La Edad de Oro: publicación mensual de recreo e instrucción dedicada a los niños de América.. Jose Marti
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Meñique la saludó con gran reverencia. La corte entera fue a ver la prueba a la sala del trono, donde encontraron al gigante sentado en el suelo con la alabarda por delante y el sombrero en las rodillas, porque no cabía en la sala de lo alto que era. Meñique le hizo una seña, y él echó a andar acurrucado, tocando el techo con la espalda y con la alabarda a rastras, hasta que llegó adonde estaba Meñique, y se echó a sus pies, orgulloso de que vieran que tenía a hombre de tanto ingenio por amo.
—Empezaremos con una bufonada—dijo la princesa.—Cuentan que las mujeres dicen muchas mentiras. Vamos a ver quien de los dos dice una mentira más grande. El primero que diga: «¡Eso es demasiado!» pierde.
—Por servirte, princesa y dueña mía, mentiré de juego y diré la verdad con toda el alma.
—Estoy segura—dijo la princesa—de que tu padre no tiene tantas tierras como el mío. Cuando dos pastores tocan el cuerno en las tierras de mi padre al anochecer, ninguno de los dos oye el cuerno del otro pastor.
—Eso es una bicoca—dijo Meñique.—Mi padre tiene tantas tierras que una ternerita de dos meses que entra por una punta es ya vaca lechera cuando sale por la otra.
—Eso no me asombra—dijo la princesa.—En tu corral no hay un toro tan grande como el de mi corral. Dos hombres sentados en los cuernos no pueden tocarse con un aguijón de veinte pies cada uno.
—Eso es una bicoca—dijo Meñique.—La cabeza del toro de mi casa es tan grande que un hombre montado en un cuerno no puede ver al que está montado en el otro.
—Eso no me asombra—dijo la princesa.—En tu casa no dan las vacas tanta leche como en mi casa, porque nosotros llenamos cada mañana veinte toneles, y sacamos de cada ordeño una pila de queso tan alta como la pirámide de Egipto.
—Eso es una bicoca—dijo Meñique.—En la lechería de mi casa hacen unos quesos tan grandes que un día la yegua se cayó en la artesa, y no la encontramos sino después de una semana. El pobre animal tenía el espinazo roto, y yo le puse un pino de la nuca a la cola, que le sirvió de espinazo nuevo. Pero una mañanita le salió un ramo al espinazo por encima de la piel, y el ramo creció tanto que yo me subí en él y toqué el cielo. Y en el cielo vi a una señora vestida de blanco, trenzando un cordón con la espuma del mar. Y yo me así del hilo, y el hilo se me reventó, y caí dentro de una cueva de ratones. Y en la cueva de ratones estaban tu padre y mi madre, hilando cada uno en su rueca, como dos viejecitos. Y tu padre hilaba tan mal que mi madre le tiró de las orejas hasta que se le caían a tu padre los bigotes.
—¡Eso es demasiado!—dijo la princesa.—¡A mi padre el rey nadie le ha tirado nunca de las orejas!
—¡Amo, amo!—dijo el gigante.—Ha dicho «¡Eso es demasiado!» La princesa es nuestra.
—VI—
—Todavía no—dijo la princesa, poniéndose colorada.—Tengo que ponerte tres enigmas, a que me los adivines, y si adivinas bien, enseguida nos casamos. Dime primero: ¿qué es lo que siempre está cayendo y nunca se rompe?
—¡Oh!—dijo Meñique;—mi madre me arrullaba con ese cuento: ¡es la cascada!
—Dime ahora—preguntó la princesa, ya con mucho miedo:—¿quién es el que anda todos los días el mismo camino y nunca se vuelve atrás?
—¡Oh!—dijo Meñique;—mi madre me arrullaba con ese cuento: ¡es el sol!
—El sol es dijo la princesa, blanca de rabia.—Ya no queda más que un enigma. ¿En qué piensas tú y no pienso yo? ¿qué es lo que yo pienso, y tú no piensas? ¿qué es lo que no pensamos ni tú ni yo?
Meñique bajó la cabeza como el que duda, y se le veía en la cara el miedo de perder.
—Amo—dijo el gigante;—si no adivinas el enigma, no te calientes las entendederas. Hazme una seña, y cargo con la princesa.
—Cállate, criado dijo Meñique;—bien sabes tú que la fuerza no sirve para todo. Déjame pensar.
—Princesa y dueña mía—dijo Meñique, después de unos instantes en que se oía correr la luz.—Apenas me atrevo a descifrar tu enigma, aunque veo en él mi felicidad. Yo pienso en que entiendo lo que me quieres decir, y tú piensas en que yo no lo entiendo. Tú piensas, como noble princesa que eres, en que este criado tuyo no es indigno de ser tu marido, y yo no pienso que haya logrado merecerte. Y en lo que ni yo ni tú pensamos es en que el rey tu padre y este gigante infeliz tienen tan pobres...
—Cállate—dijo la princesa;—aquí está mi mano de esposa, marqués Meñique.
—¿Qué es eso que piensas de mí, que lo quiero saber?—preguntó el rey.
—Padre y señor—dijo la princesa, echándose en sus brazos;—que eres el más sabio de los reyes, y el mejor de los hombres.
—Ya lo sé, ya lo sé—dijo el rey;—y ahora, déjenme hacer algo por el bien de mi pueblo. ¡Meñique, te hago duque!
—¡Viva mi amo y señor, el duque Meñique!—gritó el gigante, con una voz que puso azules de miedo a los cortesanos, quebró el estuco del techo, e hizo saltar los vidrios de las seis ventanas.
—VII—
En el casamiento de la princesa con Meñique no hubo mucho de particular, porque de los casamientos no se puede decir al principio, sino luego, cuando empiezan las penas de la vida, y se ve si los casados se ayudan y quieren bien, o si son egoístas y cobardes. Pero el que cuenta el cuento tiene que decir que el gigante estaba tan alegre con el matrimonio de su amo que les iba poniendo su sombrero de tres picos a todos los árboles que encontraba, y cuando salió el carruaje de los novios, que era de nácar puro, con cuatro caballos mansos como palomas, se echó el carruaje a la cabeza, con caballos y todo, y salió corriendo y dando vivas, hasta que los dejó a la puerta del palacio, como deja una madre a su niño en la cuna. Esto se debe decir, porque no es cosa que se ve todos los días.
Por la noche hubo discursos, y poetas que les dijeron versos de bodas a los novios, y lucecitas de color en el jardín, y fuegos artificiales para los criados del rey, y muchas guirnaldas y ramos de flores. Todos cantaban y hablaban, comían dulces, bebían refrescos olorosos, bailaban con mucha elegancia y honestidad al compás de una música de violines, con los violinistas vestidos de seda azul, y su ramito de violeta en el ojal de la casaca. Pero en un rincón había uno que no hablaba ni cantaba, y era Pablo, el envidioso, el paliducho, el desorejado, que no podía ver a su hermano feliz, y se fue al bosque para no oír ni ver, y en el bosque murió, porque los osos se lo comieron en la noche oscura.
Meñique era tan chiquitín que los cortesanos no supieron al principio si debían tratarlo con respeto o verlo como cosa de risa; pero con su bondad y cortesía se ganó el cariño de su mujer y de la corte entera, y cuando murió el rey, entró a mandar, y estuvo de rey cincuenta y dos años. Y dicen que mandó tan bien que sus vasallos nunca quisieron más rey que Meñique, que no tenía gusto sino