Lucero. Aníbal Malvar
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—Pobrecito –le acaricia la mejilla Emilia Llanos inclinando su estilizada sexualidad sobre él.
Según el clamor popular, primordialmente masculino, Emilia Llanos es la mujer más bella de Granada. Pelo arrubiado, caído sobre los hombros en ondas melancólicas, cuerpo delgado agredido por dos tetas pugnaces y un culo rotundo, ropa siempre vaporosa envolviéndola como si fuera vestida de cirros, cúmulos, nimbos y estratos. Las mujeres decentes de Granada la apodan La Moderna, queriendo significarla puta.
—Emilia, cásate conmigo –declama Maroto por el micrófono de su martini–. Prometo hacerte eternamente infeliz.
—Qué proposición más tentadora para una granadina… Pero no me atraen los hombres guapos, Maroto. Os miráis tanto en los espejos que os distraéis de adorarnos a nosotras todo el rato.
—Romperé por ti todos los espejos.
—Bárbaro. Blasfemo –le arroja una aceituna a la frente–. Entonces me privarás del sagrado placer de admirarme a mí misma.
—Ay, quién fuera mujer para poder tener esa arrogancia –se lamenta Carrillo La Loca.
—Algún día te arrepentirás de no haber sido hombre, como Boabdil –apunta Gregorio Montesinos.
—Ya salió el hijo tonto del banquero recitando la Historia imperial –le replica su hermano Manuel, futuro alcalde rinconcillista de Granada, golpeándolo cariñosamente en el hombro.
—Así se habla, futuro alcalde. Expulsemos otra vez a los cristianos –Paquito Soriano yergue de la silla su estatura interminable y se dirige con mirada feroz hacia Gregorio Montesinos.
Ayudado por el resto de rinconcillistas, alzan en volandas al joven Gregorio y atraviesan el Alameda hasta la puerta de salida, para relativo asombro de las gentes biempensantes.
—¡Resurja la Granada nazarí! ¡Polvo y olvido a los cristianos!
Arrojan a Gregorio Montesinos, sin contemplaciones, al centro de la plaza del Campillo, en la que, por suerte para el hijo tonto del banquero, nadie ha sugerido nunca construir una fuente, y regresan con normalidad burocrática a sus asientos tras el tablao del quinteto de cuerda y piano, que hoy alienta por Beethoven.
—Cabrones –les insulta el sonriente Gregorio mientras se recompone el traje y el peinado antes de sentarse de nuevo junto a su hermano Manuel.
—Los arqueros de Lord Scale no volverán a pinchar las nalgas de Granada –le dice Carrillo La Loca a Gregorio–. Por mucho que las nalgas de Granada andemos siempre inquietas. ¿Verdad, Emilia?
—Yo no sé nada de nalgas ni de arqueros, Carrillo. Ni siquiera Cupido me ha sido presentado.
—Después decís que mi libro es cursi –se queja Lucero.
—Tu libro es cursi y Cupido, un vago –replica Maroto mirando a los ojos de Emilia–. Dejar sin su flecha a esta dama…
—Qué pesado eres, Maroto. Qué pesado –contesta Emilia arrojándole un último resto de copa a la cara.
—Id pagando la cuenta, rinconcillistas, que hay trabajo.
Quien ha interrumpido la algarabía con su orden de entonación incuestionable es Antonio Gallego Burín, delgado, asténico, prematuramente calvo a sus 23 años, nervioso, hiperactivo, enfermizo, pálido, federalista y republicano. Cuelga de su mano derecha una escalera de madera más alta que él y en su izquierda carga una espuertilla con un trapo engurruñado, una paleta de albañil y un poso de cemento en polvo. Se ha manchado las perneras de su elegante pantalón de lino blanco y, después de depositar su carga en el suelo, intenta sin éxito limpiárselas a manotazos.
—Gallego Burín, rey del misterio... ¿Qué coño traes ahí?
–pregunta el periodista Carnero.
—Traigo aires de libertad –se agacha y extrae de la espuertilla el sucio paño blanco. Lo deposita sobre la mesa y lo va desenvolviendo, capa por capa, con mucho mimo, hasta descubrir una placa: «Calle de don Isidoro Capdepón», reza. «Poeta, republicano y escasamente guatemalteco».
—Fabuloso –exclama Paquito Soriano con sus diminutos ojos tan abiertos tras las gafas que se les ve el color por primera vez en muchos años.
—Urge actuar, ahora que ya cae la noche –dice Maroto juntando dos cejas pobladas y conspirativas.
—Todo está ahí –Gallego Burín señala con la cabeza la espuertilla y la escalera de mano.
—¿Dónde? –pregunta el periodista Carnero.
—En la calle Alfonso XII, por supuesto.
—Por supuesto –sonríe Carnero con sus dos dientes conejiles–. Viva la República –susurra.
—Viva la República –acompaña Burín.
Navarrico, el camarero, observa de lejos a los rinconcillistas con ojos asombradizos. Demasiado silencio en la mesa. Excesiva urbanidad. Algo terrible acecha Granada.
—¿Desean algo más los señoritos? –se acerca subrepticio el camarero para enterarse de todo, como es su deber.
Pero Gallego Burín, adiestrado en la clandestinidad rinconcillista, envuelve la placa antes de que Navarrico haya podido verla.
—La cuenta, por favor –pide Lucero con educación señoritinga.
Los rinconcillistas se van levantando envueltos en un silencio casi funeral, reconcentrados y adustos. A los que estaban borrachos, se les ha pasado la borrachera. A los que estaban serenos, se les han quitado las ganas de beber. El dandi Paquito Soriano, a quien nunca nadie ha visto cargar algo que no sea un libro o una copa, agacha sus ciento treinta kilos de sabiduría para agarrar la escalera, que en contacto con su chaqué con plastrón le queda bellamente vanguardista. Maroto y Carnero, cada uno por un asa, alzan la espuertilla con el cuidado de quien levanta un ataúd. Emilia Llanos ahoga cruelmente su cigarro a medio fumar dentro de su martini a medio beber antes de elevar hacia las lámparas del Alameda una vaharada de charme. Gregorio Montesinos es el único que permanece sentado. Su hermano Manuel lo condecora con un gesto de desprecio cariñoso antes de dejarse conducir hacia la puerta por el Lucero.
—Futuro alcalde de Granada, es tu momento —enfatiza el poeta cojo.
Los rinconcillistas se vuelven hacia la pareja ante el asombro de los tertulianos del café, que observan al grupo plantado en medio del Alameda con una mezcla de curiosidad y temor. Algunas chicas sonríen espiando desde sus mesas la apostura de Maroto o los ojos oceánicos del Lucero. Los hombres parpadean para que no parezca que han petrificado sus pupilas en el culo y en las tetas de Emilia Llanos. El ejército de camareros, uniformados de chaqué oscuro y con sus pajaritas atentas, espera acontecimientos en posición de firmes, por si es necesario dar un par de hostias a los vanguardistas. Los del quinteto dulcifican a Beethoven en un tenso sostenido. El humo de cien cigarros se ha detenido en el aire a medio camino del techo.
—No nos defraudes, alcalde –exhorta adustamente Paquito Soriano a Montesinos.
El futuro alcalde de