La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América.. Jose Marti
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—II—
Los tres hijos del campesino oyeron el pregón, y tomaron el camino del palacio, sin creer que iban a casarse con la princesa, sino que encontrarían entre tanta gente algún trabajo. Los tres iban anda que anda, Pedro siempre contento, Pablo hablándose solo, y Meñique saltando de acá para allá, metiéndose por todas las veredas y escondrijos, viéndolo todo con sus ojos brillantes de ardilla. A cada paso tenía algo nuevo que preguntar a sus hermanos: que por qué las abejas metían la cabecita en las flores, que por qué las golondrinas volaban tan cerca del agua, que por qué no volaban derecho las mariposas. Pedro se echaba a reír, y Pablo se encogía de hombros y lo mandaba callar.
Caminando, caminando, llegaron a un pinar muy espeso que cubría todo un monte, y oyeron un ruido grande, como de un hacha, y de árboles que caían allá en lo más alto.
—Yo quisiera saber por qué andan allá arriba cortando leña—dijo Meñique.
—Todo lo quiere saber el que no sabe nada—dijo Pablo, medio gruñendo.
—Parece que este muñeco no ha oído nunca cortar leña—dijo Pedro, torciéndole el cachete a Meñique de un buen pellizco.
—Yo voy a ver lo que hacen allá arriba—dijo Meñique.
—Anda, ridículo, que ya bajarás bien cansado, por no creer lo que te dicen tus hermanos mayores.
Y de ramas en piedras, gateando y saltando, subió Meñique por donde venía el sonido. Y ¿qué encontró Meñique en lo alto del monte? Pues un hacha encantada, que cortaba sola, y estaba echando abajo un pino muy recio.
—Buenos días, señora hacha—dijo Meñique;—¿no está cansada de cortar tan solita ese árbol tan viejo?
—Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por ti—respondió el hacha.
—Pues aquí me tiene—dijo Meñique.
Y sin ponerse a temblar, ni preguntar más, metió el hacha en su gran saco de cuero, y bajó el monte, brincando y cantando.
—¿Qué vio allá arriba el que todo lo quiere saber?—preguntó Pablo, sacando el labio de abajo, y mirando a Meñique como una torre a un alfiler.
—Pues el hacha que oíamos—le contestó Meñique.
—Ya ve el chiquitín la tontería de meterse por nada en esos sudores—le dijo Pedro el gordo.
A poco andar ya era de piedra todo el camino, y se oyó un ruido que venía de lejos, como de un hierro que golpease en una roca.
—Yo quisiera saber quién anda allá lejos picando piedras—dijo Meñique.
—Aquí está un pichón que acaba de salir del huevo, y no ha oído nunca al pájaro carpintero picoteando en un tronco—dijo Pablo.
—Quédate con nosotros, hijo, que eso no es más que el pájaro carpintero que picotea en un tronco—dijo Pedro.
—Yo voy a ver lo que pasa allá lejos.
Y aquí de rodillas, y allá medio a rastras, subió la roca Meñique, oyendo como se reían a carcajadas Pedro y Pablo. ¿Y qué encontró Meñique allá en la roca? Pues un pico encantado, que picaba solo, y estaba abriendo la roca como si fuese mantequilla.
—Buenos días, señor pico—dijo Meñique:—¿no está cansado de picar tan solito en esa roca vieja?
—Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por ti—respondió el pico.
—Pues aquí me tiene—dijo Meñique.
Y sin pizca de miedo le echó mano al pico, lo sacó del mango, los metió aparte en su gran saco de cuero, y bajó por aquellas piedras, retozando y cantando.
—¿Y qué milagro vio por allá su señoría?—preguntó Pablo, con los bigotes de punta.
—Era un pico lo que oímos—respondió Meñique, y siguió andando sin decir más palabra.
Más adelante encontraron un arroyo, y se detuvieron a beber, porque era mucho el calor.
—Yo quisiera saber—dijo Meñique—de dónde sale tanta agua en un valle tan llano como éste.
—¡Grandísimo pretencioso—dijo Pablo;—que en todo quiere meter la nariz! ¿No sabes que los manantiales salen de la tierra?
—Yo voy a ver de dónde sale esta agua.
Y los hermanos se quedaron diciendo picardías; pero Meñique echó a andar por la orilla del arroyo, que se iba estrechando, estrechando, hasta que no era más que un hilo. Y ¿qué encontró Meñique cuando llegó al fin? Pues una cáscara de nuez encantada, de donde salía a borbotones el agua clara chispeando al sol.
—Buenos días, señor arroyo—dijo Meñique;—¿no está cansado de vivir tan solito en su rincón, manando agua?
—Hace muchos años, hijo mío, que estoy esperando por ti—respondió el arroyo.
—Pues aquí me tiene—dijo Meñique.
Y sin el menor susto tomó la cáscara de nuez, la envolvió bien en musgo fresco para que no se saliera el agua, la puso en su gran saco de cuero, y se volvió por donde vino, saltando y cantando.
—¿Ya sabes de dónde viene el agua?—le gritó Pedro.
—Sí, hermano; viene de un agujerito.
—¡Oh, a este amigo se lo come el talento! ¡Por eso no crece!—dijo Pablo, el paliducho.
—Yo he visto lo que quería ver, y sé lo que quería saber—se dijo Meñique a sí mismo. Y siguió su camino, frotándose las manos.
—III—
Por fin llegaron al palacio del rey. El roble crecía más que nunca, el pozo no lo habían podido abrir, y en la puerta estaba el cartel sellado con las armas reales, donde prometía el rey casar a su hija y dar la mitad de su reino a quienquiera que cortase el roble y abriese el pozo, fuera señor de la corte, o vasallo acomodado, o pobre campesino. Pero el rey, cansado de tanta prueba inútil, había hecho clavar debajo del cartelón otro cartel más pequeño, que decía con letras coloradas:
«Sepan los hombres por este cartel, que el rey y señor, como buen rey que es, se ha dignado mandar que le corten las orejas debajo del mismo roble al que venga a cortar el árbol o abrir el pozo, y no corte, ni abra; para enseñarle a conocerse a sí mismo y a ser modesto, que es la primera lección de la sabiduría.»