La Espuma. Armando Palacio Valdes

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La Espuma - Armando Palacio  Valdes

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      —¿Volverás a jugar, eh? ¿Volverás a jugar, perdido?—preguntaba ella tirándole de los cabellos, borrando aquella primororosa raya que los partía tan lindamente.

      —No … particularmente sobre mi palabra te aseguro….

      —Ni sobre tu palabra, ni sobre tu dinero, grandísimo trasto…. Me voy, me voy—añadió con un gesto de mimo, levantándose y corriendo a mirar la hora al reloj de la chimenea—. ¡Uf, qué tarde!… Adiós, chiquillo.

      Y se precipitó a la puerta extendiendo la mano a su amante sin mirarle. Este no pudo besarle más que la punta de los dedos. Corrió a abrir, pero ya ella había echado mano al cerrojo; por cierto que se encolerizó porque resistía a sus débiles tirones.

      —Adiós, adiós; hasta el sábado—dijo en voz de falsete.

      —Hasta pasado mañana.

      —No, no; hasta el sábado.

      Bajó la escalera con la misma precipitación con que la había subido, hizo otro gesto imperceptible de despedida al portero y salió a la calle. Siguió a pie hasta la plaza del Ángel, y allí detuvo un coche de punto y se metió en él.

      Eran más de las seis. Hacía una hora que estaban encendidas las luces de los comercios. Ocultóse cuanto pudo en un rincón y dejó vagar su mirada distraída sin curiosidad por las calles que iba atravesando. Su fisonomía adquirió la expresión altiva, desdeñosa, que la caracterizaba, a la cual se añadía ahora leve matiz de hastío y preocupación. Por su elegancia refinada, por su arrogante porte, y sobre todo por aquella severa majestad de su rostro peregrino, nadie vacilaría en diputar a Clementina por una de las más altas y nobles damas de la corte. No obstante, si lo era de hecho, dado que figuraba en todos los salones aristocráticos, en todas las listas de personas distinguidas que los periódicos publicaban al día siguiente de cualquier sarao, carreras de caballos, u otra fiesta cualquiera, de derecho distaba mucho de serlo por su origen. No podía ser más humilde. Su padre la había tenido en una inglesa, manceba de un tonelero irlandés que había llegado a Valencia en busca de trabajo. Llamábase Rosa Coote. Era espléndidamente bella y lo hubiera sido más a cuidar algo del adorno o aliño de su persona. La miseria, en que ordinariamente vivía aquel hogar ilícito, la había hecho sucia y andrajosa. El granuja del mercadal de Valencia y la bella inglesa se entendieron a espaldas del tonelero, dueño temporal de las gracias de ésta. Salabert era más joven, más gallardo: el vicio de la borrachera no le tenía dominado como a aquél. Rosa le siguió a su zaquizamí abandonando al primer amante. A los pocos meses de vivir juntos, Salabert, a quien se presentó ocasión de partir a Cuba como camarero de un vapor, la abandonó a su vez. La inglesa, que llevaba ya en sus entrañas el fruto de aquella pasajera unión, rodó algún tiempo sin protección, sin recursos, por las calles de la ciudad, hasta que entró en relaciones con un carpintero del Grao que la recogió y llegó a hacerla su legítima esposa. Clementina se crió como intrusa en aquel nuevo hogar. Su madre era una mujer violenta, irascible, con ráfagas de ternura, que sólo guardaba para sus hijos legítimos. A ella, por todas las señales, la aborrecía y en ella vengó injustamente el agravio de su padre. ¡Qué terrible infancia la de Clementina! Si en Madrid se supiesen ciertos pormenores, si en rápida visión pudiesen ofrecerse a los ojos de la sociedad elegante algunas escenas por las que aquella altiva y encopetada dama pasó, pocos envidiarían su existencia. ¡Qué torturas, qué refinamientos de crueldad! A los cuatro o cinco años ya estaba obligada a ser la vigilante guardadora de otros dos hermanitos. Si en esta vigilancia decaía un punto, el castigo venía inmediatamente; pero no el castigo como quiera, el golpe pasajero, el estirón de orejas; no. El castigo era meditado con ensañamiento, procurando herir donde más doliera y donde más durase el dolor…. Los vecinos habían acudido más de una vez a los lamentos de la infeliz criatura; habían increpado a la madre desnaturalizada. De ello no resultaba más que alguna reyerta fragorosa en que la feroz irlandesa, chapurrando el valenciano, se despachaba a su gusto contra las comadres del barrio, y con mayor encono después contra la causante de aquel disgusto. A todas horas gritaba que iba a meterla en la Inclusa. A esto se oponía el carpintero, que se jactaba de ser hombre de bien y compasivo, que alguna vez intervenía en los castigos para aplacarlos, pero que la mayor parte de las veces dejaba a su esposa "que enseñase a su hija", como él decía a los vecinos que le recriminaban. Sus ideas pedagógicas chocaban con sus instintos piadosos, y cuando lograban sobreponerse ¡ay de la desgraciada niña!

      Aquella serie de inauditas crueldades terminaron al fin con otra mayor que trajo consigo la intervención de la justicia. La madre desnaturalizada, no sabiendo ya de qué modo atormentar a su hija, la hizo algunas quemaduras en el trasero con una bujía. Una vecina averiguó el hecho casualmente, lo comunicó a otras vecinas, se armó el consiguiente escándalo en el barrio, dieron parte al juez, se instruyó causa, y, probado el delito, la inglesa fué condenada a seis meses de cárcel y la niña recogida en un establecimiento de beneficencia.

      Un año después llegó a Valencia Salabert, si no hecho un potentado, con alguna hacienda. Enteráronle de lo ocurrido. Fué a ver a su hija al colegio de niñas pobres. La sacó de allí y la puso en otro de pago, adonde por rara casualidad iba a visitarla. En la población, sin embargo, fué loado su rasgo de generosidad. El sabía hacerlo valer en la conversación ofreciéndose a los ojos de sus conocidos como un ejemplo vivo de amor paternal y contraste notable frente a la perversidad de su antigua querida. Poco más tarde se casó en Madrid. Fué su esposa la hija de un comerciante en camas de hierro y colchones metálicos de la calle Mayor. Era una joven bastante feíta y enfermiza; pero buena, afectuosa y con cincuenta mil duros de dote. Llamábase Carmen. A los tres o cuatro años de casados, ésta, viéndose cada vez más delicada de salud, perdió la esperanza de tener familia. Sabiendo que su marido tenía una hija natural en un convento de Valencia, le propuso, con generosidad no muy frecuente, traerla a casa y considerarla como hija de ambos. Salabert aceptó con gusto la proposición. Fué a buscar a Clementina, y desde entonces cambió por entero la suerte de esta infeliz niña.

      Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcla dichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de la mujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de la raza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad y misterio que en los ojos negros de las valencianas. Poco desarrollada aún por virtud de su crudelísima infancia, por la vida sedentaria, después, del convento, en cuanto cambió de clima y de forma de vida adquirió en dos o tres años la elevada estatura y las majestuosas proporciones con que hoy la vemos. Sus partes morales dejaban bastante más que desear. Era su temperamento irascible, obstinado, desdeñoso y sombrío. Si nació con estos vicios o fueron el resultado de sus bárbaros martirios, de su tristísima infancia, no es fácil resolverlo. En el convento, donde nadie la trataba mal, no fué bien querida de sus maestras y compañeras por su carácter receloso, por la ausencia de cariño que se notaba en su corazón. Los disgustos de sus compañeras, no sólo no la conmovían, sino que despertaban en sus labios una sonrisa cruel, que las dejaba yertas. Luego tenía, de vez en cuando, accesos de furor que la habían hecho temible y odiosa. En cierta ocasión, a una niña que le había dicho algunas palabras ofensivas le echó las manos al cuello y estuvo muy próxima a asfixiarla. Nunca fué posible después que le pidiese perdón, según exigía la superiora. Prefirió estar recluída un mes, a humillarse.

      Los primeros meses que pasó en casa de su padre fueron de prueba para la buena D.ª Carmen. En vez de una niña alegre y agradecida al inmenso favor que la hacía, se encontró frente a frente de una fierecilla, un ser antipático sin afecto ni sumisión, extravagante y caprichosa hasta un grado sorprendente, cuya risa no brotaba ruidosa sino cuando algún criado se caía o el lacayo recibía una coz de los caballos. Pero no se desanimó. Con el instinto infalible de los corazones generosos, comprendió que si aquella tierra no daba amor era porque hasta entonces sólo se había sembrado odio. Los afectos dulces residen en todo ser humano, como en todo cuerpo la electricidad: mas para hacerlos vibrar, precisa

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