Lucero. Aníbal Malvar

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Lucero - Aníbal Malvar Literaria

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de agosto la solucionan con 71 muertos (del bando obrero), 156 heridos (del bando obrero) y 2.000 detenidos (del bando obrero). Los dirigentes socialistas Julián Besteiro y Francisco Largo Caballero son condenados a cadena perpetua, pero se presentarán lo mismo a las elecciones de febrero de 1918 y saldrán diputados.

      La denominada «gripe española» empieza a matar a finales de 1917. Se llamó así, aunque afectó a todo el planeta, porque la neutral España era casi el único país del continente no sometido a censura de guerra y sólo aquí contaron los periódicos la terrible epidemia, la pandemia más devastadora jamás glosada. Según algunos cálculos, murió por ella el 5 por ciento de la población mundial. En España, la gripe dejó 300.000 muertos. En el planeta, entre cincuenta y cien millones. La Gran Guerra se saldó con ocho millones de cadáveres y seis millones de inválidos. La gripe mató en el continente al doble de gente y en la mitad de tiempo. Dicho sea esto en alivio de belicistas y asesinos, que también son criaturas de Dios, y como tales deben ser consideradas.

      ***

      Granada, 5 de enero de 1918

      Nieva en Granada. Violentamente. El ábrego, cabreado y contumaz, revuelve los copos enredándolos en una orgía eléctrica a ras de suelo que impide a los caminantes verse los pies. Todos los tejados están blancos. La Alhambra, toda la colina de Sabika, se levanta esta mañana como delirio de un pintor drogado que hubiera olvidado colorear las techumbres.

      En el salón de plenos del Ayuntamiento, sin embargo, hace calor. Más de un centenar de granadinos, hacinados en el gallinero, no han querido perderse el nombramiento del liberal Felipe Lachica como nuevo alcalde. Sobre todo, por si hay jaleo. En las elecciones de noviembre pasado ya lo hubo. Pistolas y palos. El concejal don Federico García habla desde la palestra, alzando su voz rotunda y ronca para sobreponerla a los constantes gritos, abucheos, pataleos y silbidos que intentan interrumpirlo desde el fondo de la sala.

      —La ausencia hoy aquí de los concejales conservadores y romanonistas es un insulto a esta institución y al pueblo de Granada. ¿De qué se quejan? La anulación de los resultados electorales del distrito 3 de San Ildefonso era obligación ineludible de este consistorio –silbidos, gritos, abucheos, pataleos–. Protesten, griten, insulten…

      —¡Don Federico! –se yergue el recién nombrado alcalde para atemperar la cólera del tribuno.

      —Decenas de testigos certificaron la presencia de hombres armados en San Ildefonso el día de las elecciones. Pistoleros con los que el candidato don Alejandro Roldán intimidó a los electores. Setecientos cuarenta y siete votos fueron cosechados a punta de pistola, señores concejales, vecinos de Granada. No podemos cerrar los ojos ante semejante atropello. Ni el candidato Alejandro Roldán ni el candidato Teodoro Sabrás se hicieron merecedores de la dignidad de subir a esta tribuna.

      Durante dos largos minutos, los aplausos de los concejales liberales intentan ahogar los abucheos que llegan desde el gallinero. Don Federico bebe agua y se diluye ligeramente la cólera roja de su cara. Espera pacientemente a que el silencio, o algo parecido al silencio, regrese al salón de plenos.

      —1917 ha sido un año especialmente difícil, pero este consistorio afrontó con firmeza la huelga general de agosto…,

      —¡Cacique! ¡Asesino! ¡A punta de pistola!

      —… La grave epidemia de viruela de septiembre recibió por parte del Gobierno liberal cumplida y enérgica respuesta, que evitó males mayores…

      —¡Llenando los cementerios!

      —¡No, señor! Cerrando los cementerios, que se habían constituido en el mayor foco infeccioso…

      —¡Ni visitar a nuestros muertos nos dejan ya! ¡Bolchevique! ¡Quemaiglesias! ¡Vete a Rusia!

      —Cierto que también fue necesario adoptar decisiones impopulares, como la incautación de trigo en los pueblos. ¡Pero es que Granada se quedaba sin pan, señores! ¡Sin pan!

      —¿Y por qué no te lo incautaron a ti, ladrón? ¡Mangante! ¡Carterista!

      —El establecimiento del denominado por este consistorio «pan de familia» permitió paliar la hambruna de noviembre –sigue gritando, desde el alero de su bigote, el padre del Lucero–. En un momento de precariedad, como el que vivíamos, el pan de familia a 40 céntimos llenó muchas bocas de nuestros vecinos granadinos…

      —¡Robándonos a nosotros! ¿Quién nos da pan a los panaderos, ladrón? ¡Bolchevista!

      —Por último, y con dolor –la voz del concejal Federico García se ha vuelto honda, lenta–, he de aludir a la vergonzante actitud mostrada recientemente en Madrid por los radicales señores Fernando de los Ríos y Pablo Azcárate. Estos caballeros, obrando con una deslealtad incalificable ante esta institución y ante esta ciudad, osaron cuestionar ante nuestro ministro de Gobernación, el Ilustrísimo Señor Bahamonde, la transparencia de esta corporación. Don Fernando de los Ríos, que se dice socialista y se decía mi amigo, viajó el pasado 22 de diciembre a Madrid con el único afán de socavar nuestra credibilidad y el orgulloso nombre de Granada. A su disposición pongo, don Fernando, la revisión de todos y cada uno de los documentos públicos que obran en poder de este Ayuntamiento. ¿Qué más quiere, viejo amigo, si es que me permite seguir tratándole así?

      Un silencio lunar se extiende por el salón de plenos. Todos saben quién es el joven moreno y atildado que acompaña hoy al profesor Fernando de los Ríos en el gallinero. Tiene los ojos idénticos al concejal que interpela al socialista. Quizá yo también hubiera tenido esos ojos.

      —Por supuesto que puede seguir llamándome amigo, don Federico. Tanto como a este joven que me acompaña puede seguir llamándole hijo –recita el socialista Fernando de los Ríos.

      —¡O hija! –se ríen desde las bancadas los simpatizantes de los conservadores, adoctrinados con minuciosas instrucciones para reventar el pleno.

      El Lucero sonríe arrogante al espontáneo que lo acaba de llamar maricón. Don Federico y Fernando de los Ríos, sin embargo, lo encaran con sendas miradas feroces. Un invisible pájaro de violencia sobrevuela el salón de plenos.

      —Pero, don Federico –prosigue De los Ríos–, ni su hijo ni este amigo que le habla podemos congratularnos con la forma caciquil y despectiva con que este consistorio ignora llevar a cabo cada uno de los acuerdos pactados con nuestra minoría de izquierdas. ¿Será que ustedes, los liberales de Granada, tienen más intereses comunes con la oposición conservadora y retrógrada que con nosotros? Me temo que sí, señor concejal. Ustedes están aquí para proteger su dinero y sus privilegios mientras el pueblo de Granada pasa hambre. Se enorgullece usted del «pan de familia». Valiente hipocresía, señor concejal. ¿Rebajó usted el precio del trigo que producen sus fincas para contribuir a paliar el hambre? ¿O quizás aprovechó la alteración de mercado que provocaron las incautaciones para hacer lo contrario?

      La bancada rompe en aplausos mientras De los Ríos, acompañado del Lucero y de Montesinos, hace un teatral mutis hacia la puerta de salida. Antes de que abandonen el salón de plenos, los corifeos silencian los intentos de don Federico por responder entonando un interminable: «¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Ladrón!».

      Fernando de los Ríos es bajo, recio, de espesa barba negra, frente extensa, 39 años, catedrático, socialista. Camina sobre la nieve con valentía, a pesar de que el vaho de sus gafas le impide ver más allá de sus narices mientras atraviesan la plaza del Carmen.

      —Os veo muy callados. ¿Qué es lo que pensáis?

      —¿No

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