesta Lucero.

      —¿No? A ver –Horacio se inclina sobre su primo y recoge el cuaderno abandonado sobre la cama; va pasando las páginas violentamente, con gesto profesoral–. En blanco, en blanco, en blanco, en blanco... ¡Vaya oficio!

      —Vete a la mierda.

      El Lucero le arrebata el cuaderno, enfurruñado, y lo arroja al otro extremo de la habitación.

      —Coño, primo. No trates así tus obras completas.

      La cara colérica del Lucero empieza a temblar en la comisura de los labios hasta que estalla en carcajada. Horacio tampoco puede evitar la risa. El ruido de una puerta al fondo del pasillo rompe su hilaridad. Horacio salta de la cama, se pone los zapatos, corre hacia la puerta, se detiene y se vuelve como si hubiera olvidado algo, besa a su primo en la frente y huye por la ventana como un Rocambole de aldea.

      —Hijo –es la voz de Vicenta a través de la puerta–. ¿Te pasa algo?

      —No, madre –Lucero esconde el vaso con la colilla en la mesilla de noche–. ¿Por qué?

      —Me había parecido oír risas.

      —Es que estaba leyendo a los hermanos Quintero, mamá.

      —¿A los hermanos Quintero, tú?

      Lucero se tapa la boca con la mano para ahogar otra risotada. El galopar del caballo de Horacio Roldán se pierde hacia los marjales.

      ***

      El viento mañanero

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