La Espuma. Armando Palacio Valdes

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La Espuma - Armando Palacio  Valdes

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Ya no sé qué hacer. A todas horas, salga por la mañana o por la tarde, traigo aquel fantasma detrás de mí. He tenido que refugiarme en casa de Mariana. Luego, una vez allí, no hubo más remedio que aguantar un rato. Vino papá, y porque no saliese conmigo esperé otro poquito a que se fuese…. ¡Ahí ves!

      —¡Tiene gracia ese chico!—dijo riendo el caballero.

      —¡Mucha! ¡Si es muy divertido que le averigüen a una dónde va y lo sepa en seguida todo el mundo, y llegue a oídos de mi marido! ¡Ríete, hombre, ríete!

      —¿Por qué no? ¿A quién se le ocurre más que a ti tomarse un disgusto por tener un admirador tan platónico? ¿Has recibido alguna carta? ¿Te ha dicho alguna palabra al paso?

      —Eso es lo que menos importaba. Lo que me excita los nervios es la persecución. Luego es un mocoso capaz por despecho, si averigua mis entradas en esta casa, de escribir un anónimo…. Y tú ya sabes la situación especial en que me encuentro respecto a mi marido.

      —No es de presumir: los que escriben anónimos no son los enamorados, sino las amigas envidiosas…. ¿Quieres que yo me aviste con él y le meta un poco de miedo?

      —¡Eso no se pregunta, hombre!—exclamó la dama con voz irritada—. Mira, Pepe; tú eres hombre de corazón y tienes inteligencia; pero te hace muchísima falta un poco más de refinamiento en el espíritu para que comprendas ciertas cosas. Debieras dedicar menos horas al club y a los caballos y procurar ilustrarte un poco.

      —¡Ya pareció aquéllo!—dijo el joven con despecho, muy molestado por la agria reprensión.

      —Pues si quieres que no te diga ciertas cosas, procura callarte otras.

      Pepe Castro se encogió de hombros con superior desdén y se alzó de la silla. Dió algunas vueltas distraídamente por la estancia y paró al fin delante de un cuadrito, que descolgó para sacudirle el polvo con el pañuelo. Clementina le miraba en tanto con ojos coléricos. Se puso en pie vivamente, como si la alzara un resorte: luego, refrenando su ímpetu y adquiriendo calma, avanzó lentamente hacia la alcoba, penetró en ella, recogió su sombrero de la cama y comenzó a ponérselo frente al espejillo de una cornucopia, con ademanes lentos, donde se adivinaba, sin embargo, en el levísimo temblor de las manos, la sorda irritación que la embargaba.

      —¡Bueno!—exclamó por último en tono distraído e indiferente—. Me voy, chico…. ¿Quieres algo para la calle?

      El joven dió la vuelta y preguntó con sorpresa:

      —¿Ya?

      —Ya—repuso la dama con exagerada firmeza.

      El joven avanzó hacia ella, le echó suavemente un brazo al cuello, y levantando con la otra mano el velito rojo le dió un beso en la sien.

      —¡Que siempre ha de pasar lo mismo! Yo soy el descalabrado y tú te apresuras a ponerte la venda.

      —¿Qué estás diciendo ahí?—replicó ella algo confusa—. Me voy porque tengo que hacer una visita antes de comer.

      —Vamos, Clementina, aunque quieras no puedes disimular…. Debes comprender que no se pueden escuchar con risa los insultos … y tú me estás insultando a cada momento.

      —Te digo que no te comprendo. No sé a qué insultos ni a qué disimulos te refieres—replicó la dama con afectación.

      Pepe intentó con mimo y dulzura quitarle de nuevo el sombrero. Ella le detuvo con gesto imperioso. Tomóla entonces por la cintura y la condujo hacia el diván. Sentóse, y cogiéndole las manos se las besó repetidas veces con apasionado cariño. Ella siguió en pie sin dejarse ablandar. Tan extremado estuvo, sin embargo, en sus caricias y tan sumiso, que al cabo, arrancando con violencia sus manos de las de él, Clementina dijo medio riendo, medio enojada aún:

      —Quita, quita, que ya estoy hastiada de tus lametones de perro de Terranova…. ¡Eres un bajo!… Primero que yo me humillase de tal modo me harían rajas.

      Volvió a quitarse el sombrero, y fué ella misma a colocarlo sobre la cama.

      —Cuando se está tan enamorado como yo—replicó el joven un poco avergonzado—, no puede llamarse nada humillación.

      —¿Es de veras eso, chico?—dijo acercándose a él sonriente y tomándole con sus dedos finos sonrosados la barba—. No lo creo…. Tú no tienes temperamento de enamorado…. Y si no, vamos a probarlo…. Si yo te mandase hacer una cosa que pudiera costarte la vida, o lo que es aún peor, la honra … algunos años de presidio…, ¿lo harías?

      —¡Ya lo creo!

      —¿Sí?… Pues mira, quiero que mates a mi marido.

      —¡Qué barbaridad!—exclamó asustado, abriendo los ojos desmesuradamente.

      La dama le miró algunos segundos fijamente, con expresión escrutadora, maliciosa. Luego, soltando una sonora carcajada, exclamó:

      —¿Lo ves, infeliz, lo ves?… Tú eres un señorito madrileño, un socio del Club de los Salvajes…. Ni yo, ni mujer ninguna te harían cambiar el frac y el chaleco blanco por el uniforme de presidiario.

      —¡Qué ideas tan extrañas!

      —Sigue, sigue por donde te arrastra tu naturaleza de sietemesino y no te metas en honduras. Ya comprenderás que te he hablado en broma. Así y todo me has confirmado en lo que ya pensaba.

      —Pues si tienes formada esa idea tan pobre de mi cariño, no sé por qué razón me quieres—expresó el joven volviendo a amoscarse.

      —¿Por qué te quiero?… Pues por lo que yo hago casi todas mis cosas … por capricho. Un día te he visto en el Retiro revolviendo un caballo admirablemente y me gustaste. Luego, a los dos meses, en Biarritz, te vi en el asalto del casino tirando con un oficial ruso y concluí de encapricharme. Hice que me fueses presentado, procuré agradarte, te agradé en efecto…. Y aquí estamos.

      Pepe concluyó por sufrir con paciencia aquel tono entre cínico y burlón de su querida. A fuerza de charlar logró hacerlo desaparecer. Clementina, cuando estaba tranquila, era afectuosa, alegre, pronta a compadecerse y a los rasgos de generosidad; su rostro, tan bello como original, no adquiría nunca dulzura, pero sí una expresión bondadosa y maternal que lo hacía muy simpático. Mas por poco que sus nervios se excitasen o se viese contrariada en sus pensamientos y deseos, el fondo de altivez, de obstinación y aun crueldad que su alma guardaba, subía a la superficie y agitaba sus ojos azules con relámpagos de feroz sarcasmo o de cólera.

      Pepe Castro, que no era hombre ilustrado ni ingenioso, sabía no obstante entretenerla agradablemente con cuentecillos de salón, murmuraciones casi siempre de las personas por quienes ella sentía marcada antipatía. El recurso era burdo, pero surtía admirable efecto. "La condesa de T***, señora a quien Clementina odiaba de muerte por un desaire que en cierta ocasión le había hecho, andaba necesitada de dinero; se lo pidió al viejo banquero Z*** y éste se lo había otorgado mediante un rédito muy poco apetitoso para la deudora. Los marqueses de L***, a quienes también ella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reuniones allá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet a sus electores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, pero suprimían el buffet. Julita R***, una jovencita muy linda, que tampoco inspiraba simpatías a la altiva

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