La buena hija. Karin Slaughter

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La buena hija - Karin Slaughter Suspense / Thriller

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Ben—. A los chavales. A los profesores. Al personal.

      Charlie sabía que el municipio no disponía de medios para efectuar tantos interrogatorios, y menos aún para instruir un caso tan importante. El Departamento de Policía de Pikeville contaba con doce agentes a tiempo completo. Ben era uno de los seis letrados de la oficina del fiscal del distrito.

      —¿Ken va a pedir ayuda? —preguntó.

      —Ya están aquí —respondió su marido—. Acaban de llegar. La policía del estado y la oficina del sheriff. Ni siquiera hemos tenido que avisarlos.

      —Qué bien.

      —Sí.

      Pellizcó con los dedos una esquina de portafolios y tensó los labios como hacía siempre que se mordisqueaba la punta de la lengua. Era una vieja costumbre de la que no conseguía deshacerse. Charlie había visto una vez a su madre estirar el brazo sobre la mesa del comedor y darle una palmada en la mano para que parara.

      —¿Has visto los cuerpos? —preguntó.

      Ben no respondió, pero no era necesario. Charlie sabía que había visitado la escena del crimen. Lo notaba en el acento sombrío de su voz, en la curvatura de sus hombros. Pikeville había crecido mucho durante los últimos veinte años, pero seguía siendo una población pequeña, uno de esos lugares en los que la heroína representaba un problema mucho más grave que el asesinato.

      —Ya sabes que lleva su tiempo —comentó él—, pero les he dicho que levanten los cadáveres lo antes posible.

      Charlie miró el techo para que no se le saltaran las lágrimas. Ben la había despertado muchas veces de su peor pesadilla: ella y Rusty haciendo sus tareas un día cualquiera en la destartalada casa de la granja, cocinando, lavando la ropa, fregando los platos mientras el cadáver de Gamma se pudría junto a los armarios porque la policía había olvidado llevárselo.

      Seguramente se debía al trozo de diente que encontró al fondo de un armario. ¿Qué más se habrían dejado?, cabía pensar.

      —Tu coche está aparcado detrás de tu despacho —dijo Ben—. Han cerrado el colegio, de momento. Seguramente no volverá a abrir hasta la semana que viene. Ya ha llegado una unidad móvil de televisión, de Atlanta.

      —¿Por eso no viene mi padre? ¿Porque se está atusando el pelo?

      Sonrieron los dos un poco: sabían que a Rusty nada le gustaba más que verse en televisión.

      —Ha dicho que tengas paciencia —dijo Ben—. Cuando le he llamado. Es lo que ha dicho: «Dile a mi chica que tenga paciencia».

      Lo que significaba que Rusty no iba a precipitarse a acudir en su auxilio. Que daba por sentado que su hija podía arreglárselas sola en una sala llena de robocops mientras él acudía corriendo a casa de los padres de Kelly Wilson y les hacía firmar su acuerdo de honorarios.

      Cuando la gente hablaba de la grima que le daban los abogados, era en Rusty Quinn en quien pensaba.

      —Puedo hacer que un coche patrulla te lleve a tu despacho —le ofreció Ben.

      —No pienso subirme a un coche con ninguno de esos capullos.

      Ben se pasó los dedos por el pelo. Tenía que cortárselo. Llevaba la camisa arrugada y a su chaqueta le faltaba un botón. Charlie quería pensar que su vida se estaba viniendo abajo sin ella, pero Ben siempre había sido muy descuidado para esas cosas, y era más probable que ella le tomara el pelo diciéndole que parecía un vagabundo hípster que cogiera aguja e hilo para coserle un botón.

      —Kelly Wilson estaba detenida y había sido reducida —dijo—. No se estaba resistiendo. Eran responsables de su seguridad desde el momento en que la esposaron.

      —La hija de Greg va a ese colegio.

      —Igual que Kelly. —Charlie se inclinó hacia él—. Esto no es Abu Ghraib, ¿de acuerdo? Kelly Wilson tiene el derecho constitucional a que se la procese conforme a la ley. Decidir sobre su destino es cosa de un juez y un jurado, no de una pandilla de policías justicieros a los que se la pone dura darle una paliza a una adolescente.

      —Estoy de acuerdo. Todos estamos de acuerdo. —Ben pensó que su mujer hablaba en realidad para el gran Oz que se escondía detrás del espejo—. Una sociedad justa es una sociedad que se aviene a los mandamientos de la ley. No puede ser uno bueno si se comporta como un canalla.

      Estaba citando a Rusty.

      —Iban a darle una paliza —insistió ella—. O algo peor.

      —¿Y tú te ofreciste a sustituirla?

      Charlie sintió una especie de quemazón en las manos. Sin detenerse a pensar, comenzó a rascarse la sangre seca, que caía formando bolitas. Sus uñas eran diez medias lunas negras.

      Miró a su marido.

      —¿Has dicho que has tomado declaración a nueve testigos?

      Ben asintió con la cabeza una sola vez, de mala gana. Sabía a qué obedecía la pregunta.

      Ocho policías. Y la señora Pinkman no estaba ya allí cuando le rompieron la nariz, lo que significaba que la novena declaración era la de Huck. Es decir, que Ben ya había hablado con él.

      —¿Lo sabes? —preguntó.

      En ese momento, solo había una cosa que importara entre ellos: si Ben sabía o no por qué había ido al colegio esa mañana. Porque si Ben lo sabía, lo sabría todo el mundo, lo que significaba que ella había encontrado otra forma singularmente cruel de humillar a su marido.

      —¿Ben? —preguntó.

      Él se pasó otra vez los dedos por el pelo. Se alisó la corbata. Tenía tantos tics que nunca podían jugar a las cartas, ni siquiera a los juegos más sencillos.

      —Cariño, lo siento —musitó Charlie—. Lo siento muchísimo.

      Alguien llamó rápidamente a la puerta antes de abrir. Charlie confió momentáneamente en que fuera su padre, pero quien entró en la sala de interrogatorios era una mujer negra de edad madura, vestida con traje pantalón azul marino y blusa blanca. Tenía el cabello corto y negro entreverado de blanco, y llevaba colgado del brazo un bolso ancho y ajado, casi tan grande como el que Charlie solía llevar al trabajo. Una tarjeta plastificada colgaba de un cordón, alrededor de su cuello, pero Charlie no alcanzó a leerla.

      —Soy la agente especial Delia Wofford —dijo—, de la Oficina de Investigación de Georgia. ¿Es usted Charlotte Quinn? —Estiró el brazo para estrecharle la mano, pero cambió de idea al ver la sangre seca—. ¿La han fichado?

      Ella hizo un gesto afirmativo.

      —Por el amor de Dios. —Delia Wofford abrió su bolso y sacó un paquete de toallitas húmedas—. Use todas las que necesite. Puedo comprar más.

      Jonah volvió con otra silla. Delia señaló la cabecera de la mesa, indicando que era allí donde quería sentarse.

      —¿Es usted el capullo que no ha permitido que esta mujer se asee? —le preguntó al policía.

      Jonah

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